—¡Tienes que ponerte bajo la p’lota para atajarla, Rojo! ¡No apartes los ojos de esa p’lota, Mediometro! ¡No vas a pegarle nunca si no la miras! ¡Corre, Pata de Elefante! ¡Pon esas zapatillas en la cara del segunda base!
Nunca llamaba a nadie por su nombre. Era siempre: eh, Rojo; eh, Rubio; eh, Cuatroojos; eh, Mediometro. Y nunca decía pelota; siempre p’lota.
Eddie, sonriente, se acercó un poquito más… y entonces se evaporó su sonrisa. El largo edificio de ladrillos, donde se recibían las cargas, se reparaban los camiones y se almacenaba mercadería por poco tiempo, estaba en ese momento oscuro y silencioso. Crecían las hierbas por entre la grava y ya no había camiones en los patios laterales: sólo una cabina, herrumbrosa y opaca.
Al acercarse un poco más, distinguió un cartel de empresa inmobiliaria, SE VENDE, en la ventana.
Tracker Hermanos se fundió, se dijo, sorprendido ante la tristeza que le causaba la idea, como si alguien hubiera muerto. Entonces se alegró de no haber ido a Broadway Oeste. Si la empresa de transportes, que parecía eterna, se había acabado, ¿qué habría sido de esa calle por la que tanto le gustaba caminar de niño? Comprendió, intranquilo, que prefería no saberlo. No quería ver a Greta Bowie con el pelo encanecido y las caderas engrosadas por exceso de silla, de bebida y de comida. Era mejor, más seguro, mantenerse lejos.
Eso es lo que todos deberíamos haber hecho: mantenernos lejos. No tenemos nada que hacer aquí. Volver al sitio donde uno ha crecido es como hacer una de esas descabelladas pruebas de contorsionista: meterse los pies en la boca y tragarse a uno mismo, de algún modo, hasta que nada queda. No se puede hacer, y cualquiera en su sano juicio debería alegrarse de que no sea posible. De cualquier modo, ¿qué habrá sido de Tony y Phil Tracker?
En el caso de Tony, un ataque cardiaco, tal vez. Tenía unos treinta y cinco kilos de más. Y con el corazón había que tener cuidado. Los poetas escribían mucho sobre los corazones deshechos y Barry Manilow los nombraba en sus canciones; a Eddie le parecía bien (él y Myra tenían todos los discos de Barry Manilow), pero él, por su parte, prefería hacerse un buen electrocardiograma todos los años. Sí, seguro: el corazón de Tony habría renunciado a ese mal empleo. ¿Y Phil? Mala suerte en las carreteras, quizás. Eddie, que también se ganaba la vida conduciendo (antes, al menos; últimamente sólo conducía para los famosos y pasaba el resto de sus días conduciendo un escritorio) conocía bien la mala suerte que acecha en las rutas. El viejo Phil podía haber caído por un barranco, en Nueva Hampshire o en los bosques de Tainesville, al norte de Maine, ya por hielo en la carretera, ya por haberle fallado los frenos bajo la lluvia. Eso, o cualquiera de las cosas que se cantaban en las canciones country sobre camioneros. Conducir escritorios podía ser un trabajo solitario, pero Eddie, que había estado tras el volante más de una vez, con el inhalador en el tablero, reflejado fantasmagóricamente en el parabrisas (y un bote de píldoras en la guantera) sabía que la verdadera soledad era un borrón rojizo: el color de las luces traseras del coche que iba delante, reflejadas en el pavimento mojado por una lluvia torrencial.
—Oh, Dios, cómo pasa el tiempo —dijo Eddie Kaspbrak en un susurro suspirante. Ni siquiera se dio cuenta de que había hablado en voz alta.
Sintiéndose enternecido y triste al mismo tiempo (estado más común en él de lo que habría podido creer), rodeó el edificio. Sus costosos mocasines crujían en la grava. Por fin estuvo frente al terreno donde se jugaba al béisbol cuando él era niño… cuando, al parecer, el noventa por ciento del mundo estaba hecho de niños.
El lugar no había cambiado mucho, pero bastó un vistazo para convencerlo, sin lugar a dudas, de que ya no se jugaba allí; la tradición había muerto, simplemente, en algún momento de los años transcurridos, por sus propias razones.
