Yo seguía sin comprender, qué tipo de contacto podía realizar Thompson con la ayuda de un helicóptero y un trineo con hélice. Zernov se sonrió enigmáticamente y continuó:
—Los periodistas tampoco lo pueden comprender. Thompson no es un individuo tonto, pues no confirmó ninguna declaración atribuida a él por la prensa respecto a los objetivos de la expedición y a los medios con que cuenta. Por lo demás, ni una sola firma de las que lo equiparon ha respondido a las preguntas de los periodistas. A Thompson le interpelan: ¿Es cierto que la expedición dispone de botellas llenas de un gas desconocido? ¿Con qué objeto serán utilizados los instrumentos cargados hace poco en un barco en el puerto de Copenhague? ¿Se dispone él a explotar, taladrar o perforar el campo de fuerza de los visitantes? Y sus réplicas son, que el equipo de su expedición fue revisado por los controladores de la aduana y que éstos no encontraron nada prohibido para la importación a Groenlandia. Y que no sabe nada respecto a los instrumentos especiales cargados en el puerto de Copenhague. «Los objetivos de la expedición son de investigación científica. Y por lo demás, no le llamas grano hasta que esté encerrado».
—¿Dónde obtuvo el dinero?
—¡Quién sabe! En esta aventura nadie invierte grandes sumas. Ni los «rabiosos», pues no lucha contra comunistas o contra negros. Aunque, naturalmente, alguien corre con los gastos de la expedición. Dicen que el que ayuda es un sindicato de periodistas, como ocurrió con la expedición africana de Stanley. La sensación es mercancía vendible, ¿por qué no arriesgarse?.
Quise saber si la expedición estaba relacionada, con alguna recomendación o decisión del Congreso.
—No, Thompson rompió con el Congreso —aclaró Zernov—. Anunció en la prensa, aún antes de su apertura, que no se consideraba dependiente de las resoluciones futuras que se tomaran en las reuniones del mismo. A propósito del Congreso, se me había olvidado que tú no sabes lo que sucedió allí.
Zernov tenía razón. Yo ignoraba que, en los momentos en que las enfermeras me conducían de la mesa de operaciones a mi sala de la clínica, el Congreso iniciaba sus debates.
Después de que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas decidió no discutir el fenómeno de las «nubes» rosadas, dando prioridad a la resolución del Congreso de Paris y considerando con razón que la primera palabra les pertenece a los científicos, la atmósfera alrededor del Congreso se caldeó más aún.
Este se inauguró como si fuese un campeonato de fútbol: trompetas, banderas de las diversas naciones y saludos de todas las asociaciones científicas del mundo. Los participantes más sensatos prefirieron callar, pero no así los menos cautelosos, quienes afirmaron que el esclarecimiento del misterio de las «nubes» rosadas estaba en vísperas de su realización. Como es sabido, no se realizó ningún esclarecimiento, con la excepción del informe preliminar del académico Osovets, quien al exponer y argumentar la tesis de que las intenciones de los visitantes son amistosas, contribuyó a encauzar el trabajo de los científicos por una ruta determinada. Empero, como se dice, la omnisciencia es una y las sabidurías son muchas. Al hablar de estos debates Zernov apenas pudo ocultar su decepción. Hubo colisiones de ideas y choques de hipótesis. Algunos participantes del Congreso hasta consideraron a las «nubes» como una variedad de los platillos voladores.
—¡Ah, Yuri! ¡Si tú supieras cuántos torpes hay aún dentro de las ciencias, que perdieron hace tiempo el derecho de llamarse científicos! —exclamó Zernov—. Hubo, naturalmente, discursos serios, hipótesis originales y conjeturas audaces. Pero Thompson se retiró después de las primeras sesiones. Declaró a los corresponsales que le esperaban: «Miles de ancianos tímidos no pueden idear algo que valga la pena».
De todos los participantes en el Congreso, los únicos invitados por él a tomar parte en la expedición fue el grupo de la «Jarkovchanka» e Irina. «Nosotros empezamos juntos y continuaremos juntos», le dijo a Zernov.
—Yo no empecé —le interrumpió Irina.
—Pero usted continuó —respondió Zernov.
—¿Dónde?
—Aquella noche en el hotel «Au Monde».
—No comprendo.
—Pregúntele a Anojin; él se lo podrá contar.
—¿Qué? —inquirió intrigada Irina.
—Que usted no es usted, sino su copia, creada por las «nubes» en aquella noche aciaga.
—No bromee, Boris Arkádievich.
—No bromeo; el caso es que Anojin y Martin le vieron a usted en St. Dizier.
