Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Mentiría si afirmara que comprendía todo lo que sucedía, pero una conjetura vaga surgió en mi conciencia, aunque no tenía tiempo para sopesarla con calma: entendía que los acontecimientos y las gentes que nos rodeaban no eran ilusorios y que el peligro encerrado en sus palabras y acciones era un peligro real.

—¿De qué hablan ellos? —se interesó Martin. Le aclaré.

—Esta es una locura total. ¿A quién nos quieren entregar?

—Supongo que a la Gestapo.

—Te has vuelto loco también.

—No, no me he vuelto loco —objeté lo más tranquilo posible—. Debes comprender que nos encontramos en otro tiempo, en otra ciudad y en otra vida. Ignoro, no sólo el cómo y el porqué de esta copia, sino también cómo saldremos de aquí.

Mientras hablábamos, Etienne y la anciana callaban, como si los hubieran «desconectado».

—¡Brujerías! —explotó Martin—. Ahora mismo saldremos de aquí. Ya tengo experiencias en asuntos como éste.

Martin le dio la vuelta a Etienne, lo agarró por la solapa y lo sacudió:

—¡Escucha, hijo de la gran…! ¿Dónde está la salida? ¡No dejaré que te burles de los seres vivos! ¿Entiendes?

—¿Dónde está la salida? —repitió el papagayo—. ¿Dónde están los pilotos?

Sentí escalofríos. Martin, furioso, tiró a Etienne a un lado como a un muñeco, haciéndole volar y caer junto a la pared. Allí, vislumbróse una abertura cubierta por una niebla roja.

Martin se lanzó a través de ella y yo le seguí. La situación cambiaba como en una película: de obscuridades a obscuridades. Y aparecimos en el hall del hotel que Martin y yo habíamos abandonado minutos atrás. Etienne, que había recibido un trato tan inhumano por parte de Martin, se encontraba ahora escribiendo algo en su oficina y no nos notaba, o tal vez lo fingía.

—¡Qué milagros! —suspiró Martin.

—¡Cuántos habrá todavía! —agregué.

—Este no es nuestro hotel.

—Eso fue lo que te dije cuando salimos a la calle.

—Salgamos de nuevo.

—Vamos.

Martin caminó rápido hacia la puerta de salida y, de repente, se detuvo: estaba bloqueada por soldados armados con automáticos como en las películas sobre la segunda guerra mundial.

—Necesitamos salir a la calle. A la calle —repitió Martin, señalando la oscuridad.

—Verboten! —gruñó el alemán—. Zurück! —y empujó a Martin con su arma.

Martin, limpiándose el sudor de la frente, retrocedió, furioso aún.

—Sentémonos y conversemos —le propuse—. Por suerte no han empezado a disparar todavía contra nosotros. Martin, no tiene sentido correr.

Nos sentamos a la mesa redonda, cubierta por un mantel de felpa polvoriento. Este era un hotel vetusto, mucho más viejo que nuestro «Au Monde» Parisiense. No poseía nada de qué vanagloriarse: ni prosapia, ni tradición; sólo polvo, trastos viejos y, probablemente, un terror que se agazapaba en cada objeto.

—En realidad, ¿qué es lo que ocurre? —preguntó cansado Martin.

—Ya te lo dije. Estamos en otra vida y en otro tiempo.

—No lo creo…

—¿No crees que esta vida es real? ¿No crees que sus armas son verdaderas? En un abrir y cerrar de ojos pueden acribillarte a balazos.

—Otra vida —repitió con odio Martin—. Todas sus copias son sacadas de la realidad, pero, ¿y ésta?

—No lo sé.

De la oscuridad que rodeaba el hall, emergió Zernov. En el primer momento pensé que él era un doble, pero la intuición me convenció de su existencia real. Estaba tranquilo, como si no hubiese ocurrido nada, y no mostró sorpresa o inquietud al vernos. Sin embargo, en su interior bullía un volcán de intranquilidad —no podía ser de otro modo— que no mostraba, porque sabía dominarse. El era así.

Aproximándose a nosotros y mirando hacia los lados, Zernov dijo:

—Martin, a mi parecer usted está de nuevo en la ciudad embrujada y nosotros le acompañamos.

—¿Sabe usted qué ciudad es ésta? —le pregunté.

—Quizás Paris, pero no Moscú.

—Ni una ni la otra. Esta es St. Dizier, ciudad que se encuentra al sureste de Paris, si mal no recuerdo. Es una ciudad de provincia que se encuentra ahora en el territorio ocupado.

—¿Ocupado por quién? Aquí no hay guerra.

—¿Está seguro de ello?

—Anojin, ¿no está usted delirando?

No, Zernov era magnífico con su imperturbabilidad.

—Ya deliré una vez en la Antártida —repuse mordaz—. Allá deliramos juntos. ¿Sabe usted en qué año estamos? No en nuestro «Au Monde», sino aquí, en esta novela de misterio. ¿Lo sabe? —inquirí, y para que no sufriera continué—: ¿En qué año los soldados alemanes gritaban «Verboten!» y buscaban paracaidistas ingleses en Francia?

