—¿Son ustedes papistas? —inquirió el jinete.
Zernov se echó a reír: el aspecto de este jinete era verdaderamente cómico para nuestros días.
—Nosotros no tenemos ninguna creencia —replicó él en buen francés—. No somos ni cristianos. Somos ateístas.
—Mi capitán, ¿qué dice ese señor? —quiso saber el jinete más joven. Hablaba en alemán.
—Ni yo le entiendo —le explicó el de mayor edad en alemán—. Sus trajes son extraños, como los que llevan los bufones en la feria.
—Capitán, ¿y si nos hemos equivocado? Puede ser que no sean ellos, ¿no cree?
—¿Y dónde piensas que podríamos encontrar a los otros? Deja que Bonnville se las arregle como pueda—. Y dirigiéndose a nosotros agregó en francés—: Vengan con nosotros.
—Yo no sé —repuso Zernov.
—¿Qué no sabe?
—No sé montar a caballo.
El jinete se echó a reír y tradujo al alemán.
Ahora reían todos: «¡No sabe! ¡Ja, ja, ja! ¡Posiblemente es un doctor!»
—Colóquenlo en el medio. Ambos se colocarán a su lado para que no se caiga. ¿Y tú? —inquirió él dándose la vuelta hacia mí.
—No deseo ir a ninguna parte —repuse.
—¡Yuri, no discuta! —me gritó en ruso Zernov. El ya estaba encima del caballo, agarrado al arzón de la silla—. Acéptelo todo y alargue lo más posible el tiempo.
—¿En qué idioma están hablando? —quiso saber el jinete, agresivo—. ¿En gitano?
—En latín —repuse iracundo—. Dominus vobiscum. ¡Vámonos!
Y salté sobre la silla. Esta no era inglesa, moderna, sino antigua, de forma que yo no conocía y con incrustaciones de cobre a los lados. Esto no me turbó: yo había aprendido a montar a caballo en el equipo deportivo de nuestro instituto, donde nos enseñaban un poco de cada elemento del pentatlón moderno. Una vez, cierto valiente se impuso llevar con rapidez un parte. Venció todos los obstáculos que surgieron ante él: galopó, corrió, cruzó un torrente tempestuoso, disparó y peleó con espadas. Naturalmente, no todos los del grupo resultamos ser tan valientes como él, pero aprendimos algo de todo. Mi talón de Aquiles consistía en la dificultad para vencer obstáculos. «Si aparece ahora una zanja o una cerca no podré saltarla» pensé temeroso. Pero no tuve tiempo para meditar. El jinete de bigotes negros fustigó mi caballo y nos lanzamos hacia adelante, alcanzando a Zernov y a sus dos guardianes laterales. Su rostro estaba más blanco que el papel: ¡No faltaba más! ¡Era la primera vez que montaba a caballo y lo llevaban a galope rabioso! Galopábamos en silencio uno al lado de otro. El jinete de bigotes negros no apartaba de mí la vista. Oía los golpes de los cascos de mi caballo, sentía su respiración pesada, su cuello caliente y la resistencia ligera de los estribos. No, ésta no era una ilusión, no era un engaño de la visión, sino una vida real, una vida ajena en otro espacio y tiempo; vida que nos absorbía, como absorbe el pantano a sus víctimas. La cercanía del mar, la humedad cálida del aire, la serpentina pedregosa del camino, los viñedos en los declives de nuestra ruta, los árboles desconocidos de hojas anchas y largas que fulgían al sol como barnizadas, los asnos que tiraban de las carretas de dos ruedas chirriantes; en las villas, casas de piedra de un solo piso con ventanitas micáceas y de cuyos techos pendían pimientos para el secado, las esculturas rústicas de madonnas junto a las fuentes, los hombres de torso bronceado y vestidos con pantalones desgarrados, que apenas les llegaban a las rodillas, las mujeres con vestidos hechos a mano y los niños completamente desnudos: todo esto evidenciaba que nosotros nos encontrábamos en una región sureña, probablemente de Francia, pero de Francia no actual.