—A ella no —le interrumpí—. ¿Lo olvidó acaso?
—No lo olvidé. Simplemente consideré que sería mejor no hablar de ello.
Una pausa nerviosa se apoderó de todos. Irina se quitó los espejuelos, los cerró automáticamente y los abrió de nuevo: primera señal de su gran inquietud.
—Ahora me he convencido —dijo ella reprochando a Zernov— de que usted y Martin me ocultaban algo. Pero, ¿qué?
Zernov evadió nuevamente la pregunta:
—Deje que Anojin se lo relate. Nosotros considerábamos que ese derecho le pertenecía sólo a él.
Yo contesté a las palabras de Zernov con una mirada parecida al golpe de la espada de Bonnville.
Irina, en completo estado de confusión, miraba a Zernov y a mí.
—Yuri, ¿es cierto?
—Sí, es cierto —le respondí, y callé. Consideré que, cuando nos encontráramos a solas le relataría lo sucedido en el casino de St. Dizier, mas no aquí.
—¿Me ocultan algo desagradable?
Zernov se sonrió. La pausa se prolongó un rato más. Por eso, me alegré al oír el chirrido de la puerta al abrirse.
—Lo más desagradable empezará ahora —repuse indicándoles la puerta abierta por donde entraba mi ángel blanco con jeringuillas—. Esta es la parte del tratamiento que ni los amigos deben contemplar.
Y el tratamiento curativo del profesor Peletier me hundió nuevamente en la vorágine del sueño.
Capítulo 26 – Congreso
Me desperté por la mañana y, al recordarlo todo, la rabia se apoderó de mí: tendría que permanecer otro día en la clínica. No me consoló ni la aparición de mi ángel blanco con el desayuno servido en el carritomesa.
—Conecte la radio, por favor —le pedí.
—No tenemos radio.
—Entonces, tráigame un transistor.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque está prohibido todo lo que puede impedir el mejoramiento del estado del convaleciente…
—Ya me siento bien, pues.
—Eso lo sabrá solamente mañana por la mañana. —El ángel blanco adquirió ante mí el aspecto del demonio.
—Pero yo debo saber lo que ocurre en el Congreso. Zernov ya está hablando. ¿Comprende? ¡Zernov!
—No conozco al señor Zernov —respondió y me entregó una carpeta forrada con un cordobán rojo.
—¿Qué es esto?
—Estos son los recortes de periódicos que le trajo a usted la señorita Irina. El profesor lo ha permitido.
Este era el pan para el hombre que moría de hambre por falta de información. Y, olvidando mi desayuno, abrí la carpeta para escuchar la voz del mundo. Sí, justamente, escuchar, porque ésta era la voz del mundo que llegaba hasta mí a través del níquel y el vidrio de la clínica, a través de las paredes de ladrillos blancos, a través de la vorágine del sueño y de la delicia del restablecimiento. Era la voz del Congreso con las palabras de apertura del académico Osovets, que fijaban la única posición razonable y consecuente de la humanidad respecto a los visitantes del espacio cósmico.
«¿Qué está claro para nosotros? —decía el académico—. Que estamos ante una civilización extraterrestre; que su nivel técnico y científico es muy superior al nuestro; que ni nosotros hemos podido establecer contacto con ellos ni ellos con nosotros; y que, además, la actitud de ellos para con nosotros es amistosa y pacífica. En tres meses los visitantes han podido reunir y transportar al espacio cósmico el hielo de todos los continentes, y hemos sido incapaces de impedírselo. Bien, ¿qué representa para la humanidad esta última acción? Nada negativo y mucho de positivo. Los climatólogos establecerán dentro de cierto tiempo las consecuencias precisas de lo realizado; sin embargo, ahora podemos hablar ya sobre el considerable mejoramiento del clima polar y sus latitudes adyacentes, sobre la conquista de vastas áreas antes casi inaccesibles y sobre la inmigración más libre de la población del mundo. Aún más, la extracción del hielo terrestre no se acompañó de catástrofes geológicas, inundaciones u otras calamidades naturales. Ni una sola expedición, ni un solo barco y ni una sola estación de investigación científica de las que operan en esas áreas han sufrido daño alguno. Además, los visitantes le regalaron a la humanidad, incidentalmente, riquezas ocultas en las entrañas de la Tierra. En las montañas Yablonevi, ellos dejaron al descubierto vastos yacimientos de cobre, y en Yakutia descubrieron nuevas tierras diamantíferas. En la Antártida encontraron petróleo y por sus propios medios realizaron trabajos de perforación y luego construyeron torres originales de formas desconocidas para nosotros. Y, entre los aplausos de los presentes, concluyó con las siguientes palabras:
«Les puedo informar que en Moscú ha sido firmado un contrato entre países interesados a fin de crear una sociedad anónima industrial-comercial, que llevará las siglas SECPA, o sea, Sociedad para la Explotación Conjunta del Petróleo de la Antártida».
