Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

—Así es como se hace —afirmó orgulloso, pero, antes de que tuviera tiempo de seguir hablando, alguien invisible le recordó:

—¡Use la izquierda, Bonnville! ¡Use la izquierda! ¡Y deje a un lado la derecha!

Bonnville cambió de mano la espada. La mancha roja de mi pecho se ensanchaba.

—Pónganle un vendaje —pidió.

Me quitaron la camisa y con ella vendaron mi pecho. La herida no era profunda, pero sangraba profusamente. Flexioné mi brazo derecho: no me dolía. Yo podía aún ganar tiempo.

—¿Dónde estudió usted? —inquirió Bonnville—. ¿En Italia?

—¿Por qué piensa eso?

—Por su manera italiana de defenderse. Sin embargo, eso no le ayudará.

Me sonreí y apenas tuve tiempo de retenerle: atacó por la derecha, flexioné levemente las rodillas y su espada sólo me rozó el hombro; la repelí hacia arriba y di a la vez una estocada certera.

—Bravo, bravo —dijo él.

—Usted está sangrando de la mano.

—No es nada de cuidado.

Y de nuevo ante mi pecho osciló su espada. La repelía y retrocedía, sintiendo cómo se helaban los dedos de mi mano que apretaban la empuñadura.

—Bonnville, no alargues el tiempo —dijo la voz invisible—. Ya no habrá repetición.

—No habrá nada —replicó Bonnville y dio un paso hacia atrás, dándome el descanso esperado—. Yo no lo puedo vencer con la mano izquierda.

—Entonces, él le vencerá. Cambiaré así el tema. Pero, Bonnville, usted es un superhombre, tal como yo lo ideé. ¡Atrévase!

Bonnville, de nuevo, avanzó hacia mí.

Ante mí había de nuevo un robot que lo olvidaba todo, exceptuando su supertarea. Sentí de pronto que mi espalda tocaba ya la pared. No podía retroceder. «¡Llegó mi final!» pensé desesperanzado.

Su espada chocó nuevamente contra la mía, retrocedió ligeramente y regresó recta a mi garganta para clavarse sin piedad. No experimenté dolor alguno, excepto el borboteo de algo en mi garganta. Las rodillas se me doblaron, traté de sostenerme con la espada, pero ésta cayó de mis manos. Lo último que oí fue una exclamación que parecía venir de otro mundo:

—¡Liquidado!

Cuarta parte: ¡El contacto se establece!

Capítulo 24 – El despertar

Lo que sucedió después cruzó por delante de mis ojos igualmente que una secuencia fragmentaria y discontinua de cuadros nebulosos y blancos. Todo era blanco: la mancha del techo que me cubría, las cortinas de las ventanas, que no oscurecían la habitación, las sábanas junto a mi rostro, personas que giraban a mi alrededor. En medio de esta blancura, percibía las fulguraciones que despedían superficies cilíndricas niqueladas, los tubos largos que se retorcían como serpientes y unas caras desconocidas que se inclinaban sobre mí.

—Ha vuelto en sí —dijo una voz.

—Sí, ya lo veo. Anestesia.

—Profesor, todo está preparado.

La conversación se desarrollaba en francés, en un francés rápido que penetraba en mi conciencia o resbalaba por ella en un caos de términos codificados y esotéricos para mí. A poco, todo se apagó —la luz y los pensamientos—, para luego cobrar vida. Y nuevamente los rostros desconocidos se inclinaban sobre mí y algo pulido —tijeras o cucharas, relojes o jeringuillas— refulgía ante mis ojos. A ratos, el níquel era reemplazado por el amarillo transparente de los guantes y por unas manos rosadas y esterilizadas con uñas cortadas esmeradamente. Pero todo esto duró muy poco tiempo, hundiéndose todo en la oscuridad carente de espacio y de tiempo, donde sólo existía el vacío negro del sueño.

Después, los cuadros empezaron gradualmente a revelarse con mayor nitidez, como si alguien invisible regulara la luz de un foco. El rostro enjuto y severo del profesor de gorro blanco fue reemplazado por la cara más severa aún de la enfermera cuya cabeza estaba protegida por una pañoleta de monja de color blanco. La enfermera me alimentaba con caldos y jugos, vendaba mi cuello y prohibía que hablara.

Haciendo grandes esfuerzos para hablar, pregunté:

—¿Dónde estoy?

Los dedos rígidos de la enfermera se posaron sobre mis labios.

—No hable. Está en la clínica del profesor Peletier. Cuide su garganta y no pronuncie palabra alguna.

Pasó el tiempo. Una vez se inclinó sobre mí un rostro muy familiar con gafas ahumadas.