Nuestro galope duró dos horas. Por suerte, sin obstáculos, a excepción de los pedregones en el camino, restos del despeje del mismo a causa del corrimiento de tierras. Una pared blanca de dos metros de altura nos cortó el camino. La pared contorneaba un bosque o parque y se extendía a varios kilómetros, pues el final no se veía. Allí, donde la pared se dirigía hacia el norte perpendicularmente al mar, nos esperaba un hombre vestido con el mismo traje de máscaras de nuestros acompañantes, de un terciopelo que una vez fue verde, con las botas de montar rojas por el uso, como las de nuestros acompañantes, y con un gorro sin plumas, pero adornado con una hebilla de cobre brillante. Llevaba su brazo derecho en un cabestrillo hecho de trapos —quizás de una camisa vieja— y en el ojo derecho, una cinta negra. Su rostro me parecía familiar. Aunque no era eso lo que me inquietaba, sino la espada que pendía del cinturón. No acertaba a comprender de qué siglo había surgido este D’Artagnan, más parecido, sin embargo, a un espantajo que al héroe predilecto de nuestra infancia.
Los jinetes, presurosos, apearon a Zernov del caballo. Este, incapaz de sostenerse sobre sus piernas, cayó de bruces sobre la yerba del camino. Quise ayudarle, pero la mirada severa del tuerto me detuvo.
—¡Levántese! —ordenó a Zernov—. ¿No puede levantarse?
—No puedo —respondió gimiendo Zernov.
—¿Qué hacer con usted? —inquirió pensativo, y se dio la vuelta hacia mí—. Estoy seguro de que le he visto en algún lugar.
Ipso facto, le reconocí: era Mongeusseau, el interlocutor del director de cine italiano en el restaurante del hotel. Mongeusseau, el floretista y espadachín, el campeón Olímpico y la primera espada de Francia.
—¿Dónde los encontró? —le preguntó al de bigotes negros.
—En el camino. ¿No son ellos?
—¿Acaso no lo ve? ¿Qué hacer con éstos? —repitió pensativo—. Con éstos no seré ya Bonnville.
Una nubécula roja surgió sobre el camino. De ella apareció primero una cabeza y tras ella, un individuo vestido con un pijama negro de seda. Reconocí al director Carresi.
—Usted es Bonnville y no Mongeusseau —afirmó él. Sus labios y sus mejillas hundidas temblaban con desesperación cuando habló—. Usted es una persona de otro siglo, ¿comprende?
—Tengo mi propia memoria —prorrumpió el tuerto.
—Entonces, apáguela, desconéctela. Olvídese de todo lo que no tenga relación con la película.
—¿Y acaso ellos tienen relación con la película? —preguntó el tuerto, en tanto que hacía un gesto en dirección a nosotros—. ¿Lo previo usted?
—No, naturalmente. Esta es la acción de una voluntad ajena. Soy impotente para retirarlos. Pero usted, Bonnville, sí puede…
—¿Cómo?
—Como un héroe de Balzac que creara libremente la trama. Mi pensamiento sólo le dirige. Usted es el dueño de la trama. Bonnville tiene un enemigo a muerte: Savari. Esto lo determina todo. Pero recuerde bien: ¡sin la mano derecha!
—Como zurdo no me permitirán ni tomar parte en los concursos.
—Como zurdo, a Mongeusseau, en nuestra época, no le dejarían participar en los concursos. Pero usted es el zurdo Bonnville que vive en otro tiempo y combatirá con la mano izquierda.
—Combatiré como un escolar.
—No, combatirá como un tigre.
La niebla se espesó nuevamente, se tragó al director y se disipó. Bonnville se dio la vuelta hacia los jinetes.
—Tírenlo a través de la pared —les dijo, señalando con un gesto a Zernov, que yacía sobre la yerba—. Dejen que Savari mismo lo cure.
—¡Esperad! —grité.
Pero la aguda espada de Bonnville me tocó el pecho.
—Preocúpese de su propio pellejo —pronunció él en tono aleccionador.
Zernov, sin dar un solo grito, voló por encima de la pared.
—Asesino —proferí.
—No le ocurrirá nada —afirmó sonriendo Bonnville—: de aquel lado la yerba llega a la cintura. Pronto se levantará. Nosotros, en cambio, no perderemos el tiempo en vano. Defiéndase—, y levantó su espada.
—¿Contra usted? Tiene gracia.
—¿Por qué?
—Porque usted es Mongeusseau, el campeón de Francia.
—Se equivoca. Soy Bonnville.
—No trate de engañarme. Oí la conversación que tuvo con el director.
—¿Con quién? —inquirió sin comprender.
Le miré a los ojos: no fingía, realmente no entendía nada.
—Eso se lo ha figurado usted.
Era inútil discutir, pues ante mí se encontraba un fantasma privado de memoria propia. Por él pensaba el director.
—¡Defiéndase! —repitió severo. Le di la espalda:
—¿Cuál es la razón? ¡Ni pienso en ello!
