—¿A dónde? —Yo seguía ofendido—: ¿A los alrededores de Moscú?
—No, a Paris.
No le creí a esta pequeña diabla hasta tanto no vi en sus manos el papel de nuestra designación al congreso de Paris. Ahora, junto a la ventana de mi habitación, yo esperaba a esta misma diabla como se podría esperar tan sólo a un ángel, apoyando mi cuerpo sobre una pierna y otra y mordiendo fósforos con impaciencia. Y, por ir a buscar cigarrillos en la mesa, no la noté al cruzar en dirección a mi edificio. Ella llamó a mi puerta en los momentos en que por mi mente cruzaban ya ideas sobre el rompimiento de relaciones diplomáticas.
—¡Dios mío! ¡Por fin! —exclamé.
Lanzó su capa a mis manos y empezó a bailar dentro de la habitación:
—¿Ya eres un creyente?
—Sí, desde ahora. Ya creo en el ángel que me trajo la gracia de los cielos. ¿Cuándo partiremos? ¡Dímelo!
—Pasado mañana. Zernov retornará mañana y al otro día, por la mañana, volaremos a Paris. Los pasajes han sido ya reservados. Pero, ¿por qué nos hablamos de «tú»?
—Por instinto. Pero creo que no es eso precisamente lo que te intranquiliza.
—Tienes razón. Me intranquiliza el hecho de que «ellos» ya están en el Ártico, ¿comprendes lo que eso significa? El capitán del rompehielos «Dobrinia», que acaba de retornar a Arjánguelsk, estuvo ayer en nuestro Comité. Asegura, que un área extensa del Mar de Kara y del Océano Glacial, al norte de la Tierra de Franz-Joseph, está libre de hielo. Del observatorio de Púlkovo han informado que los satélites de hielo circunvuelan el Polo Norte varias veces al día.
—Y sin embargo, el Comité acordó suspender la filmación —dije con desaliento—. Este es precisamente el momento para filmar.
—Ya los aficionados lo están haciendo. Dentro de poco recibiremos paquetes de películas. Eso no es lo más importante.
—¿Y qué es lo más importante?
—Hacer contacto con los visitantes.
Silbé.
—No silbes. Ya se ha intentado, aunque sin resultado hasta ahora. Científicos holandeses e ingleses han propuesto un programa para establecer contacto con ellos. Todo el material está en las manos de Osovets. Por otra parte, quiero decirte que el grupo de Thompson nos dará dolores de cabeza en el Congreso. La delegación norteamericana está actualmente dividida en dos grupos. Un grupo, el mayoritario, no apoya a Thompson; empero, el otro ha formado un bloque a su alrededor. Este último no es muy sólido, a decir verdad, pero nos podría traer problemas en Paris. He ahí lo más importante. ¿No lo ves? Espera un minuto. —Riéndose, tomó su capa de entre mis manos y sacó del bolsillo un paquete voluminoso cubierto con sellos extranjeros—. Me olvidé de lo más importante. Aquí tengo una carta para ti recibida desde los Estados Unidos.
—Es de Martin —le dije al ver la dirección. Era una dirección extraña:
«Para Yuri Anojin, el primer observador de los fenómenos de las «nubes» rosadas. Comité de Lucha Contra los Intrusos del Cosmos. Moscú. URSS».
—»Comité de Lucha…» —repitió riéndose Irina—. He ahí un programa para establecer contacto. El programa Thompsoniano.
—Ahora la leeremos.
Martin escribía que él había retornado de la expedición antártica a su base situada cerca de Sand City, en el suroeste de los Estados Unidos. Por una proposición de Thompson fue designado a una sociedad de voluntarios creada por el almirante para combatir a los intrusos del cosmos. Martin no se sorprendió por la designación, pues Thompson le había hablado de ella en el avión que los conducía a América. Tampoco fue una sorpresa para él el nombramiento que le dieron. Cuando el almirante se enteró de que Martin había escrito artículos en las revistas estudiantiles del colegio, lo nombró su agente de prensa. «Yo creo que el viejo no se fía de mí y piensa que yo soy un doble, algo así como un agente de la quinta columna, y trata de conservarme a su lado para verme y comprobar sus conjeturas. Este es el motivo por el cual no le he relatado lo que me sucedió en la carretera que conduce desde la base aérea a Sand City. Pero, ¿a quién más que a ti podría comunicárselo? Eres el único capaz de desentrañar los misterios de esta diablura. Ambos, tú y yo, conocemos esas brujerías por lo que ocurrió en el Polo Sur; pero aquí las cosas están maquilladas de una forma muy diferente».
