Jinetes del mundo incógnito – Alexander Abramov, Serguei Abramov

«Alguien las llamó con acierto, «jinetes» —escribía el almirante—. Pese a todo, no dio en el blanco. Estas nubes no son simplemente jinetes, sino jinetes del Apocalipsis. Y no es una comparación accidental. Recordemos las palabras del profeta: «…y apareció un caballo pálido. El que lo monta se llama La Muerte y un poder le fue dado para hacer perecer a los hombres por la espada, por el hambre, por la peste y por las bestias salvajes…» Perdónenme todos mis lectores por utilizar la terminología que más convendría a un cardenal católico que a un marinero militar retirado. Empero, yo estoy compelido a hacerlo, debido a que la humanidad está recibiendo a estos intrusos con demasiada despreocupación». El almirante no estaba interesado en saber de dónde venían ellos, si de Sirio o del Alfa de Centauro y no le inquietaba que el hielo de la Tierra fuese transportado al espacio cósmico; lo que le molestaba eran los dobles. Ya en Mirni había expuesto su duda con relación a que se destruía: el hombre o el doble. Ahora, esa duda se manifestaba en una forma agresiva y convincente: «…los dobles y las personas suelen ser idénticos en todo: la misma fisonomía, la misma memoria y el mismo proceso de pensamiento. Pero, quién me puede probar que la afinidad en el pensamiento no tiene un límite tras el cual se manifieste el sometimiento a los creadores». Cuanto más escuchaba a Diachuk, tanto más me asombraba de la convicción fanática del almirante. El hasta rechazaba la realización de un estudio y de una observación objetivos, y exigía la expulsión de los intrusos con la ayuda de todos los medios disponibles. El artículo concluía con una sugerencia extraordinariamente fantástica: «Si de repente cambio de opinión y desdigo mis propias palabras, entonces yo soy el doble y he sido sustituido. En ese caso, les ruego que me ahorquen en el primer farol».

Lo curioso de este artículo no era solamente su contenido, sino también su tono que sembraba pánico y alarma. Era esto precisamente lo que inquietaba. Ya que personas incautas, acostumbradas a tomar en serio cualquier palabrería propagandística, podrían atemorizarse seriamente al conocer este artículo producto de un individuo inteligente, pero prejuiciado en sus ideas. Y lo que es peor, este artículo podría ser utilizado con propósitos malévolos en la ciencia y en la política por individuos inescrupulosos.

Felizmente debemos agradecer al almirante que no haya pedido el apoyo de estos últimos y que no haya competido con ellos en palabras anticomunistas.

Cuando le expuse a Anatoli mis razonamientos, éste dijo:

—El artículo del almirante es sólo una cuestión particular. El problema que surge ahora es otro. Hasta el momento presente, cuando los científicos o escritores de ciencia-ficción han escrito sobre la posibilidad de un encuentro con otro raciocinio del cosmos, lo que les interesaba era la cuestión de si sería amistosa u hostil la actitud de este raciocinio para con los hombres. Mas nadie pensó siquiera en la posibilidad de una actitud hostil de los hombres respecto a este raciocinio. He ahí el quid de la cuestión. Ahora todo el mundo está excitado. Si encendieras la radio por la noche, te enloquecerías. El mundo grita por todas las ondas: los clérigos, los ministros, los senadores y los astrólogos. Los platillos voladores son insignificantes comparado con esto. Hasta en los Parlamentos hubo interpelaciones con relación a este problema.

Esto era algo en lo que se debía pensar. Anatoli a veces expresaba juicios razonables.

Capítulo 11 – Ellos ven, escuchan y sienten

El problema que Anatoli había tocado fue discutido en una reunión especial de la Academia de Ciencias, en cuyo debate yo estaba presente por ser quien filmó a los visitantes del cosmos. Se habló mucho de todo, pero especialmente de la naturaleza del fenómeno y de sus peculiaridades. Esto me llevó de nuevo a la órbita de las «nubes» rosadas.

