—Es que lee demasiado —se quejó la madre.
—¿Y qué lees, niña? —quiso saber el cura.
—Cuentos —respondió la niña.
—¿Cuál de ellos es tu preferido?
—El flautista de Hamelin.
El cura, indignado, replicó:
—No acierto a comprender por qué dejan que los niños lean esas historias. ¿Y si la niña tiene una gran imaginación y ve toda esa diablura en sueños?
—¡Oh! Eso no tiene importancia —expresó la dama con indiferencia—. La leerá y la olvidará.
Irina distrajo mi atención:
—Cambiemos de asiento —me sugirió—. Deja que ese tipo me mire por la espalda.
Me di la vuelta y vi a mi espalda al hombre de bigotes en forma de flecha y a quien el portero no quiso reconocer como a su conocido: quizás no era una amistad muy agradable. El bigotudo observaba a Irina con persistencia.
—Tienes mucha suerte —le dije a Irina—. ¿Es otro viejo amigo?
—Lo conozco tanto como a ese portero con aspecto de lord. Nunca le he visto antes.
En ese momento se sentó junto a nosotros un periodista de Bruselas. Yo le había visto en la conferencia de prensa. Había llegado una semana antes y prácticamente conocía a todos los presentes.
—¿Quién es ese tipo? —le pregunté señalando al bigotudo.
—Lange —respondió el belga arrugando el entrecejo—. Hermann Lange. De la Alemania Occidental. Si no me equivoco tiene un bufete de abogado en Dusseldorf. Es un individuo poco agradable. A su lado, no en la mesa grande, sino en la adjunta, usted puede ver a un hombre con el rostro y las manos contraídas. Ese es un personaje célebre en Europa. Es Carresi, el productor de cine italiano, muy de moda en la actualidad, y esposo de Violetta Cecci, que no se encuentra aquí porque está terminando de filmar una película en Palermo. Comentan que él está preparando para ella una película sensacional de guión propio, y cuyo contenido es una variación de temas históricos: capas y espadas. A propósito, el individuo que está sentado al frente de él con una venda negra sobre el ojo es también tan célebre como Carresi. El es Gastón Mongeusseau, el primer floretista de Francia…
Continuó nombrándonos las celebridades presentes en la sala y dándonos detalles de sus vidas, detalles que olvidamos en el acto. Lo único que le obligó a callar fue la cena. Ignoro por qué todos hicimos mutis. Un silencio extraño se apoderó de la sala, dejando oír solamente el resonar de los cuchillos y de los platos. Miré a Irina: ésta comía también en silencio, perezosamente, de mala gana y con los ojos entornados.
—¿Qué te sucede? —le pregunté.
—Quiero dormir —respondió, ahogando un bostezo—. Me duele la cabeza. No, no esperaré a los dulces.
Se levantó y abandonó la sala. En pos de ella siguieron otros. Zernov, después de guardar unos minutos de silencio, dijo que también se marchaba, pues tenía que leer algunos materiales sobre su discurso. El belga se fue también. Tras unos minutos, el restaurante quedó prácticamente vacío, exceptuando a los camareros que caminaban dando vueltas por las mesas como moscas amodorradas.
—¿Por qué esa huida general? —le pregunté a uno de ellos.
—El ambiente está impregnado de una soñolencia extraña, señor. Pero, ¿es que usted no siente nada? Dicen que la presión atmosférica ha sufrido un cambio brusco. Habrá tormenta, seguramente.
Y cruzó por mi lado caminando como un sonámbulo.
—¿No le temes a las tormentas? —interpelé a Martin.
—No, en la tierra no —respondió riéndose.
—¡Veremos cómo son las noches Parisienses!
—¿Qué le sucede a la luz? —preguntó él.
La luz se extinguía o, más bien, adquiría un matiz de color rojo turbio.
—No entiendo nada.
—Es la niebla roja de Sand City. ¿Leíste mi carta?
—¿Crees que sean ellos de nuevo? Absurdo.
—¿Y si descendieron sobre Paris?
—¿Y por qué precisamente sobre Paris y justamente sobre nuestro hotel?
—¡Quién sabe! —exclamó Martin suspirando.
—Vamos a la calle —propuse.
Cuando pasábamos enfrente de la oficina de los porteros, noté que ésta era diferente que antes. Además, todo alrededor parecía haber cambiado: las cortinas eran otras, una pantalla ocupaba el lugar de la araña y apareció un espejo que no había antes. Le comuniqué a Martin mis observaciones, pero él, con ademán de indiferencia, me repuso:
—No lo recuerdo. ¡Cosas que estás inventando!