La misiva estaba a máquina y tenía más de diez páginas abarrotadas de líneas: «…Mi primer artículo no es para el periódico, sino para ti —escribía Martin—. Apreciarás si tengo o no dotes de periodista». Hojeé varias páginas y quedé atónito.
—Lee las primeras páginas —le dije a Irina, entregándole las páginas leídas—. Creo que todos nosotros nos hemos metido en un buen embrollo.
Capítulo 13 – Un nuevo estilo de western
He aquí lo que Martin escribía:
«Cuando el Astro mostraba su faz en el horizonte, yo salía ya por la puerta de la base aérea. Tenía que apresurarme, porque disponía tan sólo de 24 horas de permiso y nada más el viaje hasta Sand City duraba más de una hora. Le dije adiós con la mano al centinela de la puerta, y mi viejo «corvette» de dos asientos salió disparado por el asfalto de la carretera ablandado por el calor. El ruido del portaequipaje y el golpeteo de los cilindros me hicieron recordar los defectos de mi automóvil. «Es hora de cambiar esta máquina» pensé. «Ocho años son suficientes. Aunque lamento separarme de ella, por el hábito que me ha creado y porque a María le gusta».
Yo iba ahora a Sand City precisamente para ver a María y pasar con ella mi último día libre, en la víspera del viaje que realizaría a Nueva York a fin de verme con el almirante. Los muchachos de la base aérea me habían presentado a María por la tarde del mismo día que retorné de MacMurdo. Ella era una camarera nueva en el bar, con una fisonomía nada particular; era una muchacha como otra cualquiera. Aquella vez llevaba una bata blanca y un peinado a lo Elizabeth Taylor: todas ellas copiaban a las actrices de cine. Sin embargo, en ella había algo que me atraía; y posteriormente, en mis tardes libres, me dirigía a la ciudad. Hasta escribí a mi madre hablándole de ella y explicándole que ya había encontrado una muchacha muy agradable… En fin, para qué hablar de eso.
En este viaje lo había decidido todo y hasta meditaba la conversación que sostendría con ella. No, yo no quería retenerme en la carretera ni por un minuto. Pero tuve que hacerlo: un joven desconocido, dando tumbos por la carretera, vislumbrábase a lo lejos; le hice señales, pero él, en vez de salir de mi ruta, se turbó y se tiró debajo de mi auto. Frené, me asomé por la ventanilla y le grité:
—¡Eh! ¿No has visto el automóvil?
Me miró, elevó su mirada al cielo y lentamente se levantó del suelo, sacudiendo el polvo de su viejo pantalón.
—Hay algo que asusta más que los automóviles —afirmó y, acercándose a la ventanilla, inquirió—: ¿Se dirige usted a la ciudad?
Asentí con la cabeza, y él se sentó en el automóvil, mostrándome la misma mirada temerosa de minutos antes. Por su frente rodaban gotas de sudor y en su camisa, bajo las axilas, notábanse negros círculos húmedos.
—¿Por qué se entrena tan temprano? —le pregunté.
—¿Entrena? Lo que me sucedió es peor que eso —afirmó él introduciendo su mano en el bolsillo del pantalón «jean» y sacando de él, junto con el pañuelo, una pistola «Barky Jones» del año 1952.
Silbé sorprendido:
—¿Qué es esto? ¿Una persecución?
Lamenté profundamente haberlo tropezado: no me gustan los encuentros de esta naturaleza.
—Idiota —dijo sin maldad al notar mi mirada—. Esta pistola no es mía, sino de mi patrón. Yo estoy vigilando el rebaño del rancho Viniccio.
—¿Es usted cowboy?
—No —repuso, y frunció el entrecejo al secarse la frente sudada—. Yo no sé ni siquiera montar a caballo. Pero necesito dinero para estudiar.
Me reí interiormente: el gángster sangriento que se le escapó al sheriff se transformó en el estudiante que trabaja en vacaciones.
—Me llamo Mitchell Casey —se presentó él. Al darle mi nombre yo acariciaba la idea, no sin vanidad, de que ese nombre que había aparecido en todos los periódicos del mundo desde el día del encuentro con los dragones de MacMurdo hubiese llegado hasta él; pero me equivoqué. El no había oído hablar nada de mí ni de las «nubes» rosadas: hacía dos meses que no escuchaba la radio ni leía periódicos: «Quizás empezó ya la guerra o los marcianos invadieron la Tierra. En una palabra, no sé nada».