Llegué al edificio de la Academia de Ciencias donde se debía realizar la reunión, una hora antes, aproximadamente, de la apertura de ésta, pues debía comprobar el proyector, la pantalla y el sonido: la película se proyectaba ya acompañada de texto. En la sala de conferencias encontré solamente a la taquígrafa Irina Fateieva, de la cual me habían dicho que sería la futura secretaria de una comisión especial que se formaría después de la reunión. Yo había sido advertido de que ella era una cobra, una políglota y una sabelotodo. Me habían dicho: «Si le preguntaras, qué resultaría si se mojara un cerebro abierto con una solución de cloruro potásico, recibirías de ella la respuesta exacta. Lo mismo resultaría si le preguntaras algo sobre el cuarto estado de la materia. Aun más, si tú desearas saber el significado de la palabra topología, podrías consultarle a ella». Pero no inquirí nada, lo único que hice fue mirarla, lo que me bastó para convencerme de la veracidad de las advertencias.

Ella llevaba un suéter de color azul oscuro con una ornamentación abstracta muy estricta, sus cabellos se hallaban recogidos en un moño sobre la cabeza, aunque no al estilo del siglo XIX. Sobre su nariz descansaban unos espejuelos ahumados sin montura de lentes rectangulares, a través de los cuales notábanse unos ojos inteligentes, penetrantes y exigentes. Ella escribía en su cuaderno de apuntes y cuando yo entré ni siquiera levantó la cabeza para mirarme.

Tosí.

—No tosa, Anojin, y no se pare en el medio de la sala —dijo ella sin mirarme—. Yo le conozco y sé todo lo relacionado con su persona. Así que, creo superflua la presentación. Siéntese en cualquier lugar y espere que yo termine esta sinopsis.

—¿Qué es una sinopsis? —inquirí.

—No trate de mostrarse más ignorante de lo que es en realidad. Usted no necesita conocer la sinopsis de la reunión, si no fue invitado a ella.

—¿A qué reunión? —quise saber.

—A la reunión del Consejo de Ministros. Ayer mostramos allí su película.

Yo estaba enterado de ello, pero no dije nada. Sus espejuelos rectangulares se dieron la vuelta hacia mí. «¡Qué bueno sería si ella se quitara esos espejuelos!» pensé.

Y se los quitó.

—Ahora empiezo a creer en la telepatía —le dije. Ella se levantó. Era alta como una basketbolista de primera clase.

—Anojin, ¿ha venido usted para examinar el aparato, la tensión de la pantalla y el regulador del sonido? Ya todo eso ha sido comprobado.

—Escuche, ¿qué es la topología? —le pregunté.

Sus ojos sin espejuelos no tuvieron tiempo de incinerarme, porque en esos momentos empezaron a llegar los invitados a la reunión. Nadie quería llegar tarde. El quorum fue reunido en un cuarto de hora. No hubo introitos. El presidente de la reunión le preguntó a Zernov que si habría algunas palabras de introducción. «¿Para qué?» preguntó a su vez aquél. A poco, la luz se apagó y en el cielo azul de la Antártida, proyectado sobre la pantalla, empezó a inflarse la campana morada.

Esta vez no tuve necesidad de comentar la película, porque la voz del locutor en la grabadora lo hacía en mi lugar. A diferencia de aquella reunión tensa que tuvo lugar en Mirni durante la proyección de la película por primera vez, ésta parecía una reunión de amigos ante la pantalla del televisor. De tiempo en tiempo las réplicas le «pisaban los talones» al locutor, eran alegres en su mayoría, algunas eran comprensibles sólo para los iniciados en las ciencias que dominaban aquí; otras eran punzantes como las estocadas de los esgrimistas y, en ocasiones, eran tan ingeniosas como las expresadas en un club de bromistas. Yo recuerdo algo de esto. Cuando la flor morada se tragó a mi doble junto con su cruzanieves, alguien, con una voz de bajo, gritó:

—¡Que levante la mano el que considere al hombre como la cúspide de la creación!

Se oyó una risotada. La misma voz prosiguió:

—Debemos tener en cuenta una cosa irrefutable: ningún sistema creador de copias es capaz de construir una copia estructural más compleja que él mismo.

Cuando el borde de la flor, doblándose, empezó a desprender espuma oí:

—Es la espuma líquida, ¿verdad? ¿Cuáles serán sus componentes? ¿Gas? ¿Líquido? ¿O una sustancia capaz de formar espuma?

—¿Está usted seguro de que eso es espuma?

—Yo no estoy seguro de nada.

—Quizás sea plasma a baja temperatura, ¿verdad?

—El plasma es un gas. Siendo así, ¿qué lo retiene?