La punta de su espada se clavó en mi espalda, pero no profunda, sino levemente, penetrando en la cazadora, aunque sentí su punzonada. Lo más importante era que yo no dudaba ni un solo instante de que la espada me habría atravesado en el caso de que él hubiera clavado con más fuerza. Ignoro la actitud que hubiese tenido en mi lugar otra persona, pero a mí, personalmente, no me atraía el suicidio. Porque combatir contra Mongeusseau significaba también una muerte segura. Pero no era Mongeusseau el que empuñaba la espada, sino el zurdo Bonnville. ¿Qué tiempo le podría resistir? ¿Un minuto, dos?
—¿Se va a defender? —volvió a preguntar él.
—No tengo espada.
—¡Capitán, entréguele su espada! —ordenó.
El de bigotes negros, algo retirado de nosotros, me tiró su espada, la que atrapé por su empuñadura.
—¡Qué bien! —me elogió Bonnville.
La espada era ligera y aguda como una aguja y carecía del familiar guardapuntas, que ordinariamente cubre el filo de las armas de deporte. Pero tenía, en cambio, una guarnición esférica, pulida, que protegía mi mano. Su empuñadura era también cómoda. Agité su hoja en el aire y oí el silbido que producía, el cual me trajo a la memoria aquellos días en que practicaba esgrima con mi equipo.
—L’attack de droit —dijo Bonnville.
Traduje mentalmente: «ataque por la derecha». Bonnville me advertía irónicamente su plan de ataque. Y en ese mismo instante, atacó.
Lo rechacé.
—Parré —dijo. En el idioma de los esgrimistas significaba que me felicitaba por la brillante defensa.
Retrocedí un poco protegiéndome con mi espada que era más larga que la de Bonnville, lo que me daba ventajas en la defensa. Traté de recordar los consejos de mi instructor de esgrima: «No te dejes engañar; si él retrocede, tu florete cortará el aire. No ataques antes de tiempo». Le hice creer que pasaba a la defensa. Saltó como un gato y lanzó esta vez la estocada por la izquierda:
Lo rechacé de nuevo.
—Perfecto —subrayó Bonnville—. Usted posee intuición. Su suerte radica en que yo ataco con la mano izquierda; de hacerlo con la derecha, estaría en estos momentos transformado en cadáver.
Su hoja, semejante a una antena fina, se acercaba de nuevo, oscilando, como si buscara algo. Sí, buscaba la ventanita abierta que pudiera aparecer en mi defensa. Nuestras hojas parecían llevar una conversación silenciosa. La mía parecía decir: «No lo lograrás; yo soy más larga. Si te inclinas, te alcanzaré». La de él parecía decir: «No te escaparás. ¿Observas cómo se acorta la distancia? Ahora atraparé tu brazo». La mía: «No tendrás tiempo para ello. Ya pendo sobre ti: soy más larga». Pero Bonnville superó el tamaño de mi espada y, rechazándola, dio una relampagueante estocada que atravesó mi chaqueta y rozó el cuerpo. Bonnville frunció el entrecejo.
—Despojémonos de los jubones —propuso y dio un paso atrás.
Sin moverme de mi sitio, tiré la chaqueta al suelo y quedé en camisa. Me sentí más libre, pero también más indefenso.
En nuestras competiciones deportivas, usábamos habitualmente una cazadora especial, forrada con un hilo fino de metal. El contacto de la punta del florete con el metal, se registraba por un aparato eléctrico especial.
Ahora, la punta era real. Podía penetrar en la carne viva, perforar las arterias, herir gravemente y hasta matar. En verdad, si hacemos caso omiso de la maestría del esgrimista, nuestra situación era análoga, porque las espadas podían herir igualmente y nuestras camisas se abrían por igual al encuentro de la hoja mortal. Pero, ¡qué diferente era mi simple camisa rayada de su camisa de seda blanca, copia de aquella con la cual se interpreta el papel de Hamlet!
Las espadas se cruzaron de nuevo. A la sazón recordé otro consejo de mi instructor: «No ataques antes de tiempo. Espera que el contrario pierda, por un instante, el sentido de la distancia. Espera que abra su defensa». Pero Bonnville no se abría. Su espada oscilaba ante mí como una avispa presta a picar. Pero yo retrocedía y la rechazaba. Por suerte para mí, él utilizaba la mano izquierda: yo podía anticiparme a sus movimientos.
Bonnville, como adivinando mi pensamiento, dijo:
—Con la mano izquierda sólo coso las botas. ¿Desea ver mi derecha?
Se despojó del cabestrillo y empuñó rápido la espada. Esta fulguró, rechazó la mía y se me clavó en el pecho.