—Esta ha sido la pregunta más razonable de todas —afirmó sonriéndose MacAdo—. Lamentablemente no puedo satisfacer la curiosidad del interrogador. El almirante y yo trabajamos en una misma expedición científica y en un mismo punto geográfico; pero en ramas diferentes. El es un administrador y yo soy un astrónomo. Nuestros contactos no eran frecuentes. El nunca mostró ningún interés particular hacia mis observaciones astronómicas y yo no quise saber nada de sus habilidades administrativas. Supongo que él mismo no pretende tener el título de científico; por lo menos, yo no conozco sus obras científicas. Como persona, no le conozco del todo, aunque tengo la plena convicción de que es un individuo honesto y que no actúa por intereses egoístas ni políticos. No es anticomunista ni toma parte en la campaña presidencial. Todo lo que proclama está basado, a mi modo de ver las cosas, en un prejuicio falso y en conclusiones erróneas.
—A su juicio, ¿cómo debe actuar la humanidad?
—Las recomendaciones las dará nuestro Congreso.
—Entonces, yo tengo una pregunta que le concierne como astrónomo. ¿De dónde cree usted que llegaron esos monstruos?
MacAdo se rió sincera e involuntariamente por primera vez.
—Yo no encuentro en ello nada monstruoso. A veces parecen jinetes o alas en forma de delta; otras veces, son semejantes a una flor grande y bella y en otras ocasiones toman el aspecto de un dirigible. Sus concepciones estéticas son posiblemente muy diferentes a las nuestras. Sabremos de dónde llegaron cuando ellos mismos deseen responder a esa pregunta, si es que logramos, naturalmente, hacerles esa interrogante. Puede ser que llegaron de un sistema estelar vecino al nuestro. Tal vez de la nebulosa de Andrómeda o de la nebulosa de la constelación del Triángulo. Es absurdo tratar de adivinarlo en estos momentos.
—Dijo usted: «Cuando ellos mismos deseen responder a esa pregunta». Siendo así, ¿cree usted que el contacto es posible?
—Hasta el momento, ni uno solo de los intentos ha dado resultado. Sin embargo, el contacto es factible. Estoy convencido de ello; siempre y cuando ellos sean seres racionales y no biosistemas con un programa determinado.
—¿Alude usted a los robots?
—No, no aludo a los robots; me refiero, en general, a sistemas programados, en cuyo caso el contacto dependería del programa.
—¿Y si ellos son sistemas autoprogramados?
—Entonces, todo dependerá de cómo varía el programa bajo los efectos de los factores externos. Las tentativas para establecer contacto con ellos son también un factor externo.
—Quisiera que mi pregunta fuese contestada por Anojin. ¿Observó usted el proceso mismo de la copia?
—Este no puede ser observado —repuse—, porque el hombre se encuentra en estado comatoso.
—Pero es que ante sus ojos apareció una copia del cruzanieves, una máquina gigantesca construida de plástico y metal. ¿De dónde surgió? ¿De qué materiales fue construida?
—Surgió del aire —afirmé. En la sala se rieron.
—Esto no es nada risible —dijo Zernov—. Surgió precisamente del aire, de elementos desconocidos e introducidos en éste por un procedimiento que ignoramos.
—Entonces, fue un milagro —afirmó una voz con ironía.
Pero Zernov no se desconcertó.
—Se consideraban milagros, en épocas remotas, todos aquellos fenómenos que la ciencia de entonces no sabía explicar. Nuestro nivel de desarrollo acepta también lo inexplicable, pero supone que las aclaraciones serán dadas posteriormente, a medida de que progrese la ciencia. Y el alcance actual de ésta nos permite suponer que, aproximadamente, en la mitad o al final del próximo siglo, será posible reproducir objetos con la ayuda de ondas y campos. Ahora bien, ¿qué ondas y qué campos? Eso ya es asunto de la ciencia futura. Personalmente estoy convencido de que en aquel confín del Cosmos de donde llegaron estos visitantes, la ciencia y la vida han alcanzado ya tal nivel de desarrollo.
—¿Qué clase de vida puede ser ésa? —inquirió una voz femenina, histérica, según pude notar, y dominada por el terror—. ¿Cómo podremos nosotros conversar con ellos si son líquidos, qué contacto lograremos si son gases?
—Tome un poco de agua —le propuso MacAdo tranquilamente—. No la veo a usted, pero, según parece, se encuentra superexcitada.
—Yo simplemente comienzo a creer en las palabras de Thompson.
—Felicito a Thompson por su nueva partidaria. En lo referente al líquido o a la estructura coloidal pensantes, quisiera decirle que nosotros existimos en un estado semilíquido y que la química de nuestra vida es la química del carbono y de las soluciones acuosas.
—¿Y la química de la vida de ellos?
—¿Cuál es el disolvente? El nuestro es el agua, pero, ¿y el de ellos?
—¿Es acaso vida fluórica?
La respuesta llegó de un norteamericano sentado en el extremo:
—Todo lo que les diré es solamente una hipótesis. ¿Es la vida de ellos fluórica? Lo ignoro, pero en ese caso el disolvente tendría que ser fluoruro de hidrógeno u óxido de flúor. Siendo así, su planeta sería un planeta frío, puesto que para los seres fluóricos la temperatura ideal es la de cien grados bajo cero. En ese medio, algo frío, hablando con modestia, podría surgir la vida amoniacal. Esto es incluso más factible, debido al hecho de que el amoníaco se encuentra en la atmósfera de muchos planetas grandes, y el amoníaco líquido puede existir hasta con una temperatura de 35° bajo cero. O sea, casi las condiciones terrestres. Y si pensamos en la adaptabilidad de esos visitantes a las condiciones terrestres, entonces la hipótesis amoniacal resultará más probable. Ahora bien, si suponemos que los visitantes por sí mismos crean las condiciones necesarias para su vida, es posible exponer otras hipótesis cualesquiera, hasta las más absurdas.
—Tengo una pregunta para el presidente, como matemático y como astrónomo. ¿A qué se refería el matemático ruso Kolmogorov al decir que si nos encontráramos con una vida extraterrestre podríamos simplemente no reconocerla? ¿No es esto un caso idéntico?
MacAdo, de modo muy serio, le paró:
—Él, sin duda alguna, no pasaba por alto las preguntas que se hacen a veces en las conferencias de prensa.
La sala se rió de nuevo y los reporteros, esquivando a MacAdo, empezaron otra vez el ataque por los flancos. Su nueva víctima fue el físico Vierre, que acababa de tomar whisky con soda.
—Señor Vierre, ¿es usted especialista en física de las partículas elementales?
—Sí.
—Bien: si las «nubes» son materiales (el que interrogaba manejaba su micrófono a guisa de pistola), entonces deben estar constituidas de partículas elementales conocidas por la física. ¿No es así?
—No lo sé. Quizás no sea así.
—Pero es que la mayor parte del mundo que conocemos está formada de nucleones, electrones y cuantos de radiación.
—¿Y si esas «nubes» pertenecen a la menor parte del mundo que conocemos o al mundo que ignoramos en absoluto? ¿Y si el mundo de ellas es un mundo de partículas completamente nuevas para nosotros y que no tienen analogía en nuestra física?
El interrogador se rindió, abatido por las suposiciones inesperadas de Vierre. En ese momento alguien volvió a recordarse de mí:
—Señor Anojin, ¿nos podría usted decir su opinión respecto a la canción que acompaña a su película aquí en Paris?
—No conozco tal canción —repuse—. Yo no he visto aún mi película aquí en Paris.
—Pero ésta ha dado ya la vuelta al mundo. En todos los países la interpretan los cantores más conocidos. Tal vez la oyó en Moscú.
Me encogí de hombros.
—La canción, sin embargo, fue compuesta por un ruso. Javier solamente la adaptó al jazz —siguió diciendo; luego, comenzó a cantar en francés las familiares letras de… «los jinetes del mundo incógnito, el cielo vuelven a cruzar…»
—La conozco —le grité—. El autor es mi amigo Anatoli Diachuk, que participó también en nuestra expedición antártica.
—¿Dichuk? —inquirieron en la sala.
—No Dichuk, sino Diachuk —corregí—. El es poeta, científico y compositor… —Noté la mirada irónica de Zernov, pero no le presté atención: yo le daba fama mundial a Anatoli y lanzaba su nombre a todos los periódicos de Europa y América; y, descuidándome de la musicalidad, empecé a cantar—: «Jinetes del mundo incógnito… ¿Qué es esto? ¿Un sueño, un mito…? La Tierra en espera de un milagro… Aterida ahoga su grito».
Todos los presentes me acompañaban: unos en francés, otros en inglés y otros sólo tarareaban la melodía. Cuando todo quedó en silencio, el larguirucho MacAdo tocó delicadamente su campanilla y dijo:
—Señores, creo que la conferencia de prensa ha llegado a su fin.
Capítulo 18 – Una noche de transformaciones
Al concluir la conferencia de prensa y luego de acordar reunimos pasada una hora en el mismo lugar para cenar, nos dispersamos por las habitaciones del hotel. La conferencia me había agotado mucho más que las extenuadoras caminatas antárticas. Sólo un buen sueño podía aclarar mis pensamientos y sacarme del estado de apatía en que me encontraba. Pero el sueño, que tanto necesitaba, no llegaba, pese a las vueltas que daba en la cama. Finalmente, me levanté, metí la cabeza bajo el chorro de agua fría del grifo y eché a andar en dirección al restaurante, a fin de terminar este día tan cargado de impresiones. Pero el día no terminó aún y nuevas impresiones empezaron a llegar. Una de éstas pasó a la ligera por mi mente sin atraer mi atención, a pesar de que en el primer momento me parecía extraña.
Yo bajaba las escaleras del hotel en pos de un individuo vestido con un traje marrón que le sentaba como un uniforme militar. Sus hombros anchos, sus bigotes canosos y en forma de flecha y el pelo corto aumentaban aún más su aspecto militar. Recto, como una regla, cruzó por delante del portero francés calvo, y de repente, se detuvo, se volvió y preguntó:
—¿Etienne?
Tuve la impresión de ver dibujarse el miedo en los ojos fríos e indiferentes del portero.
—Sí, ¿qué desea, señor? —inquirió éste con su tono profesional.
Aminoré la marcha.
—¿Me recuerdas? —preguntó el bigotudo, sonriéndose levemente.
—Sí, le recuerdo, señor —contestó el portero casi susurrando.
—Eso es muy bueno —afirmó el bigotudo—. Es muy agradable saber que la gente se recuerda de uno.
Y siguió su camino al restaurante. Yo, retumbando intencionadamente los peldaños crujientes de la escalera, descendí y, con aspecto de inocente, le pregunté al portero:
—¿No conoce usted a ese señor que acaba de pasar por su lado en dirección al restaurante?
—No, señor —respondió el francés, deslizando por mi rostro su mirada indiferente—. Es un turista de la Alemania Occidental. Si desea saberlo con exactitud, lo podríamos buscar en el libro de registro.
—No, no vale la pena —le detuve, y seguí mi camino olvidando lo que había ocurrido.
—¡Yuri! —gritó una voz conocida cuando yo entraba en el restaurante.
Me di la vuelta. Era Donald Martin, quien se levantó levemente en forma de saludo. Llevaba de vestimenta su absurda cazadora de gamuza y una camisa de cowboy abigarrada de cuello abierto. Estaba sentado solo en la mesa larga del restaurante. Levantó una botella de brebaje marrón y bebió directamente de ella. Luego, al abrazarme, me lanzó a la cara un olor a vino que apestaba. Empero, no estaba ebrio; era el mismo Martin, grande, ruidoso y resuelto, cuya presencia ahora me acercaba a aquellos acontecimientos vividos juntos en el desierto glacial, al misterio sin desentrañar aún de las «nubes» rosadas y a la esperanza secreta, caldeada después de las palabras de Zernov: «Usted, Martin y yo estamos marcados. Nos mostrarán aún algo nuevo. Temo que sea así». A decir verdad, yo no temía, sino que esperaba con impaciencia ese algo.
Antes de que tuviésemos tiempo para rememorar nuestras aventuras, los camareros comenzaron a preparar la mesa para la cena. Zernov e Irina entraron en el restaurante y se acercaron a nosotros. Nuestra parte de la mesa adquirió de repente gran animación. Y acaso por eso, una joven dama y una niña con lentes se sentaron en el lado opuesto, alejado de nosotros. La niña colocó junto al cubierto un libro grueso con tapa irisada y un dibujo abigarrado. Frente a ellos se sentó un cura provincial —los de Paris no viven en hoteles—, de rasgos bondadosos, quien al mirar a la muchacha manifestó:
—¡Qué niña más pequeña y ya lleva espejuelos! ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!