Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

—No me gusta nada de esto —afirmó, y calló.

Nuestro silencio duró hasta el momento en que divisamos la ciudad. Nos encontrábamos a una milla de ella, pero, por una razón desconocida, yo no podía reconocerla. Tenía un aspecto extraño, envuelta en un humo color lila, como un espejismo distante sobre arena movediza amarilla.

—¿Qué diablos es esto? —exclamé—. ¿Será posible que mi cuentakilómetros se haya estropeado? Este señala que nos falta una decena de millas para llegar a la ciudad ¡y ésta ya se divisa!

—¡Mira hacia arriba! —gritó Mitchell. Sobre el espejismo de la ciudad las nubes rosadas colgaban a modo de cadena: ora medusas, ora sombrillas. ¿No es un espejismo?

—La ciudad no está en su sitio —dije—. No comprendo nada.

—Nosotros debimos ya haber cruzado por enfrente del motel del viejo Johnson —afirmó Mitchell—. Este se encuentra a una milla de la ciudad.

Recordé el rostro arrugado del dueño del motel y su voz estentórea de comandante: «En el mundo todo está al revés, Don. Yo ya comienzo a creer en Dios». Sostengo que es hora de que yo empiece también a creer en Dios. ¡Veo tantos milagros asombrosos e inexplicables! Johnson, que de costumbre recibía a todos los automovilistas sentado sobre la escalerita de piedra de su motel, desapareció sin dejar huellas. Esto de por sí era un milagro, porque nunca, en todos los años que trabajaba en la base aérea, había dejado de ver a este viejo bonachón sentado en su escalerita, abriéndonos la ruta de la ciudad. Un milagro mayor era la desaparición de su motel. Nosotros no pudimos dejarlo de lado y ni siquiera notamos indicios de construcciones a lo largo de la carretera.

Por el contrario, la ciudad se hacía cada vez más visible. Sand City, envuelta en humo de color lila, dejó de ser un espejismo.

—Es una ciudad como otra cualquiera —dijo Mitchell—, aunque en ella hay algo insólito. ¿No crees que hemos entrado por otra carretera?

Pero habíamos entrado en la ciudad por la carretera usual. Empezaron a surgir las cosas que ya conocíamos: las casas rojas cerca de la entrada, el mismo cartelón a través de la carretera pintorreado con letras grandes: «Los bistecs más jugosos son los de Sand City»; y la misma estación de gasolina. Hasta Fritch, su dueño, llevando como siempre su bata blanca, se encontraba junto al roble destruido por un rayo, preguntando con amable sonrisa: ¿En qué puedo servirle, señor? ¿Aceite? ¿Gasolina?»

Capítulo 14 – La ciudad embrujada

Detuve mi automóvil con el habitual chirrido de ruedas que conocían todos los dueños de las estaciones de gasolina del lugar.

—¡Hola, Fritch! ¿Qué le ocurre a la ciudad?

Me pareció que Fritch no me reconocía. El se aproximó a nosotros inseguro, privado de su rapidez habitual en el servicio, como el hombre que desde la oscuridad entrara de repente en una sala iluminada. Lo que más me intrigaba era sus ojos: sin vida, como los de los muertos. Nos miraban sin vernos. Sin llegar al automóvil, se detuvo:

—Buenos días, señor —saludó indiferente, con una voz seca.

No pronunció mi nombre.

—¿Qué le ocurre a la ciudad? —inquirí gritando—. ¿Le salieron alas?

—No lo sé, señor —respondió Fritch tan indiferente y monótonamente como antes—. ¿Qué desea, señor?

No, éste no era Fritch.

—¿Hacia dónde se fue el motel del viejo Johnson? —pregunté impaciente.

El, sin sonreírse, repitió:

—¿El motel del viejo Johnson? No lo sé, señor. —Se acercó más a nosotros y con una sonrisa artificial, tan artificial que daba miedo, agregó—: ¿En qué puedo servirle, señor? ¿Aceite? ¿Gasolina?

—Bueno —le dije—, nos las arreglaremos a nuestro modo. Vámonos, Mitchell.

Cuando me alejaba de la estación de gasolina volví la cabeza: Fritch estaba todavía al borde de la carretera, acompañándonos con la mirada helada y sin vida, de los muertos.

—¿Qué le sucede a ese individuo? —preguntó Mitchell—. Parece que empezó a beber demasiado temprano.

Pero yo, sabiendo que Fritch sólo bebía pepsi cola, pensé que lo que corría por su cuerpo no era licor, sino algo completamente inhumano.

—El es un muñeco —farfullé—, un muñeco de cuerdas. «No lo sé, señor. ¿En qué puedo servirle, señor? ¿Qué desea, señor?»

