Lo que deseaba no era tumbarse, sino salir volando de la biblioteca pública. Levantó la vista hacia el descansillo. El payaso había desaparecido. El vampiro había desaparecido. Pero había algo atado a la barandilla de hierro forjado que rodeaba el descansillo: un globo. Y en su abultada superficie se leía una frase: ¡QUE TE DIVIERTAS! ¡ESTA NOCHE MORIRÁS!
—Su carnet ya está listo —dijo ella, apoyándole una mano en el brazo—. ¿Todavía lo quiere?
—Sí, gracias —dijo Ben. Aspiró profunda, trémulamente—. Lamento mucho este problema.
—Espero que no sea botulismo —se alarmó ella.
—No daría resultado —dijo el señor Brockhill, sin levantar la vista de los dibujos ni quitarse la pipa apagada de la boca—. Invento de las malas novelas. Las balas saldrían a tumbos.
Y Ben, hablando otra vez sin saber lo que iba a decir, dijo:
—Eran balines, no balas. Enseguida nos dimos cuenta de que no podríamos hacer balas. Porque éramos niños. Yo tuve la idea de…
—¡Chissst! —dijo alguien, otra vez.
Brockhill clavó en Ben una mirada algo sobresaltada; parecía a punto de decir algo, pero volvió a sus dibujos.
Ya ante el escritorio, Carole Danner le entregó una pequeña tarjeta naranja que tenía, en la parte superior, un nombre impreso: BIBLIOTECA PÚBLICA DE DERRY. Ben, asombrado, se dio cuenta de que era su primer carnet de biblioteca en su vida adulta. El que tenía de niño había sido de color amarillo canario.
—¿Está seguro de que no necesita echarse, señor Hanscom?
—Me siento algo mejor, gracias.
—¿Seguro?
Él consiguió sonreír.
—Seguro.
—Sí, se lo ve un poco mejor —comentó ella.
Pero lo dijo con vacilación, como si comprendiera que era lo correcto, aun sin creerlo.
Un momento después, ella puso un libro bajo el aparato de microfilmación que se usaba en la actualidad para registrar los préstamos de volúmenes. Ben sintió un dejo de diversión casi histérica. Es el libro que tomé del estante cuando el payaso comenzó a hablar con la Voz del Negrito —se dijo—. Ella creyó que yo quería retirarlo. Acabo de retirar mi primer libro de la biblioteca de Derry, después de veinticinco años, y ni siquiera sé cómo se titula. Más aún, no me importa. Sólo quiero salir de aquí, ¿eh? Con eso basta.
—Gracias —dijo, poniéndose el libro bajo el brazo.
—No tiene nada que agradecer, señor Hanscom. ¿Seguro de que no quiere una aspirina?
—Seguro —dijo él. Y entonces vaciló—. Por casualidad, ¿no sabe qué fue de la señora Starrett? Barbara Starrett. Era jefa de la biblioteca infantil.
—Murió —dijo Carole Danner—. Hace tres años. Fue un ataque, por lo que tengo entendido. Una verdadera lástima, porque era relativamente joven… cincuenta y ocho o cincuenta y nueve años, creo. El señor Hanlon cerró la biblioteca por ese día.
—Oh —dijo Ben.
Sintió que un hueco se le abría en el corazón. Eso era lo que pasaba cuando uno volvía a su «antes era así», como dice la canción. Aunque la tarta estuviera recubierta de dulce, lo de dentro era amargo. La gente se había olvidado de uno, o se moría, o perdía el pelo y los dientes. A veces, uno descubría que hasta había perdido la cabeza. Oh, era grandioso estar vivo. Claro que sí.
—Lo siento —dijo ella—. Usted le tenía aprecio, ¿verdad?
—Todos los chicos queríamos a la señora Starrett —dijo Ben, alarmado al sentir las lágrimas aflorar.
—¿Se sien…?
Si vuelve a preguntarme si me siento bien, voy a gritar de verdad. O cualquier cosa parecida.
Echó un vistazo al reloj, y dijo:
—Tengo que darme prisa, de veras. Gracias por su amabilidad.
—Que se divierta, señor Hanscom.
Claro. Porque esta noche moriré.
Se despidió y volvió a cruzar la sala. El señor Brockhill le observó por un instante, atento, suspicaz.
Ben miró hacia el descansillo de la izquierda. El globo seguía flotando allí, atado con un cordel al hierro forjado. Pero la frase impresa en su curva decía:
¡YO MATÉ A BARBARA STARRETT!
