A mi recuerdo llegaron las palabras de Lange: «Traicionó a la mujer que adoraba, a la mujer que amaba sin ser correspondido». ¡Cómo quería traicionar! De ser así, todo esto sucedía antes de nuestro encuentro con la Gestapo, lo que significaba que en esta vida el sistema de referencia del tiempo era completamente diferente a la vida real. El tiempo de esta vida estaba mezclado como las cartas de la baraja.
—¿Desean comer algo? —preguntó igualmente que un humano.
—Quisiera beber algo —dijo Martin. Ella asintió, entornando levemente los como Irina, y sonrió. Hasta sus sonrisas idénticas.
—Espérenme aquí. Nadie vendrá, pero si osan entrar… Ustedes naturalmente no tienen armas. —Ella corrió una tabla de debajo de la mesa y sacó una granada de mano y una pequeña pistola browning—. No se rían, no es un juguete, es un arma real, efectiva; particularmente a corta distancia.
Y se retiró. Yo tomé la pistola browning y Martin, la granada.
—Ella es la madre de Irina —le dije a Martin.
—Cuanto más tiempo pasa, tanto más difícil se pone la situación. ¿De dónde salió ella?
—Juzgando por su afirmación, Etienne la ideó. Ella tomó parte en la Resistencia junto con él.
—Otro brujo —profirió Martin y escupió disgustado—. Yo les haría volar a todos. —Y se tocó el bolsillo.
—No te sulfures. Ellos son personas reales y no muñecos. Esto no es como Sand City.
—¡Personas! —repitió sarcástico Martin—. Estas saben que repiten la vida de alguien y hasta conocen el futuro… de las personas que duplican. ¿Viste la película «Drácula»? Es una película sobre los vampiros, que de día están muertos y de noche reviven. He ahí a tus personas. Temo que después de esta noche me tengan que poner la camisa de fuerza; si es que antes no me rompen la crisma. Sería interesante saber qué informarían los periódicos: «Fueron asesinados por individuos que vivían en el pasado del señor Lange. Fantasmas con armas». O algo por el estilo. ¿Qué opinas…?
—No hables tan alto —le interrumpí—; nos pueden oír. Hasta ahora el asunto no está tan malo: ya tenemos armas. Viviremos y veremos, como decimos en ruso.
Irina retornó. Seguía llamándola mentalmente Irina, por cuanto desconocía su nombre.
—No puedo traerles bebidas a este lugar —afirmó—, porque podría provocar sospechas. Mejor es que vayamos al bar. Todos están borrachos y dos huéspedes más no llamarán la atención. El camarero está ya prevenido. Pero dígale al norteamericano que no hable ni una sola palabra en inglés y que responda a todas las preguntas con las siguientes palabras en francés: «Me duele la garganta y no puedo hablar». ¿Cómo se llama usted?
—Martin.
—Bien, Martin, repita: «Me duele la garganta y no puedo hablar».
Martin repetía las palabras, en tanto que ella le corregía.
—Bien, así está mejor. Durante cuarenta minutos no les amenazará ningún peligro, pero luego vendrá Lange con su zapador y soldados. El bar tiene una escalera interior que lo une con una habitación superior donde juega ahora al bridge el general Baer. Debajo de su mesa hay una bomba de tiempo, y dentro de cuarenta minutos este edificio volará en pedazos.
—¡Mama mía! —exclamé—. Entonces debemos apresurarnos.
—No volará en pedazos —afirmó ella riéndose tristemente—. Etienne le informó de todo a Lange, yo seré atrapada arriba en la habitación de Baer, el zapador desarmará la bomba y Lange será ascendido a Sturmbahnführer. Después que él llegue, ustedes deben esperar aquí dos minutos y luego alejarse con calma.
Abrí la boca y la cerré de nuevo. Esta era la conversación digna de un manicomio. Pero ella continuó:
—No se sorprendan. Etienne no estaba aquí en aquellos momentos, pero Lange lo recuerda todo. El me buscó por todos los rincones e interrogó a todos los presentes. Tiene una memoria magnífica. Todo ocurrió tal como lo verán ahora.
La seguimos, esforzándonos por no mirarnos y no razonar nada. En todo esto no había nada racional.