En 1958, el rombo del terreno de juego no había estado demarcado por líneas de cal, sino por huellas abiertas por los pies al correr. No había bases, en realidad; los niños que iban a jugar allí (todos mayores que los perdedores, aunque Eddie recordó, en ese momento, que Stan Uris jugaba con ellos, de vez en cuando; como bateador era sólo pasable, pero corría mucho y tenía reflejos de ángel) tenían siempre cuatro trozos de lona sucia guardados bajo la plataforma de carga. Cuando se reunía un grupo suficiente, se retiraban esas lonas con aire de ceremonia; al adentrarse el crepúsculo al punto de impedir el juego, se las volvía a guardar con la misma ceremonia.
Eddie no vio rastros de las huellas abiertas. Los hierbajos crecían profusamente entre la grava. Aquí y allá se veían botellas de refrescos y cervezas, rotas y centelleantes. En los viejos tiempos, esos fragmentos de vidrio habrían sido retirados religiosamente. Lo único que permanecía igual era la alambrada de la parte trasera, de tres metros y medio, herrumbrada como sangre seca. Enmarcaba el cielo en muchas hileras de rombos.
Esto era territorio de home-run —pensó Eddie, divertido, con las manos en los bolsillos, ocupando el mismo sitio que había sido la meta, veintisiete años atrás—. Por encima de la alambrada y hacia Los Barrens. Eso se llamaba El Automático.
Rió con ganas y se volvió para mirar, nervioso, como si fuera un fantasma el que reía en voz alta, no un tipo bien vestido, de posición tan sólida como…, como…
Vamos, Eds —pareció susurrar la voz de Richie—. De sólido no tienes nada y en los últimos años las risadas han sido pocas y raras, ¿no?
—Sí, cierto —reconoció Eddie, en voz baja, mientras pateaba algunos guijarros.
En verdad, sólo había visto pasar dos pelotas sobre esa alambrada, ambas lanzadas por el mismo chico: Belch Huggins. Belch era enorme, casi hasta lo ridículo. A los doce años medía ya un metro ochenta y pesaba unos setenta y ocho kilos. Lo llamaban Belch (eructo), porque era capaz de eructar con asombrosa potencia y longitud. En sus mejores momentos parecía un cruce entre rana-toro con cigarra. A veces se golpeaba rápidamente la boca con la mano, mientras eructaba, emitiendo un sonido que parecía un grito indio, pero ronco.
Belch era enorme, sin llegar a gordo, recordó Eddie, pero se hubiera dicho que no era voluntad de Dios que un niño de doce años alcanzara tamaña corpulencia: si no hubiera muerto ese verano, habría llegado al metro noventa y cinco, por lo menos; tal vez habría aprendido, mientras tanto, cómo maniobrar con ese cuerpo descomunal por un mundo de personas más pequeñas. Quizás habría aprendido a moverse con desenvoltura. Pero a los doce años era torpe y perverso; no llegaba a ser retardado pero, casi lo parecía, por la falta de gracia de sus movimientos. No tenía, en absoluto, los ritmos naturales de Stanley; era como si su cuerpo no se hablara con su cerebro y existiera en su propio cosmos de truenos lentos. Eddie recordaba la tarde en que una pelota baja, lenta, larga, había sido lanzada directamente hacia la posición de Belch, en el campo exterior. Belch no necesitaba siquiera moverse. Permaneció mirando hacia arriba, con el guante levantado en un gesto casi sin objetivo y la pelota, en vez de hundirse en su guante, le pegó directamente en la coronilla, produciendo un hueco ¡bonk! Fue como si la hubieran arrojado, desde tres pisos de altura, contra el techo de un automóvil. Rebotó hasta alcanzar más de un metro de altura y bajó limpiamente al guante de Belch. Un desdichado, de nombre Owen Phillips, festejó con una carcajada aquel sonido hueco. Belch se acercó para patearle el culo con tanta fuerza, que el chico Phillips había corrido a su casa, aullando, con un agujero en los fondillos. Nadie más rió, al menos por fuera. Eddie se dijo que, si Richie Tozier hubiera estado allí, no habría podido evitarlo y Belch lo hubiera mandado al hospital.
Belch era igualmente lento como bateador; era fácil ganarle de mano y, si pegaba una, hasta el más torpe de los infielders se le adelantaba sin problemas. Pero cuando pegaba una, la enviaba muy, muy lejos. Las dos veces que Eddie vio a Belch enviar una pelota por encima de la cerca fueron dos maravillas. La primera nunca fue recobrada, aunque diez o doce chicos se pasearon largamente por el terraplén que se hundía en Los Barrens, buscándola.