EL PAYASO PENNYWISE
Apartó la vista, sintiendo en su garganta que el pulso volvía a precipitarse. Salió a la calle y se sorprendió al encontrarse con la luz del sol. Arriba, las nubes comenzaban a desenredarse; un cálido sol de mayo bajaba dando a la hierba un tono imposiblemente verde y fértil. Ben sintió que algo comenzaba a aflojarse en su corazón. Tuvo la sensación de que había dejado atrás, en la biblioteca, una carga insoportable…
Entonces miró el libro que había retirado inadvertidamente y sus dientes se apretaron con dolorosa fuerza. Era Bulldozer, de Stephen W. Meader, uno de los volúmenes que había retirado de la biblioteca el día en que se adentró en Los Barrens para huir de Henry Bowers y sus amigos.
Y hablando de Henry, la huella de su bota aún se veía en la cubierta.
Estremecido, torpe, le dio la vuelta. La biblioteca podía haber adoptado un sistema microfílmico, pero aún había un bolsillo en la tapa posterior con una tarjeta guardada dentro. En cada línea se veía un nombre escrito y el sello del bibliotecario, indicando la fecha en que debía ser devuelto. Ben leyó lo siguiente:
RETIRADO
FECHA DEVOLUCIÓN
Charles N. Brown
14 mayo 58
David Hartwell
1 junio 58
Joseph Brennan
17 junio 58
Y en la última línea de la tarjeta, su propia firma infantil, escrita con gruesos trazos de lápiz:
Benjamin Hanscom
9 julio 58
Estampado sobre esa tarjeta, sobre la solapa del libro, en el grosor de las páginas, una y otra vez, en borrosa tinta roja que parecía sangre, se leía una sola palabra: Cancelado.
—Oh, Dios bendito —murmuró Ben. No sabía qué otra cosa decir; eso parecía cubrir toda la situación—. Oh, Dios bendito, Dios bendito.
Se detuvo a la nueva luz del sol, preguntándose, inesperadamente, qué le estaría pasando a los otros.
2
Eddie Kaspbrak toma un atajo
Eddie bajó del autobús en la esquina de Kansas Street con el pasaje Kossuth. Kossuth corría cuatrocientos metros colina abajo antes de cortarse abruptamente allí donde la tierra desmoronada se inclinaba hacia Los Barrens. No tenía la menor idea de por qué había escogido ese sitio para bajar del vehículo; el pasaje Kossuth no tenía ningún significado para él. Tampoco conocía a nadie en esa parte de la calle Kansas, en especial. Pero le parecía un lugar adecuado. No sabía más y a esa altura le pareció suficiente. Beverly había bajado del autobús, saludándolo brevemente con la mano, en una de las paradas de Main Street. Mike había vuelto a la biblioteca en su coche.
En ese momento, mientras contemplaba el Mercedes, pequeño y algo absurdo que se alejaba entre el tráfico, Eddie se preguntó qué estaba haciendo allí, exactamente: de pie en una oscura esquina de una oscura ciudad, a ochocientos kilómetros de Myra, que debía de estar preocupada hasta las lágrimas por su causa. De inmediato sintió un vértigo casi doloroso; se tocó el bolsillo de la chaqueta y recordó que había dejado el Dramamine en el hotel con el resto de sus fármacos. Pero tenía aspirinas. No había salido jamás sin aspirinas, así como no salía sin pantalones. Tragó un par en seco y echó a andar a lo largo de Kansas Street, pensando, vagamente, que podría ir a la Biblioteca Pública, o quizá, cruzar a la avenida Costello. Ya comenzaba a aclarar. Podía caminar hasta Broadway Oeste para admirar las viejas casas victorianas que se levantaban allí, en las dos únicas zonas residenciales de Derry que estaban dotadas de verdadera belleza. De niño lo había hecho algunas veces, caminar por Broadway Oeste con aire indiferente, como si fuera camino de otro lugar. Allí estaba la casa de los Mueller, cerca de la esquina de Witcham con Broadway Oeste: una mansión roja, con torrecillas a cada lado y seto al frente. Los Mueller tenían un jardinero que siempre lo miraba con ojos suspicaces cuando él pasaba por allí.
También estaba la casa de los Bowie, a cuatro puertas de distancia de la de los Mueller, en la misma acera. Probablemente era uno de los motivos por los que Greta Bowie y Sally Mueller eran tan amigas en la escuela primaria. Tenía tejado verde y torrecillas también, pero no cuadradas en la parte superior, como las de los Mueller, sino coronadas por extraños conos que parecían bonetes de cumpleaños. En el verano siempre había muebles de jardín en el prado lateral: una mesa con una bonita sombrilla amarilla, sillones de mimbre, un columpio de cuerda tendido entre dos árboles. En la parte trasera a veces jugaban a críquet. Al pasar, como por casualidad (como si fuera camino a otra parte), Eddie oía a veces el chasquido de las pelotas, risas y gruñidos, cuando a alguien «se le escapaba» la pelota. Una vez había visto a la misma Greta, con un vaso de limonada en una mano y el palo de críquet en la otra, delgada y bonita más allá de lo que cualquier poeta habría podido expresar; hasta sus hombros, quemados por el sol, parecían maravillosos a Eddie Kaspbrak, quien por entonces tenía nueve años. Iba detrás de su pelota, que se había «escapado», y así se puso a la vista de Eddie.