Zernov seguía aún sin comprender mis palabras y esforzándose por encontrar una idea que surgía en su mente.

—Cuando me dirigía a este lugar noté la niebla roja y la transformación que sufrió el ambiente, pero no pude suponerme nada igual a lo que acaba de decirme. —Observó a los soldados rígidos entre la luz y la sombra.

—Sí, están vivos —le dije sonriente—. Y sus armas son reales. Si se aproxima a ellos le gritarán amenazando con el automático: «Zurück!…» Martin ya lo probó.

En los ojos de Zernov se dibujó esa curiosidad tan frecuente en los científicos:

—¿Y qué creen ustedes que está siendo copiado ahora?

—El pasado de alguien. Pero no por eso es menos grave para nosotros. Zernov, ¿de dónde ha llegado usted?

—De mi habitación. Me intrigaba el matiz rojo de la luz y, al abrir la puerta, me encontré de pronto en este lugar.

—Prepárese para lo peor —le aconsejé cuando vi a Lange.

De la sombra surgió el abogado de Dusseldorf del que me había hablado el belga. Era el mismo Hermann Lange de mostachos en flecha y el pelado corto. Era él, aunque un poco más alto, más elegante y un cuarto de siglo más joven. Llevaba puesto un uniforme militar negro que apretaba su talle juvenil, con la svástika en la manga, un quepis alemán y unas botas lustrosas hasta lo inconcebible. En conclusión, él era un policía de la élite de Himmler.

—Etienne —dijo él en voz baja—, tú me decías que eran dos. Yo veo tres.

Etienne, con el rostro blanco como empolvado a guisa de payaso, saltó de su asiento y se puso rígido.

—El tercero es de otro tiempo, Herr Ober… Herr Haupt… perdone… Herr Sturmbahnführer.

Lange arrugó el entrecejo:

—Puedes llamarme señor Lange. Te lo permito. Respecto a este tercero, puedo decirte que sé tanto como tú de dónde es él. La memoria del futuro me lo dice. Mas, ahora está aquí y esto me conviene. Te felicito, Etienne. ¿Y estos dos?

—Son pilotos ingleses, señor Lange.

—Miente —repliqué sin levantarme—. Yo soy ruso y mi camarada es norteamericano.

—¿Cuál es su profesión? —le preguntó Lange a Martin en inglés.

—Soy piloto —respondió Martin poniéndose firme por hábito.

—Pero no es inglés —aclaré yo.

Lange, con una risita burlona, dijo:

—¿Cuál es la diferencia, Inglaterra o Norteamérica? Nosotros estamos luchando contra ambos países.

Por un momento, olvidando el peligro que nos amenazaba, traté de poner en su lugar a este espectro del pasado. No pensaba si él podría comprenderme y simplemente le dije:

—La guerra terminó hace tiempo, señor Lange. Nosotros somos de otro tiempo y usted también. Treinta minutos atrás usted y nosotros cenamos en el hotel Parisiense «Au Monde». Usted llevaba un traje corriente de civil, señor abogado turista, y no este uniforme brillante de teatro.

Lange no se ofendió, por el contrario, hasta se sonrió. Su sonrisa seguía dibujándose en sus labios en los momentos en que desaparecía envuelto por una neblina roja:

—Así es como nuestro querido Etienne me recuerda. El me idealiza y se idealiza. En realidad, todo ocurrió de un modo completamente diferente.

La neblina rojo-obscura lo cubrió por completo, y, de pronto, se disipó. Todo ocurrió en medio minuto. Empero, de la niebla emergió otro Lange, muy diferente al primero, no tan alto, más ordinario y rechoncho, con las botas sucias y llevando sobre los hombros una larga capa negra. Era un soldadote exhausto, con los ojos inflamados por las noches sin dormir. Sostenía sus guantes en la mano como si se los fuese a poner, pero no se los puso y agitándolos se acercó a la oficina de Etienne:

—Etienne, ¿dónde están? ¿Sigues sin saberlo?

—Señor Lange, ya no me creen.

—No trates de engañarme. Tú eres una figura demasiado prominente dentro de la Resistencia local para que no se fíen de tí. Quizás no te creerán en el futuro, mas no ahora. La razón es simple: tú temes a tus amigos de la clandestinidad.

Agitó los guantes y golpeó una y otra vez el rostro del portero. Etienne balanceaba la cabeza de un lado a otro y se encogía. La espalda de su suéter se arrugó como las plumas de un gorrión bajo la lluvia.

—Me temerás más que a tus amigos de la clandestinidad —siguió diciendo Lange sin levantar la voz y poniéndose los guantes—. ¿Será así, Etienne? ¿Verdad?

—Sí, señor Lange.