El académico resumió también los sucesos relacionados con la copia hecha por los visitantes de aquellos fenómenos de la vida terrestre que despertaron su interés. La lista de fenómenos era tan larga que no fue leída, sino distribuida entre los delegados a guisa de suplemento especial del informe. Citaré aquí solamente los sucesos que fueron comentados por los corresponsales Parisienses.
Además de Sand City, los «jinetes» copiaron una ciudad balneario situada en los Alpes italianos; playas francesas en las horas de la mañana, cuando parecen madrigueras de nutrias; la plaza de San Marcos en Venecia y parte del metro londinense. La atención de ellos fue atraída por el transporte de pasajeros de muchos países. Descendieron sobre los trenes, sobre aviones y barcos de línea, sobre los helicópteros de la policía y hasta sobre los globos que se utilizaban en una competición cerca de Bruselas.
En Francia, penetraron en las carreras de velocidad del velódromo de Paris; en San Francisco, en un encuentro de boxeadores de peso pesado por el título de campeón de la costa del Pacífico; en Lisboa, en un encuentro de fútbol por la Copa de Europa (los jugadores se quejaron luego ante los reporteros de que la niebla roja era tan densa que ellos no veían la portería contraria). La niebla fue igual durante una partida de ajedrez regional en Zurich; ésta permaneció también dos horas en el Gabinete Gubernamental de la República Sudafricana y por cuarenta minutos entre los animales del parque zoológico de Londres. Los periodistas aprovecharon estos dos casos para sus chistes: ambos sucesos ocurrieron en un mismo día y en ninguna de los dos casos la niebla logró dispersar ni a las bestias ni a los racistas.
La lista del académico incluía una enumeración detallada de todas las fábricas y factorías copiadas por completo o en parte por íos visitantes del cosmos: a veces copiaban un taller o una cadena de montaje; otras, algunos aparatos y tornos característicos para un tipo dado de producción, los que fueron elegidos por las «nubes» con precisión infalible. Los periodistas Parisienses, al comentar esta elección, llegaban a curiosas conclusiones. Unos consideraban que las «nubes» estaban interesadas, fundamentalmente, en los tipos anticuados de máquinas que no han tenido ningún cambio sustancial durante más de cien años y que les son menos comprensibles, como son: los medios para la elaboración de piedras preciosas y la designación de los utensilios de cocina. Por esta misma causa era copiado un taller de tallado en Amsterdam y una fábrica primitiva de juguetes en Nuremberg.
Otros observadores, comentando la lista de Osovets, señalaron el interés manifiesto de los visitantes hacia los servicios para el consumidor. El corresponsal del «Paris-Midi» escribió: «¿Nota usted la cantidad de barberías, restaurantes, casas de moda y estudios de televisión copiados? Preste atención al cuidado y esmero con que se eligen para copiar los comercios, tiendas, mercados y hasta las vitrinas callejeras. Preste atención a la variación de los modos de copiar utilizados por «ellas». A veces, las «nubes» bajan en picado sobre el «objeto» y en el acto huyen, sin que hayan podido provocar el pánico. Otras veces, la «niebla» envuelve lentamente al objeto, penetra imperceptiblemente en todos sus rincones y la gente no se da cuenta de nada hasta que la densidad del gas se hace visible. Sin embargo, incluso cuando eso ocurre, algo impide a la gente cambiar su conducta habitual, como si algo les reprimiera la voluntad y la razón. Entonces, sin experimentar terror alguno, continúan en su trabajo corriente: los peluqueros cortan el pelo y afeitan; los clientes, esperando su turno, ojean las revistas; los camarógrafos filman películas o transmiten programas de televisión; el portero de fútbol atrapa una pelota difícil; el camarero entrega cortésmente la cuenta por la cena del restaurante. Todo a nuestro alrededor adquiere un tono purpúreo, como si se estuviera bajo la luz de una lámpara roja, pero, pese a ello, seguimos en nuestros asuntos y sólo más tarde, después de que los «jinetes» se alejan llevándose nuestra imagen viva, nos damos cuenta de lo ocurrido. La mayoría de las veces nos es imposible verlas, pues los visitantes las mostraron a los seres humanos solamente durante los primeros experimentos de fijación de la vida terrestre; y posteriormente todo se ha limitado a la caída de la niebla roja de tonalidad y densidad diferentes».