Ese día, el chico se enamoró un poquito de ella; el pelo rubio, brillante, caía hasta los hombros de su vestido con falda pantalón, de un azul fresco. Greta miró alrededor y, por un momento, Eddie pensó que lo había visto. Pero no era así, porque cuando él levantó la mano en un tímido saludo, ella no respondió a su gesto; se limitó a enviar su pelota otra vez hacia el césped trasero y corrió tras ella. Eddie siguió caminando, sin resentimiento por el saludo no correspondido (estaba convencido de que ella no lo había visto) ni por el hecho de que nunca lo invitaran a uno de esos partidos de críquet los sábados por la tarde. ¿Qué interés podría tener una chica tan hermosa como Greta Bowie en invitar a un chico como él, de pecho hundido, asmático y con cara de rata ahogada?
Sí —pensó, caminando sin rumbo fijo por Kansas Street—, debería haber ido a Broadway Oeste para contemplar otra vez aquellas casas… la de los Mueller, la de los Bowie, la del doctor Hale, la de los Tracker…
Ante ese último apellido, sus pensamientos se interrumpieron abruptamente, porque… ¡hablando del demonio!, allí estaba, frente al garaje de camiones de Tracker Hnos.
—Todavía sigue aquí —pensó Eddie, en voz alta y se echó a reír—. ¡Qué cabrón!
Phil y Tony Tracker, dos solterones de toda la vida, tenían en Broadway Oeste la casa más hermosa, probablemente, entre todas las de esa calle: una impecable mansión victoriana, con verdes prados y grandes canteros de flores que se alborotaban (a la manera ordenada de un jardín inglés) durante la primavera y el verano. Cada otoño se sellaba la carretera de entrada, para que estuviera siempre negra como un espejo oscuro. Las tejas del techo a varias aguas tenían el verde perfecto de la menta que coincidía casi con el del prado; a veces, la gente se detenía a fotografiar las ventanas de la buhardilla, muy antiguas y notables.
—Cuando dos hombres se toman el trabajo de mantener tan bien una casa, tienen que ser invertidos —había dicho una vez la madre de Eddie, con expresión gruñona, sin que el chico se atreviera a pedir aclaraciones.
El garaje de camiones era el polo opuesto de la casa. Era una estructura de ladrillos, de poca altura. Los ladrillos estaban viejos y en algunas partes se desmoronaban con su tono naranja sucio pasando a negro hollín en la parte inferior del edificio. Las ventanas estaban uniformemente mugrientas, excepto un pequeño círculo abierto en la parte baja de la ventana que correspondía a la oficina del gerente. Ese vidrio permanecía impecable gracias a los niños, porque el gerente tenía un almanaque de Playboy en su escritorio. Ninguno de los chicos que iban a jugar al béisbol en la parte trasera dejaba de detenerse a limpiar el vidrio con su guante para contemplar la modelo del mes.
El parque estaba rodeado por una extensión de gravilla por tres lados. Los camiones de larga distancia, con el letrero TRACKER HNOS. DERRY-NEWTON-PROVIDENCE-HARTFORD-NUEVA YORK pintado en el flanco, solían estar estacionados allí, en desordenada abundancia. A veces, armados, a veces sólo cabinas o remolques, silenciosamente erguidos sobre las ruedas traseras y los soportes.
Los hermanos Tracker mantenían los camiones en la parte trasera del edificio, dentro de lo posible, pues ambos eran fanáticos del béisbol y les gustaba que los chicos fueran a jugar allí. Phil Tracker conducía camiones, así que los chicos lo veían rara vez, pero Tony, hombre de enormes brazos y barriga haciendo juego, llevaba los libros y administraba. Eddie (que nunca jugaba porque la madre lo habría matado si él se hubiera atrevido a arriesgar sus delicados pulmones con el polvo, buscándose fracturas, conmociones cerebrales y Dios sabía qué cosas) se acostumbró a verlo allí. Era parte del verano; su voz constituía un elemento del juego. Tony Tracker, fantasmal a pesar de su corpulencia, con la camisa blanca centelleante entre la luz del crepúsculo y las luciérnagas, chillaba: