It (Eso) – Stephen King

Allá abajo, en ese revoltijo, pasé los días más felices de mi niñez, pensó, estremecido.

Estaba por gritar sobre sus talones cuando algo le llamó la atención: un cilindro de cemento con una pesada tapa de acero. Agujeros Morlock los llamaba Ben, riendo con la boca pero no con los ojos. Llegaban casi a la cintura (si uno era niño) y en la tapa se leía DPTO. DE OBRAS PUBLICAS DE DERRY, en relieve metálico, formando un semicírculo. Y desde muy adentro se oía un zumbido. Algún tipo de maquinaria.

Agujeros Morlock.

Allí fuimos. En agosto. Al final. Entramos por uno de esos agujeros Morlock, como les decía Ben, en las cloacas, pero al cabo de un rato ya no eran cloacas. Eran…, eran…, ¿qué?

Allá abajo estaba Patrick Hockstetter. Antes de que Eso se lo llevara, Beverly le vio hacer algo malo, que la hizo reír, pero sabía que era malo. Tenía algo que ver con Henry Bowers, ¿no? Sí, creo que sí. Y…

Giró súbitamente en redondo y echó a andar hacia el abandonado garaje. No quería seguir contemplando Los Barrens. No le gustaban los pensamientos que conjuraban. Quería estar en su casa, con Myra. No quería estar allí. Él…

—¡Cógela, chico!

Giró hacia el sonido de la voz. Una especie de pelota venía sobre el alambrado, directamente hacia él. Rebotó en la grava. Eddie alargó una mano y la cogió. En su acto reflejo, el movimiento fue tan pulcro que resultó casi elegante.

Cuando miró lo que tenía en la mano, todo en él pareció aflojarse. En otros tiempos había sido una pelota de béisbol. Ahora era sólo una esfera envuelta en cordel porque la cubierta se había desprendido de un golpe. Se veía el cordel suelto, colgando, que pasaba sobre la cerca, como un hilo de telaraña, y desaparecía en Los Barrens.

Dios —pensó Eddie—. Dios, está aquí. Eso está aquí, conmigo, AHORA.

—Baja a jugar, Eddie —dijo la voz, al otro lado del alambrado.

Y Eddie reconoció, con horror próximo al desmayo, la voz de Belch Huggins, asesinado en los túneles, bajo Derry, en agosto de 1958. Allí estaba Belch, en persona, trepando por el terraplén al otro lado de la cerca.

Llevaba un uniforme de béisbol de los Yankees, lleno de hojas otoñales y manchado de verde. Era Belch, pero también el leproso, una criatura odiosamente levantada de la húmeda tumba en que había pasado largos años. La carne de su cara pesada pendía en hilachas y surcos pútridos. Tenía un ojo vaciado. En su pelo se agitaban cosas. Llevaba en una mano un guante de béisbol lleno de moho. Hundió los dedos putrefactos de la mano derecha en los rombos de la alambrada y, cuando los enroscó, Eddie oyó un horrible ruido de chapoteo que estuvo a punto de volverlo loco.

—Ésa podría haber salido del Yankee Stadium —dijo Belch, sonriendo. Un sapo, nocivamente blanco y pataleante, cayó de su boca al suelo—. ¿Me oyes? ¡Ésa podría haber salido del maldito estadio de los Yankees! Y a propósito, Eddie, ¿quieres que te la chupe? Lo hago por diez centavos. Qué diablos, te lo hago gratis.

La cara de Belch se transformó. La nariz bulbosa, como de gelatina, cayó hacia adentro, revelando dos canales de carne viva, los que Eddie había visto en sus sueños. Su pelo se hizo áspero, más retirado de las sienes y blanco como tela de araña. La piel podrida de la frente se desgarró, descubriendo el hueso blanco, cubierto de una sustancia mucosa, como los lentes empañados de un reflector. Belch había desaparecido; ahora estaba allí lo que había aparecido bajo el porche del 29 de Neibolt Street.

—Bobby cobra sólo diez —croó, mientras empezaba a trepar por el alambrado, dejando trozos de carne en los rombos de los hilos cruzados. La cerca tintineaba bajo su peso. Allí donde tocaba la enredadera, el verde se volvía negro—. Te lo hace donde estés. Cinco más por otra vez.

Eddie trató de gritar, pero no emitió sino un chirrido seco, sin sentido. Sus pulmones parecían la ocarina más vieja del mundo. Bajó la mirada a la pelota que tenía en la mano y, de pronto, el objeto empezó a exudar sangre por entre los cordeles. Las gotas cayeron a la grava y le salpicaron los mocasines.

