Inmediatamente después, analizando con más atención la cara simpática, pero interrogante, de la chica, recordó que él ya no tenía nada que hacer allí: era un gigante en la tierra de los pequeños. Un intruso. Si en la biblioteca para adultos se había sentido incómodo por la posibilidad de que alguien lo mirara o le dirigiera la palabra, allí, en cambio, le resultaba un alivio. Para empezar, demostraba que él seguía siendo adulto. El hecho de que la muchacha, obviamente, no usara sujetador bajo su camisa vaquera, también lo alivió en vez de excitarlo: si necesitaba alguna prueba de que estaba en 1985 y no en 1958, la tenía en los visibles puntos de los pezones contra la tela de algodón.
—No, gracias —dijo. Luego, sin motivo, se oyó agregar—: Estaba buscando a mi hijo.
—¿Sí? ¿Cómo se llama? Tal vez lo haya visto. —La chica sonrió—. Conozco a casi todos los que vienen.
—Se llama Ben Hanscom —dijo él—. Pero no lo veo por aquí.
—Dígame cómo es y, si lo veo, le daré un mensaje.
Ben comenzaba a incomodarse y a lamentar haberse metido en eso.
—Bueno, es bastante gordito y se me parece un poco. Pero no se preocupe, señorita. Si lo ve, dígale que su padre estuvo aquí, camino de casa.
—Lo haré —dijo ella, sonriendo.
Pero la sonrisa no le llegó a los ojos y Ben comprendió súbitamente que ella no se había acercado a hablarle por simple cortesía ni por voluntad de ayudar. Era ayudante en la biblioteca infantil de una ciudad donde, en los últimos ocho meses, nueve niños habían sido asesinados. Viendo a un desconocido en ese mundo a escala reducida, donde los adultos rara vez entraban, como no fuera para dejar a sus hijos o para recogerlos, cualquiera sospechaba, naturalmente.
—Gracias —le dijo con una sonrisa que trató de ser tranquilizadora, y salió como si se lo llevara el diablo.
Volvió por el corredor a la biblioteca de adultos y se acercó al escritorio siguiendo un impulso que él mismo no comprendió. Pero se suponía que, por esa tarde, era preciso seguir los impulsos, ¿no? Seguir los impulsos y ver a dónde llevaban.
El letrero de identificación del escritorio decía que la bonita bibliotecaria se llamaba Carole Danner. Detrás de ella, Ben vio una puerta con un panel de vidrio opaco; sobre el vidrio se leía: MICHAEL HANLON – JEFE DE BIBLIOTECARIOS.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó la señorita Danner.
—Creo que sí —dijo Ben—. Es decir, eso espero. Me gustaría sacar un carnet.
—Muy bien —dijo ella, cogiendo un formulario—. ¿Está domiciliado en Derry?
—Actualmente, no.
—En ese caso, ¿cuál es su dirección?
—Carretera Rural Star, 2, Hemingford Home, Nebraska. —Hizo una breve pausa, algo divertido por la expresión de la mujer, y agregó el código postal—: cinco nueve tres cuatro uno.
—¿Es una broma, señor Hanscom?
—No, en absoluto.
—Entonces, ¿piensa mudarse a Derry?
—No, no lo tengo pensado.
—¿No le parece que es mucho viajar para llevarse un libro en préstamo? ¿No hay bibliotecas en Nebraska?
—Es algo sentimental —dijo Ben. En cualquier otro momento, le habría resultado embarazoso explicar eso a una desconocida, pero descubrió que no lo era—. Crecí en Derry, ¿sabe? He vuelto ahora por primera vez desde que era niño. Estaba paseando, observando los cambios y las cosas que siguen iguales. Y de pronto se me ocurrió que, por los diez años vividos aquí, entre los tres y los trece años, no tengo una sola cosa que me los recuerde. Ni siquiera una postal. Tenía unos dólares de plata, pero perdí uno de ellos y regalé el resto a un amigo. Supongo que quiero un recuerdo de mi niñez. Es tarde, pero, ¿acaso no dicen que es mejor tarde que nunca?
Carole Danner sonrió. Y su bonita cara se convirtió en hermosa.
—Me parece muy tierno —dijo—. Si quiere pasar diez o quince minutos observando la biblioteca, cuando vuelva al escritorio le tendré el carnet preparado.
—Supongo que debo pagar una tasa, por no ser de la ciudad y todo eso.
—Cuando era niño, ¿tenía carnet?
—Sí, claro. —Ben sonrió—. Exceptuando a mis amigos, creo que ese carnet de la biblioteca era lo más importante…
De pronto, una voz llamó, cortando el silencio de la biblioteca como un bisturí.