Al observar detenidamente al portero, quedé más sorprendido aún: éste era otro. Era muy parecido al primero, casi idéntico, pero otro. Este era mucho más joven, sin calvicie y con un delantal de rayas que no le había visto antes. ¿Era éste el hijo del portero?
—Vamos, vamos —me apresuró Martin.
—¿A dónde se dirigen, señores? —quiso saber el portero deteniéndonos. En su voz, según noté, había inquietud.
—¿Acaso a usted no le es igual? —le pregunté en inglés para que nos respetara más.
Empero él, sin prestar atención a mis palabras, nos dijo trémulo:
—Hay toque de queda, señores. Ustedes no deben salir. Están arriesgando sus vidas.
—¿Qué le sucede a este hombre? ¿Se ha vuelto loco? —consulté a Martin.
—No le prestes atención —me respondió—. Vamos. Y salimos a la calle.
Mas, al salir, nos detuvimos de golpe, como si hubiésemos chocado contra algo y nos agarramos de la mano para no caer. La oscuridad nos rodeaba completamente; no se veían ni sombras ni rayos de luz, sólo una tenebrosidad densa y negra como tinta china.
—¿Qué es esto? —inquirió ronco Martin—. ¿Paris sin luz?
—Ignoro lo que haya sucedido.
—Las casas parecen arrecifes en la noche sin estrellas. No brilla ni la más pequeña luciérnaga.
—Parece que se ha paralizado toda la red eléctrica.
—No se ven ni velas, ni refulge nada.
—¿No crees, Martin, que deberíamos regresar al hotel?
—No —respondió tercamente—, yo no me entrego tan fácilmente. Echemos una ojeada a este ambiente.
—¿A qué? —inquirí.
Martin, sin responderme, comenzó a caminar, penetrando más aún en la oscuridad. Yo iba en pos de él agarrándolo por un bolsillo. Nos detuvimos nuevamente. Una estrella brilló en la inmensa negrura del firmamento. Y algo centelleó a nuestro lado. Mis manos buscaron el origen del centelleo y chocaron con un vidrio. Nos encontrábamos ante una vitrina. Sin alejarme de Martin y atrayéndolo hacia mí, palpé la superficie del cristal.
—Esto no estaba aquí —le dije, deteniéndome…
—¿Qué? —quiso saber Martin.
—Esta vitrina. Y no sólo la vitrina; la tienda tampoco estaba aquí. Cuando Irina y yo cruzamos por aquí, en este mismo lugar se hallaba una verja de hierro; mas ya no está aquí.
—Espera —dijo Martin poniéndose en guardia. Por su mente no cruzaban ni la vitrina ni la verja: aguzó el oído.
Un estrépito continuo oyóse no lejos de nosotros.
—Parece un trueno —señalé.
—Es más parecido a una ráfaga de automático —objetó Martin.
—¿No bromeas?
—¿Crees acaso que no puedo diferenciar los disparos de los truenos de tormenta?
—Después de todo, ¿no piensas que deberíamos regresar?
—Caminemos un poco más. Tal vez logremos encontrar a alguien. ¿A dónde se fue la población de Paris?
—Siguen disparando. Pero, ¿quién? ¿Y contra quién?
Como confirmando mis palabras, el automático traqueteó de nuevo. El ruido fue ahogado por un automóvil que se acercaba. Dos haces de luces irrumpieron en la oscuridad y lamieron el adoquinado del pavimento. Me inquieté: ¿Por qué había adoquines, si las dos calles que contorneaban el hotel estaban asfaltadas?
Martin me empujó hacia la pared y presionó mi cuerpo contra ella. Un camión lleno de hombres cruzó por nuestro lado.
—Soldados —dijo Martin— con uniformes, cascos y armas.
—¿Cómo lo notaste? —inquirí asombrado—. Yo no pude distinguir nada.
—Mis ojos están entrenados.
—¿Sabes una cosa? —pensé en voz alta—. Sospecho que no estamos en Paris. Pienso que el hotel es otro, y otra es la calle.
—A eso me refería.
—¿A qué?
—¿Te acuerdas de la niebla roja del hotel? Ellos descendieron sobre Paris; eso es irrefutable.
En ese momento alguien abrió sobre nuestras cabezas una ventana. Oyóse el chirrido del marco y el tintineo del vidrio mal asegurado. No despidió luz. Pero desde la oscuridad, sobre nuestras cabezas, llegó hasta nosotros la voz ronca y gutural, típica de un locutor francés:
«¡Atención! ¡Atención! Escuchen la información de la comandancia de la ciudad. Los dos pilotos ingleses que por la mañana descendieron en paracaídas desde un avión derribado, se encuentran aún en las cercanías de St. Dizier. Dentro de un cuarto de hora empezará el registro. Será peinada manzana tras manzana, casa tras casa. Todos los hombres que se hallen en la casa que esconda a los paracaidistas, serán fusilados. Sólo la entrega a tiempo de los paracaidistas ocultos podrá detener la operación».