La arrojó y dio dos pasos atrás, tambaleándose, con los ojos dilatados, frotándose las manos en la pechera de la camisa. El leproso había llegado a lo alto de la cerca. Su cabeza se balanceaba recortada contra el cielo: una silueta de pesadilla, como las máscaras de la noche de Brujas. Sacó la lengua: un metro de lengua, tal vez, que descendió por la cerca como una serpiente.

Estaba allí… y al segundo siguiente había desaparecido.

No se borró, como los fantasmas de película; simplemente, desapareció, en un guiño, de la existencia. Pero Eddie oyó un sonido que confirmaba su solidez esencial: un pop, como el de una botella de champán descorchada. Era el ruido del aire que se precipitaba a llenar el vacío, allí donde había estado el leproso.

Giró en redondo y echó a correr, pero no pudo avanzar tres metros antes de que cuatro formas tiesas surgieran de entre las sombras bajo la plataforma de carga. Al principio pensó que eran murciélagos y se cubrió la cabeza, gritando. Luego vio que eran cuadrados de lona, los mismos que los muchachos habían usado de bases para jugar allí.

Giraban y flameaban en el aire inmóvil; Eddie tuvo que agachar la cabeza para esquivar una. De pronto, a un tiempo, se asentaron en sus sitios de costumbre levantando pequeñas nubes de polvo: meta, primera base, segunda, tercera.

Jadeando, Eddie corrió más allá de la meta, con los labios contraídos y el rostro blanco como queso de crema.

¡WAC! El ruido de un bate al golpear una pelota fantasma. Y entonces…

Eddie se detuvo, con las piernas ya sin fuerzas y un gruñido en los labios. La tierra se abultaba en línea recta, desde la meta a la primera base, como si un topo gigantesco estuviera excavando rápidamente un túnel, apenas bajo la superficie de la tierra. A cada lado rodaba la grava. La forma bajo la tierra llegó a la base y la lona voló por el aire con tanta fuerza que emitió un chasquido como el que hacen los limpiabotas cuando se sientan bien y sacuden el paño. La tierra empezó a abultarse entre la primera y la segunda base, cada vez a más velocidad. La segunda base voló por el aire con un sonido similar. Apenas había vuelto a aposentarse cuando la forma subterránea había llegado a la tercera y corría hacia la meta.

También la meta voló, pero antes de que la lona pudiera descender, aquella cosa asomó de la tierra como un horrible regalo de cumpleaños. Y la cosa era Tony Tracker; su rostro era una calavera a la cual aún se aferraban algunos trozos de carne ennegrecida. Su camisa blanca era un amasijo de hebras podridas. Asomó de la tierra en la meta, hasta la cintura, meciéndose como un grotesco gusano.

—Puedes apretar ese bate todo lo que quieras —dijo Tony Tracker con voz arenosa, chirriante. Sus dientes sonreían con lunática familiaridad—. Da igual, Fuelle Pinchado; ya te atraparemos. A ti y a tus amigos. ¡Y jugaremos a la P’LOTA!

Eddie lanzó un chillido y retrocedió, tropezando. Había una mano en su hombro. La esquivó. La mano ejerció presión por un momento, antes de retirarse. Eddie se volvió. Era Greta Bowie. Estaba muerta. Le faltaba la mitad de la cara. En la roja carne restante reptaban los gusanos. Tenía un globo verde en una mano.

—Accidente de coche —dijo, con la mitad reconocible de la boca, y sonrió. La sonrisa provoco un indecible sonido de desgarramiento, y Eddie vio moverse tendones crudos, como terribles correas—. Yo tenía dieciocho años, Eddie. Borracha y llena de droga. Aquí estamos tus amigos, Eddie.

Él retrocedió apartándose de ella con las manos delante de la cara. Greta caminó hacia él. En sus piernas se había secado la sangre en largas salpicaduras. Llevaba mocasines.

Y en ese momento, detrás de ella, vio el horror definitivo: Patrick Hockstetter avanzaba hacia él, cruzando el terreno. También él lucía el equipo de los Yankees.

Eddie echó a correr. Greta le lanzó otro manotazo desgarrándole la camisa y salpicándole un liquido horrible detrás del cuello. Tony Tracker estaba saliendo de su cueva de topo humano. Patrick Hockstetter tropezaba y se tambaleaba. Eddie echó a correr sin saber de dónde sacaba aliento para hacerlo, pero corrió de todos modos. Y mientras corría vio unas palabras flotando frente a sí, las mismas que había visto impresas en el globo verde de Greta Bowie:

LOS MEDICAMENTOS PARA EL ASMA PRODUCEN

CÁNCER DE PULMÓN

CORTESÍA DE LA FARMACIA CENTER

Eddie corrió. Corrió y corrió. En algún momento cayó, totalmente desmayado, cerca del parque McCarron. Algunos chicos, al verlo, se apartaron de él porque parecía un borracho o podía tener alguna enfermedad extraña y, por lo que ellos sabían, hasta podía ser el asesino y hablaron de denunciarlo a la policía, pero al final no hicieron nada.

3

Beverly Rogan hace una visita

Beverly caminaba por Main Street, distraída, desde el «Town House» adonde había ido a ponerse un par de vaqueros y una blusa fruncida de color amarillo intenso. No iba pensando en el sitio adonde iba. En cambio, pensaba esto:

Tu pelo es fuego de invierno,

rescoldo de enero.

Allí arde también mi corazón.

Lo había escondido en el último de sus cajones, bajo la ropa interior. Su madre podría encontrarlo, pero eso no importaba. Lo que importaba era que su padre nunca revisaba ese cajón. Si lo hubiera visto, la habría mirado con esos ojos brillantes, casi amistosos, paralizantes por completo, para preguntarle, casi cordialmente: «¿Has estado haciendo algo que no debieras, Bev? ¿Estuviste haciendo algo con un muchacho?». Dijera ella que sí o que no, habría un rápido par de golpes, tan rápidos y tan duros que, en un principio, ni siquiera dolerían; se tardaba unos segundos hasta que el vacío se disipaba y el dolor llenaba su sitio. Y entonces, la voz de su padre otra vez, casi cordial: «Me preocupas mucho, Beverly. Me preocupas muchísimo. Tienes que madurar, ¿no te parece?».

Bien podía ser que su padre siguiera viviendo allí, en Derry. Allí estaba la última vez que ella tuvo noticias suyas, pero de eso habían pasado… ¿cuántos años? ¿Diez? Por entonces, ni siquiera estaba casada con Tom. Había recibido una postal con la horrible estatua plástica de Paul Bunyan frente al Centro Municipal. Esa estatua había sido erigida en la década de los cincuenta. Era uno de los puntos destacados de su niñez, pero la tarjeta de su padre no despertó en ella nostalgias ni recuerdos; bien podría mostrar el Gateway Arch de Saint Louis o el Golden Gate de San Francisco.

«Espero que te vaya bien y seas buena chica —decía la tarjeta—. Me gustaría que me enviaras algo, si puedes, porque no tengo gran cosa. Te quiero, Bevvie. Papá».

La había querido, en verdad, y probablemente eso tenía mucho que ver con el modo en que ella se había enamorado de Bill Denbrough, tan desesperadamente, en aquel largo verano de 1958: de todos los chicos, Bill era el único que proyectaba una autoridad como la que ella asociaba a su padre…, pero era una autoridad distinta, una autoridad que escuchaba. Ni en los ojos ni en los actos de Bill se veía que él justificase la existencia de la autoridad con preocupaciones como las de su padre…, como si las personas fuesen mascotas a mimar y a disciplinar, todo a un tiempo.

Por la razón que fuese, al terminar aquella primera reunión como grupo completo en julio de aquel año, la reunión en la que Bill se había hecho cargo del grupo de un modo tan completo y sin esfuerzos, ella estaba locamente enamorada de él. Decir que era un deslumbramiento de colegiala era como definir el Rolls-Royce diciendo que era un vehículo de cuatro ruedas. Ella no reía como una tonta ni se ruborizaba al verlo; tampoco escribía su nombre con tiza en los árboles o en las paredes del Puente de los Besos. Simplemente vivía con su cara en el corazón, constantemente, con una especie de dolor dulce, perenne. Hubiera muerto por él.

Resultaba natural, posiblemente, que deseara ver en él al autor de ese poema de amor…, aunque nunca había llegado a convencerse de eso. No, ella había sabido quién era el autor del poema. Y más tarde, en algún momento, ¿no lo había reconocido el mismo chico que se lo había enviado? Sí, Ben se lo había dicho (aunque ahora no podría recordar, ni por todo el oro del mundo, en qué circunstancias lo había dicho en voz alta), y hasta ese momento había ocultado su amor tan discretamente como ella ocultaba el que sentía por Bill,

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