El gestapista se dio la vuelta y otra vez lo vimos transfigurado por el terror de Etienne, en un ser omnipotente. Ya no era una persona, sino un Nibelungo:

—Etienne no había cumplido su palabra, pues, efectivamente, no confiaban en él —afirmó—. Sin embargo, ¡cómo se esforzaba, cómo quería traicionar! ¡Y traicionó a la mujer que adoraba, a la mujer que amaba sin ser correspondido! ¡Cómo lo lamentó! Pero, no lamentó la traición que le hizo a ella, sino su propia incapacidad para traicionar a aquellos dos hombres que se escaparon. Bien, Etienne, enmendemos el pasado. Tenemos una buena oportunidad ahora. Yo fusilaré al ruso y al norteamericano en lugar de los pilotos escapados. Al otro ruso, simplemente, lo ahorcaré. ¡Llévenselos rápido a la Gestapo! ¡Patrulla! —gritó.

Tuve la impresión de que el hall polvoriento y oscuro estaba repleto de soldados. Me rodearon, ataron mis manos y me arrojaron de un puntapié a la oscuridad. Caí, haciéndome daño en una pierna y durante largo rato permanecí en el suelo sin poder levantarme. Mis ojos no veían nada, pero lentamente se iban habituando a la semioscuridad roja que los rayos de la lámpara apenas podían disipar. Los tres yacíamos en el suelo de una cámara estrecha desprovista de ventanas, o quizás, en una celda de castigo. La celda empezó a moverse, tirándonos de un lado a otro en las curvas, por lo que deduje que nos conducían en el furgón carcelario.

Martin fue el primero en sentarse. Yo flexionaba y extendía mi pierna magullada: por suerte no se había fracturado ni dislocado. Zernov yacía boca abajo con la cabeza descansando sobre sus manos.

—Boris Arkádievich, ¿no se ha golpeado?

—Hasta este momento no me ha sucedido nada —respondió lacónico.

—¿Cómo podría usted explicarnos todo este espectáculo?

—Esto es más bien una película —afirmó sonriente, y calló de nuevo como si no quisiera seguir hablando.

Pero yo no podía guardar silencio:

—Se está copiando el pasado de alguien —seguí diciendo—. Estamos en este pasado por pura coincidencia. Ahora bien, ¿por qué en este pasado nos tenían preparado este furgón?

—El pudo haber estado estacionado cerca de la puerta. Es muy probable que en el hayan venido los soldados —observó Zernov.

—¿Y dónde están ahora?

—Los de la escolta estarán ahora, probablemente, en la cabina del conductor. El resto se encuentra en el hotel esperando las órdenes de Lange.

Tal vez los necesitaba también en aquel entonces, puesto que sólo muy poco corrige el pasado.

—¿Piensa usted que éste es su pasado?

—¿Y qué piensa usted?

—A juzgar por nuestras vicisitudes, éste es también el pasado de Etienne. Etienne y Lange se están corrigiendo mutuamente. Aunque no acierto a comprender, ¿para qué los directores de esta película necesitan todo esto?

—Amigos, ustedes se han olvidado de mí —interrumpió Martin—. No entiendo nada de ruso.

—Perdónenos, Martin —se excusó Zernov pasando al inglés—. Realmente le hemos olvidado. Eso no debimos hacerlo, no sólo por los sentimientos de camaradería, sino por algo más poderoso que nos une con enorme fuerza. ¿Saben ustedes en lo que siempre pienso? —continuó él, levantándose un poco y apoyándose en los codos sobre el piso sucio del furgón—. Pienso, ¿es accidental o no lo es todo lo que nos ocurre? A mi mente llega la carta que usted, Martin, le remitió a Anojin, y, particularmente, la expresión suya: «marcados». Con lo que dejaba entrever que hemos sido marcados por los visitantes del cosmos. Y tal vez por eso nos permiten adentrarnos sin obstáculos hasta las entrañas mismas de su creación. Ahora bien, ¿es todo eso accidental o no lo es? ¿Por qué no fue copiado un aeroplano cualquiera de la ruta Melbourne-Jakarta-Bombay, en vez de nuestro avión «IL» que llevaba a bordo a todos los «marcados»? ¿Es todo eso accidental o no lo es? Supongamos que las «nubes», yendo hacia el norte, se hayan interesado por la vida provincial de Norteamérica. Admitámoslo como posible. Mas, ¿por qué eligieron justamente la ciudad relacionada con la vida de Martin, y en el preciso momento en que éste tenía que visitarla? ¿Es eso coincidencia o no lo es? ¿Y por qué de los cientos de hoteles baratos de Paris eligieron para sus experimentos de turno el nuestro «Au Monde»? ¿Por qué? ¿No habitan acaso en los hoteles de Paris y las casas Parisienses individuos con pasados interesantes? Entonces, ¿por qué se copia el pasado de individuos que viven junto con nosotros bajo un mismo techo? ¿Por qué? Repito de nuevo la misma pregunta: ¿Es coincidencia o no lo es? ¿Acaso está todo esto calculado de antemano con un objetivo determinado que hasta ahora desconocemos?