Yuri, tú sabes muy bien que yo no soy un cobarde, pero, hablando con sinceridad, mi corazón se contrajo al presentir un peligro inminente. Eran demasiadas las casualidades inexplicables, muchas más que en la Antártida. Quise dar la vuelta, pero no había otro camino a la ciudad y ¿acaso no era tonto regresar a la base aérea?

—Mitchell, ¿sabes dónde se encuentra tu patrón?

—En el club, posiblemente.

—Entonces empezaremos por el club —le dije y suspiré. Quieras o no quieras la ciudad está ya aquí, así que no tiene sentido detenernos ahora.

Doblé hacia la calle Eldorado y aceleré el automóvil, pasando a lo largo de los chalets pulcros y amarillos, parecidos a pollitos salidos del cascarón. No se veían transeúntes caminando por las aceras. Todos los habitantes de este barrio viajaban en «Pontiacs» y «Buicks». Pero los «Pontiacs» y «Buicks» habían llevado ya a sus dueños a las oficinas y las amas de casa se desperezaban aún en las camas o desayunaban en sus cocinas modernas. El patrón de Mitchell desayunaba siempre en el club, sito en un callejón que desembocaba en la calle principal de la ciudad, que se llamaba State Street o la calle del Estado. Me sentía ahora avergonzado por mis temores infundados. El cielo azul, la inexistencia de «nubes» rosadas sobre nuestras cabezas, el asfalto ablandado por el sol, el viento tibio que hacía volar sobre la carretera pedazos de periódicos, que hablaban seguramente de las «nubes» rosadas como invento de los locos de Nueva York y de que Sand City estaba protegida contra cualquier invasión cósmica, trajeron a mi mente la idea de que ésta era una ciudad real y tranquila, tal como debía ser una ciudad en esta mañana de verano.

Por lo menos, ésa era mi impresión, Yuri, aunque todo ello resultó ser nada más que una ilusión. La ciudad carecía de amanecer y ni bullía ni dormía. Lo pudimos notar al doblar hacia la calle del Estado.

—¿No crees que sea muy temprano para ir al club? —le pregunté a Mitchell, pensando por inercia en la ciudad amodorrada.

El se sonrió, porque en aquel momento, como respondiendo a mi pregunta, un grupo de personas detuvo el tránsito. Mas no era una muchedumbre matutina, ni éste era el amanecer de una ciudad. A pesar de que el Astro alumbraba ya todo el firmamento, la iluminación eléctrica de las calles continuaba encendida como si la noche pasada no hubiese concluido. Las vitrinas y los anuncios brillaban con luces de neón. Al pasar por enfrente de un cine, disparos atronadores llegaron a nuestros oídos a través de las puertas de vidrio que cerraban la entrada: James Bond, el temerario, hacía uso de su derecho para matar. Chasqueaban las bolas de billar al rodar sobre las mesas verdes. En el restaurante «Selena» la orquesta de jazz hacía estremecer las ventanas, dándome la impresión de que cerca cruzaba un tren, y las puertas de los boliches estaban abiertas de par en par. Por las aceras, los transeúntes vagaban, sí vagaban, paseaban lentamente sin ninguna premura y ni se apresuraban al trabajo, porque el trabajo ya había terminado y la ciudad vivía no la vida matutina, sino la vespertina; como si la gente de la calle, en contubernio con las luces eléctricas, tratara de engañar al tiempo y a la naturaleza.

—¿Por qué no apagan la luz? ¿Acaso el sol no basta para iluminar? —inquirió Mitchell intrigado.

Sin responderle, me detuve frente a un quiosco de tabacos. Tiré sobre el mostrador unas monedas y le pregunté con cautela a la bella vendedora:

—¿Están de fiesta hoy?

—¿De qué fiesta está hablando? —replicó ella entregándome los cigarrillos—. Es una tarde corriente de un día habitual.

Sus ojos azules y sin vida miraban a través de mí como los ojos muertos de Fritch.

—¿Tarde? —repetí—. Observe usted el cielo. ¿Cree que el sol de la tarde tiene esa posición? Ahora es mañana.

—No lo sé —repuso con un tono tranquilo e indiferente—. Ahora es tarde, y yo no sé nada.

Me aparté lentamente de la tienda. Mitchell me esperaba en el automóvil. Había oído la conversación que yo acababa de tener con la muchacha y posiblemente pensaba lo mismo que yo:

¿Quiénes son los locos, nosotros o los habitantes de la ciudad? ¿Y si en verdad es tarde y nosotros estamos alucionados? Observé de nuevo la calle. Esta era un tramo de la Ruta 66 que cruzaba toda la ciudad en dirección a Nuevo Méjico. Los automóviles corrían en dos columnas en ambas direcciones. Eran automóviles norteamericanos corrientes que rodaban por una carretera norteamericana corriente. Pero todos llevaban los faros encendidos.