—¿Tú? —exclamé sin reconocer mi propia voz: era ronca o chillona como la de un pájaro.

—Tss… —susurró, en tanto que sus dedos se posaban sobre mis labios. Pero, ¡qué delicado, qué ligero era este contacto!—. Todo va bien, mi amor. Te recobrarás; pero, por favor, no hables. Calla y espera. Vendré otra vez a tu lado. Duerme ahora.

Dormía y despertaba y comenzaba a sentir la liberación lenta de mi cuello, el sabor del caldo, el dolor de las inyecciones; y de nuevo caía en la oscuridad. Hasta que, al fin, me desperté completamente. Ya podía hablar, gritar, cantar; y yo lo sabía: hasta me habían quitado el vendaje.

—¿Cómo se llama usted? —le pregunté a mi enfermera de rostro hosco.

—Soy la hermana Teresa.

—¿Es usted monja?

—Todas las enfermeras de esta clínica son monjas.

Notando que ella no me prohibía conversar, con astucia la interrogué:

—Siendo así, el profesor es católico, ¿verdad?

—El profesor arderá en el infierno —respondió seria—. Estamos aquí, porque él está convencido de que las enfermeras más virtuosas somos nosotras. Es una promesa que hemos hecho ante el Todopoderoso.

«Yo también arderé en el infierno» pensé y cambié de tema:

—¿Qué tiempo he pasado en esta clínica?

—Ya han pasado dos semanas después de la operación.

—¿La realizó el ateo? —inquirí sonriendo. Ella suspiró:

—Todo es realizado por la clarividencia de Dios.

—¿Y las «nubes» rosadas?

—En las sagradas encíclicas se señala que fueron creadas por seres humanos. La creación de nuestros hermanos del Universo ha sido realizada a imagen y semejanza de Dios.

Pensé que las sagradas escrituras habían cedido ante un mal peor, al darle preferencia a la hipótesis antropocéntrica. Para el mundo cristiano, ésta era la única salida. Pero, ¿y para la ciencia? ¿Qué hipótesis fue apoyada por el Congreso? ¿Y por qué hasta ahora no me he enterado de nada?

—¿Es ésta una clínica o una cárcel? —inquirí furioso—. ¿Por qué me torturan por medio del sueño?

—No le torturamos, le curamos. Empleamos la terapéutica del sueño.

—¿Dónde tienen los periódicos? ¿Por qué no me dejan leerlos?

—La completa separación del mundo exterior es también parte del tratamiento. Cuando éste termine, usted recibirá todo lo que desee.

—Pero, ¿cuándo terminará el tratamiento?

—Tan pronto como se encuentre bien.

—Sí, pero, ¿cuándo…?

—Pregúntele al profesor.

Me sonreí interiormente: no me resistió. Decidí entonces realizar un ataque por los flancos:

—Estoy mucho mejor, ¿verdad?

—Sí.

—¿Por qué no recibo visitas, pues? ¿O es que todos me olvidaron?

Había que ser monja para poder sostener el ataque de un paciente como éste. La hermana Teresa, a excepción de aquel día en que se subió de tono, se mantuvo todo el tiempo firme. Hasta algo semejante a una sonrisa se dibujó en sus labios imperturbables y dijo:

—Hoy es día de visita. Empezará dentro de… —miró el reloj de pulsera, cuya fulguración yo había visto muchas veces durante mis despertares— …diez minutos.

Esperé esos diez minutos tan manso como un corderito. Me permitieron sentarme en la cama y conversar sin mirar el reloj: mi herida ya se había cicatrizado por completo.

Sin embargo, Irina me advirtió:

—Yo hablaré y tú preguntarás.

Empero, yo no quería preguntar nada, sino repetir eternamente estas palabras: «Querida mía», «querida mía», «querida mía…» ¡Qué interesante fue el desarrollo de nuestro amor! No hubo explicaciones previas, ni suspiros, ni insinuaciones y semialusiones. Mi duelo con Bonnville-Mongeusseau lo resolvió todo. Me pregunté si Irina lo sabía todo. Sí, ella lo sabía. Zernov se lo contó todo. Mientras yo pasaba mis desventuras, ella se encontraba en un estado de atontamiento. Era un sueño y no lo era y sentía un completo vacío en la memoria. Ya de mañana, se despertó sintiendo un amodorramiento y con pocos deseos de levantarse de la cama.

—En tanto que tú, a la sazón, sangrabas en la habitación de Zernov. Por suerte él llegó a tiempo, cuando todavía respirabas.

—¿De dónde llegó?