—Ben, ¿quieres subir aquí?
Ben giró en redondo, dando un respingo culpable, como hacen todos cuando alguien grita en una biblioteca. No vio a nadie que conociera… y un momento después se dio cuenta de que nadie había levantado la mirada; nadie daba señal de sorpresa o de fastidio. Los ancianos seguían leyendo sus periódicos y revistas. En las mesas del cuarto de referencias, dos estudiantes secundarias tenían la cabeza metida en una montaña de papeles y de fichas. Varios curiosos estudiaban las hileras de libros señalados con el cartel OBRAS DE FICCIÓN CONTEMPORÁNEAS / PRÉSTAMO A SIETE DÍAS. Un viejo, tocado con una ridícula gorra de chófer, la pipa fría apretada entre los dientes, seguía hojeando una carpeta de dibujos de Luis de Vargas.
Ben volvió a mirar a la joven, que lo observaba, intrigada.
—¿Le ocurre algo?
—No —dijo Ben, sonriente—. Me pareció oír algo. Creo que estoy más afectado por el viaje de lo que pensaba. ¿Qué me decía?
—En realidad, era usted el que estaba hablando. Pero yo estaba a punto de agregar que, si usted tenía carnet cuando residía aquí, su nombre todavía estará en los archivos. Ahora tenemos todo en microfilm. Creo que las cosas han cambiado un poco desde que usted era niño.
—Sí. En Derry han cambiado muchas cosas…, pero muchas otras parecen seguir igual.
—De cualquier modo, puedo buscarlo, y prepararle un carnet de renovación. Son gratuitos.
—Me parece estupendo —dijo Ben.
Antes de que pudiera agradecer, la voz volvió a romper el silencio sacramental de la biblioteca, ahora vociferando con ominosa alegría:
—¡Ven aquí arriba, Ben! ¡Sube, culo gordo! ¡Ven a ver tu vida, Ben Hanscom!
Ben carraspeó.
—Se lo agradezco —agregó.
—No hay de qué. —Ella lo miró inclinando la cabeza—. ¿Empieza a hacer calor afuera?
—Sí, un poco. ¿Por qué?
—Está…
—¡Fue Ben Hanscom! —aulló la voz. Venía desde arriba, desde las estanterías—. ¡Ben Hanscom mató a los niños! ¡Atrápenlo! ¡Sujétenlo!
—… transpirando —concluyó ella.
—¿De veras? —fue la estúpida réplica de Ben.
—Se la haré preparar de inmediato —prometió ella.
—Gracias.
La joven se encaminó hacia la vieja máquina de escribir que ocupaba la esquina de su escritorio.
Ben se alejó lentamente, con el corazón convertido en un tambor dentro del pecho. Sudaba, sí; sentía las gotas que le caían por la frente, por las axilas, enredándose en el vello del pecho. Al levantar la vista vio al payaso Pennywise de pie, en lo alto de la escalera izquierda. Lo miraba. Tenía la cara blanca de pintura grasienta; sus labios sangraban lápiz labial en una sonrisa de asesino. Las cuencas de sus ojos eran agujeros vacíos. Sostenía un manojo de globos en una mano y un libro en la otra.
No es un payaso —pensó Ben—. Es Eso. Aquí estoy, en medio de la Biblioteca Pública de Derry, en una tarde de primavera de 1985. Soy un hombre adulto y me veo cara a cara con la peor pesadilla de mi niñez. Estoy frente a frente con él.
—Sube, Ben —lo llamó Pennywise—. No te haré daño. ¡Tengo un libro para darte! Un libro… y un globo. ¡Sube!
Ben abrió la boca para contestar: Si crees que voy a subir estás loco. Y de pronto comprendió que, si lo hacía, todo el mundo lo miraría, todo el mundo pensaría: ¿Quién es ese loco?
—Oh, ya sé que no puedes responder —siguió Pennywise y soltó una risita—. Pero, casi te engañé, ¿verdad? «Disculpe, señor. ¿Tiene Tío Pepe en botella de litro…? ¿Sí…? Ah, ¿y por qué no lo deja salir, pobre viejo?». «Perdone, señora, ¿podría decirme si su nevera está andando…? ¿Sí…? Entonces le conviene vigilarla para que no se escape».
El payaso, allá arriba, echó la cabeza atrás con una carcajada chillona. Sus chillidos levantaron ecos en la cúpula, como una bandada de murciélagos negros. Ben tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no taparse los oídos con las manos.
—Vamos, sube, Ben —lo llamó Pennywise—. Quiero que hablemos, en terreno neutral. ¿Qué te parece?
No voy a subir —pensó Ben—. Cuando me acerque a ti, finalmente, no querrás verme, creo. Vamos a matarte.
El payaso volvió a bramar de risa.
—¿Matarme? ¿A mí? —Y de pronto, horriblemente, su voz fue la de Richie Tozier. No exactamente la de él, sino su Voz de Negrito—: ¡No me mate, amito, que vo’ a se’ un negro bueno! ¡No mate a este pobre negrito, amo Parva!
Luego, otra vez esa carcajada estridente.
Temblando, blanco el rostro, Ben cruzó el centro resonante de la biblioteca de adultos. Tenía la sensación de que iba a vomitar en cualquier momento. Se detuvo ante una estantería de libros y tomó uno al azar, con mano muy temblorosa. Sus dedos fríos hojearon el volumen.
—¡Ésta es tu única oportunidad, Parva! —clamó la voz, desde atrás y desde arriba—. Sal de la ciudad. Vete antes de que oscurezca. Esta noche estaré persiguiéndote… a ti y a los otros. Eres demasiado adulto para detenerme, Ben. Todos sois demasiado adultos. No conseguiréis más que haceros matar. Vete, Ben. ¿O quieres ver esto?
Ben giró lentamente, siempre con el libro en las manos heladas. No quería mirar, pero parecía tener una mano invisible bajo el mentón, levantándole la cabeza más y más.
El payaso había desaparecido. En los alto de la escalera izquierda estaba Drácula, pero no un Drácula de película (no era Bela Lugosi ni Christopher Lee ni Frank Langella ni Francis Lederer ni Reggie Nalder). Era un anciano, con la cara parecida a una raíz retorcida, mortalmente pálido; sus ojos eran rojos, purpúreos, del color de los coágulos de sangre. Cuando abrió la boca, dejó al descubierto un montón de hojas de afeitar, dispuestas en ángulos en sus encías; era como mirar un mortífero laberinto de espejos donde un solo paso en falso podría cortarlo a uno en dos.
—¡KIII-RUNCH! —aulló.
Y sus mandíbulas se cerraron. La sangre manó de su boca en una inundación rojo-negruzca. Algunos trozos de sus labios cortados cayeron sobre la seda blanca de su fina camisa deslizándose por la pechera; dejaban atrás sangrientas huellas de caracol.
—¿Qué vio Stan Uris antes de morir? —preguntó el vampiro a gritos, riendo por el agujero ensangrentado de su boca—. ¿Vio a Tío Pepe en botella de litro? ¿A David Crockett, rey de la frontera salvaje? ¿Qué vio, Ben? ¿Quieres verlo tú también? ¿Qué vio? ¿Qué vio?
Y otra vez la risa estridente. Ben comprendió que él también iba a gritar, sí, no había modo de contener el grito, iba a surgir. La sangre estaba goteando desde el descansillo de la escalera en una horrible ducha. Una gota había caído en la artrítica mano de un viejo que leía The Wall Street Journal. Le corría por los nudillos, sin que él la viera, sin que la sintiera.
Ben tomó aliento, seguro que a continuación vendría el grito, inconcebible en el silencio de esa lluviosa tarde primaveral, tan chocante como el corte de un cuchillo… o una boca llena de hojas de afeitar.
En cambio, lo que surgió en un torrente desigual, tembloroso, balbuceando y no gritando, como en plegaria, fueron estas palabras:
—Hicimos balines con él, por supuesto. Convertimos el dólar de plata en balines de plata.
El caballero de la gorra de chófer, que había estado estudiando los dibujos de Vargas, levantó ásperamente la vista.
—Tonterías —dijo.
Ahora sí, la gente levantó la mirada. Alguien chistó al viejo.
—Perdón —dijo Ben, en voz baja y temblorosa. Tenía la vaga conciencia de que el sudor le corría por la cara y de que tenía la camisa pegada al cuerpo—. Estaba pensando en voz alta…
—Tonterías —repitió el anciano caballero, levantando un poco el tono—. No se pueden hacer balas de plata con dólares de plata. Es un error. Cosa de historietas. El problema es la gravedad específica…
De pronto apareció la mujer, la señorita Danner.
—Tendrá que guardar silencio, señor Brockhill —dijo, con bastante amabilidad—. La gente está leyendo…
—Ese hombre está enfermo —dijo Brockhill, abruptamente, mientras volvía a su libro—. Dele una aspirina, Carole.
Carole Danner miró a Ben con expresión preocupada.
—¿De veras se siente mal, señor Hanscom? Sé que es una terrible descortesía decir esto, pero se le ve muy mal.
Ben dijo:
—Almorcé… comida china. No creo que me haya caído bien.
—Si quiere echarse, en la oficina del señor Hanlon hay un catre. Podría…
—No. Gracias, pero no.