Impulsivamente y sin pensar en nada, detuve al primer transeúnte que encontré en la calzada.

—¡No me toques, muñeco maldito! —gritó él tratando de deshacerse de mi mano.

El era un hombre gordo, pequeño y ágil con una ridícula gorrita de ciclista. Sus ojos, llenos de vida y de furia, me miraban con repulsión. Miré a Mitchell, quien me hacía señas, dándome a entender que el desconocido estaba loco. El desconocido, al notarlo, dirigió su furia contra Mitchell:

—¿Quién está loco? ¿Yo? —chilló él acercándose a Mitchell—. ¡Locos están todos ustedes, todos los habitantes de esta ciudad! Encienden las luces eléctricas por la mañana y responden a todas las preguntas con un: «No lo sé». Bien, contéstame. ¿Es de mañana o de tarde?

—Es de mañana, naturalmente —respondió Mitchell—; pero en esta mañana hay algo extraño en la ciudad. No puedo decir lo que es ese algo.

La metamorfosis que tuvo lugar en el gordo fue asombrosa. Dejando sus gritos, rió en silencio y acarició la diestra sudorosa de Mitchell, mostrando unas lágrimas en su rostro.

—Gloria al Todopoderoso: he encontrado un hombre normal en esta ciudad de locos —dijo finalmente sin soltar la diestra de Mitchell.

—Ha encontrado dos —le aclaré, extendiendo mi mano—. Usted es el tercero. Cambiemos ahora nuestras impresiones, quizás logremos comprender este enredo.

Nos detuvimos en el borde de la acera, separados de la carretera por una fila cerrada de automóviles estacionados y vacíos.

—Señores, explíquenme lo más absurdo —comenzó diciendo el gordo—. Explíquenme estos trucos con los automóviles. Estos corren y luego, de improviso, desaparecen, se desvanecen en la nada.

Sinceramente yo no le entendía. ¿Qué era eso: «en la nada»? Nos lo explicó, mas antes de hacerlo, pidió un cigarrillo para tranquilizarse: «No fumo, saben, pero los cigarrillos calman los nervios».

—Mi nombre es Lesley Baker, y mi especialidad es agente comercial: ropa de mujer y cosméticos. Estoy todo el tiempo de viaje, un día aquí, otro día allá, como un nómada. Arribé a este lugar en ruta hacia Nuevo Méjico, por la carretera N° 66. Yo viajaba horriblemente mal, como un caracol. Recuerdo ahora un gran camión verde que iba delante de mí y no me dejaba pasar. ¿Saben ustedes lo que es ir despacio? El dolor de muelas es una delicia en comparación con eso. A mi memoria llega también el recuerdo de aquel letrero: «Está usted entrando en la ciudad más tranquila de los Estados Unidos». Y la ciudad más tranquila crea cosas que no se ven ni en las manos de los prestidigitadores. En los límites de la ciudad, allí donde la carretera sin aceras ya se ensancha, traté de nuevo de pasar al camión que me torturaba. Aceleré, viré levemente a la izquierda y… aquél desapareció, se desvaneció. ¿No lo comprenden? Yo tampoco lo comprendí. Viré levemente a la izquierda y reduje mi marcha, mas al mirar a ambos lados de la carretera no vi el camión: desapareció, se diluyó como azúcar en una taza de café. Y en ese momento choqué contra una barrera de alambres espinosos. Por suerte yo corría despacio.

—¿De dónde apareció esa barrera de alambres en la carretera? —inquirí asombrado.

—¿En qué carretera? Allí ya no había ninguna carretera; ésta desapareció junto con el camión. Había tan sólo un valle rojo pelado con una islita verdosa a distancia, y todo ello rodeado por una barrera de alambres. Era propiedad privada. ¿No lo creen? Al principio yo tampoco lo creía. Bien, desapareció el camión, al diablo con él; pero, ¿qué sucedió con la carretera? ¿Deliré acaso? Cuando me di la vuelta, estuve a punto de morir de terror: un «Lincoln» negro se lanzaba sobre mí y la barrera. Esta era la muerte negra que se acercaba a una velocidad de no menos de 100 millas por hora. Yo ni salté de mi coche, sólo cerré los ojos: era mi final. Transcurrió un minuto y el final no llegaba. Abrí los ojos: ni final ni «Lincoln»