Capítulo 21 – Cambiamos el pasado
En la primera habitación jugaban a las cartas. Se sentía el olor penetrante de las cenizas y el tabaco, y tanto era el humo disperso que no se distinguía nada. A ratos el humo se hacía más denso, luego se aclaraba, pero aun en aquellos momentos más traslúcidos todo vislumbrábase extrañamente deformado. Las cosas perdían la forma, diluíanse, contraíanse como si la configuración de este mundo no se sometiera a las leyes geométricas de Euclides. Aparecía una mano larga como un esquí sosteniendo entre los dedos la carta, en tanto que voces roncas gritaban: «Cinco y cinco más… paso… abro…». De repente esa imagen era cortada, bien por una bandeja en la que se balanceaba una botella de coñac y cuya etiqueta —que se extendía como las imágenes de la televisión— mostraba un rostro con bigotes, o bien tomaba posteriormente el aspecto de un cartel abigarrado con las letras: «VERBOTEN! VERBOTEN! VERBOTEN!». En el cartel empezaron a surgir cabezas grises sin rostros, mientras que una voz repetía en medio del humo: «Treinta minutos… treinta minutos…» Las cartas susurraban como hojas al viento. La luz se hizo más densa y el humo hería los ojos.
—¡Irina! —llamé. Ella se dio la vuelta.
—Yo no soy Irina.
—Da igual. ¿Qué es esto? ¿La habitación de la risa?
—No le comprendo.
—¿No recuerdas la habitación de la risa en el parque de cultura de Moscú? ¿Los espejos que distorsionaban las imágenes?
—No —respondió sonriéndose—. Lo que ocurre es que ninguna persona puede recordar las situaciones con toda la exactitud y con todos sus detalles. Etienne trata de recordarlos. Lange, por otra parte, sólo tiene visiones discontinuas y no piensa en los detalles.
Yo seguía sin comprenderla. Más bien, discernía de su pensamiento pequeñas ideas, aunque no completas.
—Esto parece un sueño —afirmó Martin confuso.
—Están trabajando las células de la memoria de dos personas. —Yo trataba de encontrarle alguna explicación—: Las representaciones de esas dos personas se materializan, entran en conflicto y se suprimen una a otra.
—Eso es un buen embrollo —manifestó él.
Entramos en el bar. Este se encontraba separado de la sala por una cortina de bambú colgada del techo. Los oficiales alemanes, de pie ante la barra, bebían sombríamente. No había sillas. Unas parejas se besaban en el largo diván junto a la pared. Pensé que Lange debió de recordar muy bien esta escena. Ninguno de sus personajes nos miró. Irina le susurró unas palabras al camarero y desapareció tras el alféizar en donde se notaba una escalera que ascendía al otro piso. El camarero, en silencio, colocó ante nosotros dos copas de coñac y se alejó. Martin probó el coñac.
—Es real —dijo y se lamió los labios.
—Shh… —le susurré—, no eres norteamericano, sino, francés.
—»Me duele la garganta y no puedo hablar» —repitió él y me guiñó un ojo.
Pero nadie nos escuchaba. Miré mi reloj: Lange debía aparecer dentro de quince minutos.
De pronto, en mi mente surgió una idea: si Lange no llegara a la habitación superior y el zapador no lograra desarmar la bomba, entonces el general Baer y su camarilla volarían en pedazos a la hora destinada. ¡Qué interesante! Lange vendrá con un soldado y un zapador. Es probable que el zapador llegue desarmado y que el soldado se coloque en el alféizar de la puerta que conduce a la escalera. ¡Hay posibilidades!
Le susurré a Martin mi plan. Este asintió. No existía ningún peligro de que los oficiales del bar intervinieran en la lucha, porque éstos apenas se podían mantener en pie. Algunos roncaban ya en el diván. Las parejas de enamorados habían desaparecido. En una palabra, la situación era óptima.
Transcurrieron diez minutos más. Un minuto, dos minutos, tres… Quedaban sólo segundos. En ese momento apareció Lange, pero éste no era aquel Lange que conocíamos, sino el Lange de un tiempo anterior, sin ser ascendido aún a sturmbahnführer. Deduje que si él recordaba este episodio, significaba que nosotros no habíamos participado en él, por lo que estábamos fuera de peligro. Sus actos estaban programados por la memoria: desarmar la bomba y prevenir la catástrofe. Él llegó acompañado de un soldado de edad avanzada que usaba lentes y por un joven miembro de la Gestapo armado con un automático. Entró rápido, sin detenerse, miró mordazmente a los oficiales soñolientos que miraban meditabundos el coñac y empezó a subir apresurado por la escalera junto con el zapador. El soldado, tal como nos lo habíamos imaginado, se situó en la puerta que conducía a la escalera. En ese segundo Martin dio unos pasos hacia él y, sin agitar el brazo, le pegó un golpe en el entrecejo y lo derribó, quitándole el automático antes de que éste tuviese tiempo de caer al suelo. Yo, sosteniendo la pistola browning en el puño, corrí por la escalera hacia arriba en pos de Lange, que se dio la vuelta.