—Del hall. El yacía allí casi sin sentido y con todo el cuerpo llagado por golpes. ¡Qué milagros! Parecía haber regresado de las Cruzadas.

—Pienso que de una época posterior a ellas. Quizás del siglo XVI. Sus espadas no tenían vainas y las hojas eran finas como una cañita. ¡Trata de repeler un rayo!

—¿Y tú lo repeliste? ¡Qué buen mosquetero! Primeramente debes aprender la técnica de la esgrima.

—La aprendimos en el instituto. Nosotros, los cineastas, debemos saberlo todo. Ese conocimiento me fue muy útil.

—Tan útil que caíste en la mesa de operaciones.

—Porque fui atrapado en una trampa. Detrás de mí se encontraba la pared y a un lado había una zanja, en tanto que él ¡podía maniobrar libremente!

—¿Quién?

—Mongeusseau. Intenta alguna vez luchar contra el campeón olímpico. ¿Recuerdas al joven que llevaba una venda sobre un ojo en la mesa del hotel?

Irina no se sorprendió:

—El sigue en el hotel, y como siempre junto a Garresi. ¡Y yo que creía que él era un actor de cine! Ellos son los únicos, con la excepción de nosotros, que continúan hospedados en el hotel después de aquella noche terrible. ¡Qué pánico! El portero hasta se suicidó.

—Qué portero? —prorrumpí.

—Aquel calvo…

—¿Etienne? —pregunté intrigado—. ¿Por qué?

—Nadie lo sabe. Antes de suicidarse no dejó ningún papel que pudiese aclarar la decisión que tomó. Aunque creo que Zernov sospecha algo.

—Su muerte es maravillosa —afirmé—. Un perro necesita una muerte de perro: a tal vida tal muerte.

—¿Tú también sospechas?

—No sospecho; lo sé.

—¿Qué sabes?

—Es una historia muy larga. Te la contaré otra vez.

—¿Por qué ustedes me ocultan sus secretos?

—Porque hay cosas que no debes saber aún. Las sabrás más tarde. No te enfurezcas, lo hacemos por tu bien. Dime ahora, ¿qué le sucedió a Lange? ¿Dónde está?

—Se fue. Posiblemente abandonó Paris. Existe también otra historia relacionada con él —dijo riéndose—. Martin, por razones desconocidas, le pegó de tal manera que lo dejó irreconocible; por lo menos, en los primeros días. Se pensaba que habría un escándalo diplomático, pero no ocurrió nada. Los alemanes occidentales permanecieron quietecitos: Martin es norteamericano y la mano derecha de Thompson. Los Ribbentrops actuales consideran que él es un hueso duro de roer. Hasta el mismo Lange desistió de toda protesta. El afirmó que a los locos no se les condena. Los periodistas, buscando una explicación del hecho, rodearon a Martin, pero éste les brindó whisky y aseveró que Lange quiso quitarle una muchacha rusa. Se refería a mí. Todo esto es ridículo, sin embargo, creo que tras esas risas hay también gato encerrado. Martin partió ya con Thompson. No te asombres, ésta también es una historia larga de contar. Te coleccioné los recortes de los periódicos a fin de que te enteraras de todo. Entre estos recortes hay una nota que te envió Martin, aunque no dice nada sobre la pelea. Sospecho que Zernov conoce las causas de esto también. A propósito, él debe hablar mañana en la reunión plenaria. Los periodistas están esperando su intervención como tiburones tras el barco que los alimenta. Mas, él continúa postergándola; y todo por tu causa, pues desea conversar previamente contigo sobre lo acontecido y ahora mismo. ¿Estás asombrado otra vez? Ya te dije: «ahora mismo».

Zernov, rápido como una película acelerada, entró en la habitación. Le acompañaban Carresi y Mongeusseau. El efecto que produjo no pudo ser mayor. Al ver a Mangeusseau, abrí la boca por el asombro y ni respondí a su saludo.

—Les ha reconocido —afirmó Zernov en inglés, dirigiéndose a sus acompañantes—. Y ustedes no lo creían.

Me enfurecí, y por suerte para mí, me era mucho más fácil enfurecerme en inglés que en otro idioma, excepto el ruso:

—No me volví loco ni perdí la memoria. ¡Cómo podría olvidar la espada que se me clavó en la garganta!

—¿Recuerda usted aquella espada? —inquirió Carresi regocijado (lo que me extrañó mucho).

—¡Que si la recuerdo! Eso será lo último que olvidaré en mi vida.

—¿Y la suya? —preguntó de nuevo Carresi, levantándose levemente por la inquietud—. Esta era un trabajo de Milán. Una serpiente de acero que partía de la guarnición y envolvía la empuñadura. ¿La recuerda?