—La guerra aún no ha empezado —le dije, pero los marcianos, al parecer, llegaron ya.
Le relaté brevemente la historia de las «nubes» rosadas. Pero jamás pensé que mi relato pudiese provocar en él una reacción tan violenta: se lanzó contra la puertecilla como si quisiera tirarse del automóvil, luego abrió la boca y, con labios trémulos, preguntó:
—¿Del cielo?
Asentí con la cabeza.
—¿Y son pepinos largos y rosados que hacen picadas como los aviones? ¿Eh?
Me sorprendí: decía que no había leído periódicos y, sin embargo, estaba al tanto de las «nubes».
—Las acabo de ver —susurró y, nuevamente, se secó el sudor de la frente: el encuentro con nuestros conocidos de la Antártida lo había extenuado.
—Bueno, ¿y qué? —le dije—. Ellas vuelan, se lanzan en picado y tienen el aspecto de pepinos. Empero, no hacen daño. Son simplemente una niebla. Eres un miedoso, ¿no lo crees?
—Cualquiera en mi lugar habría tenido miedo —empezó diciendo aún inquieto—. Estuve a punto de enloquecer cuando ellos duplicaron el rebaño.
Y mirando hacia los lados, como si temiera que alguien le escuchara, susurrando, agregó:
—Y a mí también.
Quizás te has dado cuenta, Yuri, que Mitchell había experimentado la misma sensación que experimentamos tanto tú como yo. Estas diabólicas «nubes» se interesaron por su rebaño, hicieron picadas sobre las vacas, y nuestro valiente cowboy trató de alejarlas. Entonces ocurrió algo completamente inexplicable. Uno de los pepinos rosados se aproximó a él, se detuvo sobre su cabeza y le ordenó retroceder. Sin palabras, naturalmente, pero a manera de hipnotizador: retroceda y móntese al caballo. Mitchell me relata que no pudo oponerse ni huir. Retrocedió hacia el caballo sin ofrecer resistencia y saltó a la silla. Estoy persuadido de que esta vez querían la estructura del jinete, porque de la gente habían adquirido ya una buena colección. El resto fue rutinario: niebla roja, inmovilidad absoluta, inactividad completa de los brazos y piernas y la impresión de que se le examina minuciosamente. En una palabra, fue un cuadro muy familiar. A poco, cuando la niebla se disipó, el muchacho volvió en sí y no podía creer lo que veía: el rebaño se había duplicado en número y, a su lado, sobre un caballo, se encontraba otro Mitchell. El caballo era el mismo, y él era el mismo, como ante un espejo.
En ese momento, el joven perdió el control de sí mismo. (Recordé que a mí me sucedió lo mismo.) El muchacho corrió, corrió desesperado para alejarse de ese lugar y de la alucinación, mas al pensar que el rebaño no era suyo, sino de su patrón y que de él debía responder, el joven se detuvo, recapacitó y regresó al lugar de donde había huido. Al llegar sólo encontró la misma cantidad de vacas; su doble a caballo se había ido y todo estaba tal como antes de la aparición de las «nubes» rosadas. Entonces tuvo reflexiones agobiadoras: «o he visto un espejismo o me he vuelto loco». Arreó las vacas hacia el corral y emprendió el camino en dirección a la ciudad a fin de ver al patrón.
Como tú comprenderás, Yuri, todo esto es el introito de mi carta. Antes de que pudiese tranquilizarlo, me alarmé: las nubes venían por la carretera en vuelo rasante. Eran justamente los cerditos de Walt Disney, como las llamó nuestro radista de MacMurdo, y diferentes de los pepinos. Mitchell las vio y guardó silencio, respirando sofocado.
«Ya empieza» pensé, recordando sus espolonazos en el «combate» aéreo que tuve contra ellas. Pero esta vez no descendieron, sino que cruzaron a velocidad sónica sobre nosotros como relámpagos en un cielo color lila.
—Se dirigen a la ciudad —susurró Mitchell desde el asiento posterior del automóvil.
No respondí: ¡quién las comprende!
—¿Por qué no nos tocaron?
—No les interesamos. Dos personas en un automóvil no es para ellas una gran cosa: ¡tantos hay! Además, yo estoy marcado.
El no comprendió.
—Quiero decir, que ya me conocen —aclaré—, y me recuerdan.