—¡Al suelo, Yuri! —gritó Martin a mi espalda.
Me tiré al suelo y sentí las balas cruzar sobre mí y cortar los cuerpos de Lange y del zapador. Todo ocurrió en fracciones de segundo. Desde el bar no apareció nadie.
«Irina», en cambio, se presentó en lo alto de la escalera, miró hacia abajo y, después de unos segundos, empezó a descender la escalera cruzando por entre los cadáveres de los alemanes.
—¿No oyó nadie los disparos? —la interrogué, señalando hacia arriba.
—Nadie, excepto yo. Ellos están tan ensimismados en el juego, que no oyen ni las explosiones. —Ella tembló de repente y se llevó las manos a la cara—: ¡Dios mío! ¡No desarmaron la bomba!
—Tanto mejor —afirmé—. Deja que vuelen todos al infierno. Huyamos.
Ella seguía sin comprender:
—Pero, es que no fue eso lo que ocurrió en realidad.
—Así será ahora. —La agarré por el brazo e inquirí—: ¿Hay otra salida?
—Sí.
—Entonces, señálanos el camino.
Moviéndose como una sonámbula, nos condujo a una calle oscura. Martin, empleando el mismo método, puso fuera de combate al soldado de la puerta.
—Este es el cuarto —dijo—, y ni siquiera utilizamos la granada.
—Este es el quinto —le corregí—. La cuenta tuya empezó en la Antártida.
—Ahora las «nubes» tendrán que comenzar a crear un paraíso para las copias.
Cambiábamos palabras corriendo. Huíamos en la oscuridad por el medio de la calle con rumbo desconocido. Se oyó una explosión a nuestras espaldas y un haz de chispas se dispersó por el cielo. Por un instante los enormes ojos de «Irina» brillaron frente a mí. Sólo ahora me di cuenta de que esta «Irina» no usaba espejuelos.
Una sirena aulló a distancia. Cerca de nosotros se oyó el motor de un camión. Luego otro. Las llamas del incendio iluminaban levemente la calle.
—¿Cómo es posible? —interrogó ella—. Entonces, ¿yo estoy viva? ¿Es ésta otra vida y no aquélla?
—Sí, ahora esta vida se desarrolla independientemente y de acuerdo con las leyes del tiempo, porque nosotros la hemos cambiado —le respondí y, con goce maligno, le propuse—: Ya puedes saldar cuentas con Etienne.
La sirena aullaba con más fuerza. Los camiones oíanse ya cerca de nosotros. Miré a mi alrededor: Martin no estaba.
—¡Don! —llamé—. ¡Martin!
Nadie respondió. Entramos en el patio de una iglesia por una portezuela que estaba abierta. Tras la portezuela, la oscuridad se escondía temerosa, no herida aún por las luces del incendio.
—¡Ven! —susurró «Irina», mientras me agarraba por la mano. La seguí y, de pronto, la oscuridad comenzó a disiparse, descendiendo lentamente por una escalera que apareció frente a nosotros. Alguien estaba sentado en su escalón superior.
Capítulo 22 – La isla de la salvación
Al observar con más atención a ese alguien reconocí a Zernov.
—Boris Arkádievich, ¿es usted? El se dio la vuelta:
—¿Anojin? ¿De dónde viene usted?
Me llegó a la memoria la canción de Martin:
—»El Yanqui Doodle, en el infierno… exclamó: ¡Qué frío!». Pero, ¿dónde está Martin?
—Lo ignoro —respondió Zernov—. Estoy solo.
—¿Y dónde estamos ahora?
Él se sonrió:
—¿No reconoces el interior? Nos encontramos en el hotel «Au Monde», en el segundo piso. Vine a parar a este lugar cuando el furgón carcelero nos lanzó al aire. A propósito ¿qué sucedió allí?
—Parece que alguien tiró una bomba por debajo de las ruedas.
—Tenemos mucha suerte —afirmó Zernov—. No en vano dudaba de que la horca de la Gestapo fuese resistente. Aunque, hablando con sinceridad, no debemos jugar de nuevo con el destino. Por eso estoy sentado aquí desde aquel momento y temo moverme del sitio; es como la isla de la salvación. A nuestro alrededor impera un ambiente familiar, y no hay fantasmas. Así que siéntese y cuénteme sus aventuras—. Se echó a un lado cediéndome sitio.