—La trampa magnética. El campo magnético puede generar las paredes necesarias.

—Tonterías, colega. ¿Por qué ese gas disperso y efímero no se desintegra ni se esfuma bajo la presión de este campo? Pues éste no sería un campo privado de fuerza en el sentido de que no tiende a cambiar la forma.

—¿Cómo, a su juicio, las nubes de gases interestelares forman campos magnéticos?

Otra voz se mezcló en la conversación:

—La presión del campo es variable, por cuya causa varía también la forma.

—La forma sí, pero, ¿por qué varía el color?

Lamenté no haber traído conmigo el magnetófono. La sala calló por unos minutos: en la pantalla apareció la flor gigante tragándose el avión, y el tentáculo-serpiente violeta engulléndose el modelo insensible de Martin. Aún estaba pulsando sobre la nieve, cuando una voz dijo:

—Quisiera hacerles una pregunta a los autores de la hipótesis del plasma. ¿Creen ustedes que ambos, el avión y el hombre, se fundieron en el chorro de gas dentro de la «botella» magnética?

Una risotada proveniente de la primera fila llenó la sala. Yo lamenté de nuevo no haber traído conmigo el magnetófono: ya empezaban a intercambiarse «disparos».

—En esto hay mística. Considero que es improbable.

—Para reconocer como posible la existencia de lo improbable no es necesaria la mística, sólo bastan las matemáticas.

—Eso es paradójico.

—Aquí, los matemáticos hacen más falta que los físicos. El matemático encontraría resoluciones más positivas que las que podrían lograr los físicos.

—Sería interesante saber qué es lo que encontraría.

—El matemático no necesitaría ningún tipo de muestras, sino más fotos. ¿Qué observaría en ellas? Observaría figuras geométricas distorsionándose a voluntad, sin desgarros y sin pliegues. Ese es un problema que se encuentra en el curso de topología.

—Perdone usted, pero, ¿quién resolvería entonces el «pequeñísimo» problema sobre la composición de esa biomasa rosada?

—¿La considera usted una masa?

—Yo no puedo, a base de esos cuadros de color, considerarla un organismo pensante.

—Pero es evidente que puede elaborar información.

—Eso no es sinónimo de raciocinio.

Las réplicas se continuaban. La sala se excitó grandemente cuando en la pantalla apareció la sinfonía de hielo: nubes trabajando a modo de serruchos y gigantescas barras de hielo colgando sobre el fondo del cielo azul.

—¡Mirad cómo se alargan! ¡Una nube de tres metros de longitud crece hasta el tamaño de un kilómetro y aseméjase a un buñuelo!

—Eso no es un buñuelo, sino un cuchillo.

—No entiendo nada.

—¿Por qué no? Un solo gramo de cualquier sustancia en un estado de dispersión coloidal poseería una superficie enorme.

—Entonces, ¿es una sustancia?

—Es difícil hacer ahora una conclusión definitiva. ¿Cuáles son los datos que poseemos? ¿Qué nos dicen estos datos sobre este biosistema? ¿Cómo reacciona éste bajo la influencia del medio ambiente? ¿Creando un campo de fuerza? ¿Y quién o qué controla a este biosistema?

—Agregue, además, ¿de dónde este biosistema toma la energía? ¿En qué acumuladores la conserva? ¿Qué transformadores aseguran su conversión?

—Añada, entonces…

Pero nadie añadió nada: la película terminó, las luces se encendieron y todos callaron, como si la claridad hubiese traído la habitual cautela en la exposición de los juicios. El presidente de la reunión, académico Osovets, lo percibió:

—Camaradas, no estamos en un simposio, ni tampoco en una asamblea académica —dijo pausadamente—. Nosotros, todos los aquí presentes, representamos un comité especial creado por el Gobierno con los objetivos siguientes: determinar la naturaleza de las «nubes» rosadas, el objeto de su llegada a la Tierra, la agresividad o amistad de sus intenciones y el contacto posible con ellas, caso de que sean seres racionales. Desgraciadamente, lo que hemos visto no nos permite aún llegar a conclusiones o decisiones determinadas.

—¿Por qué no? —le interrumpió la conocida voz de bajo—. ¿Y la película? Podemos hacer ya la primera conclusión, y es que esta película es una excelente joya científica y un material inapreciable para empezar a trabajar. Propongo la primera decisión: que sea exhibida en todo el mundo.