La segunda sí, fue recobrada. La pelota pertenecía a otro chico de sexto curso (Eddie no recordaba su nombre, pero los otros le llamaban Estornudo porque siempre estaba resfriado) y había estado en uso por media primavera y medio verano de 1958. Como resultado, ya no era la creación esférica casi perfecta, de cuero blando y costura roja, que saliera de la caja; estaba rozada, con manchas de hierba y varios cortes. Sus costuras empezaban a aflojarse en un lado. Eddie, que solía recobrar las pelotas perdidas cuando el asma se lo permitía (disfrutando el indiferente «¡Gracias, flaco!» con que se la recibían los jugadores) sabía que pronto alguien traería un rollo de cinta engomada para emparcharla, a fin de que les sirviera por una semana más.
Pero antes de que llegara ese día, un muchacho de séptimo curso, con el extraño nombre de Stringer Dedham, arrojó hacia Belch Huggins una pelota con lo que él llamaba «cambio de velocidad». Belch calculó perfectamente el pitch (las pelotas lentas eran su especialidad) y bateó con tanta fuerza que la envejecida pelota de Estornudo perdió su cubierta, que cayó revoloteando a uno o dos metros de la segunda base, como, una polilla blanca, gigantesca. La pelota en sí continuó subiendo hacia un glorioso crepúsculo, desmadejándose. En el trayecto, mientras los chicos seguían su curso con maravillada mudez, pasó por encima del alambrado y continuó. Eddie recordaba que Stringer Dedham había dicho «¡A la mierr-da!», con voz pasmada de asombro. La pelota seguía, dibujando una senda en el cielo. Todos vieron el cordel que se iba soltando. Tal vez antes de que cayera, seis muchachos treparon por la alambrada. Eddie recordó que Tony Tracker, riendo como loco, había gritado:
—¡Ésa parecía salida del Yankee Stadium! ¿Me oís? ¡Del Yankee Stadium tendría que haber salido, joder!
Fue Peter Gordon quien encontró la pelota, no lejos del arroyo que el Club de los Perdedores cerraría con un dique, menos de tres semanas después. Lo que restaba no medía más de siete centímetros de diámetro, era una especie de torcido milagro que no se hubiera roto el cordel.
Por tácito acuerdo, los niños llevaron los restos de aquella pelota a Tony Tracker, quien la examinó sin decir palabra, rodeado de niños igualmente silenciosos. Visto desde lejos, el grupo parecía tener una solemnidad casi religiosa: la veneración de una reliquia. Belch Huggins ni siquiera corrió de base en base. Estaba entre los otros, como si no tuviera idea exacta de dónde estaba. Lo que Tony Tracker le devolvió, aquel día, era más pequeño que una pelota de tenis.
Eddie, perdido en esos recuerdos, caminó desde el sitio en donde había estado la meta, cruzando el montículo del pitcher (sólo que no era un montículo, sino una depresión sin grava) hasta salir del rombo. Se detuvo por un instante, sorprendido por el silencio; luego siguió caminando hasta la cerca. Estaba más herrumbrada que nunca y cubierta por una fea planta trepadora, pero seguía allí. Al otro lado se veía el descenso del suelo, agresivamente verde.
Los Barrens se parecían más que nunca a una selva. Por primera vez, Eddie se preguntó por qué llamaban Barrens (áridos) a una zona de vegetación tan enmarañada y selvática. ¿Por qué no llamarla La Espesura? ¿O La Jungla?
Barrens.
El sonido era ominoso, casi siniestro. Lo que conjuraba en la mente no era una maraña de arbustos y árboles tan densos que debían luchar por recibir un poco de sol, sino terrenos áridos y desiertos que se extendían interminablemente. Barrens. Mike había dicho que todos ellos eran yermos, y parecía cierto. Ni un sólo niño, entre los siete. Aun con la moda de la planificación familiar, resultaba un desafío a la ley de las probabilidades.
Dejó vagar los ojos a través del ruinoso campo en forma de diamante oyendo el ruido lejano de los coches de Kansas Street, el ruido lejano del agua corriendo y goteando allá abajo. Podía verla brillar en el sol de primavera como destellos de cristal. Los troncos de bambú aún estaban allí, en medio del verde. Más allá, en los terrenos cenagosos que bordeaban el Kenduskeag, había, supuestamente, arena movediza.