Oyóse un chasqueo dentro de la radio y la voz calló.
—¿Has entendido algo? —le pregunté a Martin.
—Un poco. Están buscando a unos pilotos ingleses.
—¿En Paris?
—No, en una ciudad llamada St. Dizier.
—¿A quién van a fusilar?
—A todos los hombres que se encuentren en la casa donde esos dos pilotos estén escondidos.
—¿Por qué? ¿Acaso Francia está en guerra con Inglaterra?
—¿Es que estamos delirando? ¿O nos han hipnotizado y vemos un sueño? Dame un pellizco.
El pellizco de Martin me hizo gritar.
—¡Calla! Nos pueden tomar por los pilotos ingleses.
—Es cierto —observé—. Tú eres casi inglés. Y piloto también. Regresemos, todavía estamos cerca del hotel.
Di un paso en la oscuridad y me encontré en una habitación iluminada; más exactamente, sólo una parte de ella estaba iluminada, como si a la oscuridad le hubiesen arrancado un pedazo y lo hubieran alumbrado con el fin de filmar. La ventana se cubría con una cortina, la mesa, con un hule de color; un papagayo grande y abigarrado descansaba sobre una cañita dentro de una jaula y una anciana limpiaba el fondo sucio de la jaula con un algodón.
—¿Entiendes algo de todo esto? —susurró Martin a mi espalda.
—No, ¿y tú?
Capítulo 19 – Este mundo, loco, loco, loco
La anciana levantó la cabeza y nos miró. En su rostro apergaminado y pálido, en sus bucles canosos y en su chal severo de Castilla había algo artificial, casi no real e inverosímil. Sin embargo, ella era una persona. Sus ojos penetrantes parecían enroscarse en nosotros fría y aviesamente. El papagayo era también real. Se dio la vuelta hacia nosotros y nos mostró su hinchado pico.
—Excúsenos, madam —empecé diciendo en mi francés escolar—. Hemos llegado a este lugar por accidente. Posiblemente su puerta estaba abierta.
—Aquí no hay puerta —repuso la anciana. Su voz era rechinante como las escaleras de nuestro hotel.
—Entonces, ¿cómo hemos entrado?
—Usted no es francés —rechinó ella sin responderme—. ¿Verdad?
Yo tampoco le respondí. Di un paso hacia atrás y choqué contra la pared.
—Efectivamente, aquí no hay puerta —recalcó Martin.
La anciana se echó a reír con malicia:
—Ustedes hablan el inglés como lo habla Peggy.
—Do you speak English?! Do you speak English! —chilló el papagayo.
Me sentí incómodo. No experimentaba temor, pero algo parecido a un espasmo apretaba mi garganta. ¿Quién se ha vuelto loco? ¿Nosotros o la ciudad?
—Su habitación tiene una iluminación muy extraña —le dije—. No se ve ni la puerta. ¿Dónde está? Nos iremos en seguida, no se asuste.
La anciana se rió de nuevo con malicia:
—Los que se asustan son ustedes. ¿Por qué no desean conversar con Peggy? Háblenle en inglés. Etienne, ellos tienen miedo; temen que tú los entregues.
Miré a mi alrededor: la habitación había adquirido más claridad y anchura. Ya se distinguía el otro lado de la mesa, a la cual estaba sentado nuestro portero del hotel, no el lord calvo con el rostro plegado, sino su copia joven que nos salió al encuentro en el hall extrañamente transformado del hotel.
—Mamá, ¿por qué piensas que yo los quiero entregar? —inquirió él sin mirarnos siquiera.
—Porque es tu deber encontrar a los pilotos ingleses. Yo sé que quieres entregarlos, quieres, pero no puedes.
El joven Etienne suspiró profundamente:
—No, no puedo.
—¿Por qué?
—Porque no sé donde están escondidos.
—Averigua.
—Mamá, ya no me creen.
—Lo importante es que Lange te crea. Entrégales esta mercancía; hablan también inglés.
—Ellos son de otro tiempo y no son ingleses. Vinieron para participar en el Congreso.
—En St. Dizier no hay ningún Congreso.
—Mamá, ellos están en Paris, en el hotel «Au Monde». De eso hace ya muchos años y yo he envejecido.
—Tú tienes treinta años ahora, y ellos están aquí.
—Lo sé…
—Entonces, entrégalos a Lange.