De la boca de Beverly no surgió un alarido, sino un estrangulado «¡Mmmf!».
Eddie estaba emitiendo esos ruidos sibilantes que Bill recordaba con tanta claridad. No era problema: un buen disparo de su viejo chupabofes lo dejaría en condiciones. Echó una mirada feroz a los otros, y lo que salió de su boca fue algo de aquel verano, algo imposiblemente arcaico y muy adecuado al caso:
—¡Punto en boca! ¡Todo el mundo punto en boca! ¡Ni una palabra! ¡Punto en boca!
Rich se pasó una mano por los labios. La tez de Mike había adquirido un sucio color grisáceo, pero asintió. Todos se apartaban de la mesa. Bill no había abierto su propia galletita, pero en ese momento vio que los costados se movían lentamente, abultándose para relajarse luego, una y otra vez.
—¡Mmmmff! —resopló otra vez Beverly, contra su mano. El aliento le hizo cosquillas en la palma.
—Punto en boca, Bev —recomendó él, retirando la mano.
Ella parecía toda ojos. Tenía la boca torcida.
—Bill, Bill… ¿Has visto…?
Sus ojos volvieron al grillo y se clavaron en él. El bicho parecía estar muriendo. Sus ojos rugosos le devolvieron la mirada, hasta que la muchacha empezó a gemir.
—Ba-ba-basta —ordenó él, ceñudo—. Vuelve a la mesa.
—No puedo, Bill. No puedo acercarme a ese…
—¡Puedes! ¡Es p-p-preciso!
Se oyeron pasos, rápidos y ligeros, que se acercaban por el breve pasillo, al otro lado de la cortina de cuentas. Bill miró a los otros.
—¡Todo el mundo a la mesa! ¡Hablad! ¡Como si no hubiera pasado nada!
Beverly lo miró con ojos suplicantes, pero Bill sacudió la cabeza. Tomó asiento y acercó su silla, tratando de no mirar la galleta que había en el plato. Se había hinchado como una ampolla inimaginable que se estuviera llenando de pus. Y aún palpitaba lentamente. Estuve a punto de morderla, pensó, vagamente.
Eddie volvió a usar su inhalador, enviando llovizna a sus pulmones con un ruido fino, largo, agudo.
—¿Y quién va a ganar el campeonato? —preguntó Bill, sonriendo como un demente.
En ese momento entró Rose, con una cortés interrogación en la cara. Por el rabillo del ojo, Bill vio que Bev había vuelto a la mesa. Buena chica, pensó.
—Creo que los Bears de Chicago lo tienen bien —dijo Mike.
—¿Está todo en orden? —preguntó Rose.
—M-muy bien —replicó Bill, señalando a Eddie con el pulgar—. Nuestro amigo tuvo un ataque de asma. Ya tomó su medicamento y está mucho mejor.
Rose miró a Eddie, preocupada.
—Mejor —jadeó Eddie.
—¿Quieren que despeje la mesa?
—Dentro de un momento —dijo Mike, ofreciéndole una sonrisa amplia y falsa.
—¿Disfrutaron de la comida? —Los ojos de la oriental volvieron a estudiar la mesa, con un fragmento de duda sobrepuesta a un profundo pozo de serenidad. No vio el grillo ni el ojo ni los dientes ni el modo en que la galleta de Bill parecía estar respirando. Su mirada pasó también sobre la mancha de sangre sin el menor problema.
—Todo estuvo muy bien —aseguró Beverly, sonriendo.
Fue una sonrisa más natural que la de Bill y la de Mike. Eso pareció tranquilizar a Rose, convenciéndola de que, si algo andaba mal allí, no era culpa de su servicio ni de su cocina. «La muchacha tiene mucha fibra», pensó Bill.
—¿Buenos presagios en las galletas de la suerte? —preguntó Rose.
—Bueno —respondió Richie—, no sé si los otros fueron buenos, pero el mío era un regalo para la vista.
Bill oyó un imperceptible crujido. Al bajar la vista a su plato, vio que una pata asomaba ciegamente de su galleta, rascando el plato.
Yo pude haber mordido eso, volvió a pensar. Pero mantuvo la sonrisa.
—Muy buenos —respondió.
Richie estaba observando el plato donde una gran mosca, de color gris oscuro, nacía lentamente de entre los restos de la galletita entre débiles zumbidos. De la galleta brotaba un engrudo viscoso, que se acumulaba en el mantel. Por fin se percibió un olor: el olor penetrante y espeso de las heridas infectadas.
—Bueno, si no puedo serles útil…
—No se preocupe —dijo Ben—. Muy buena comida. Muy… muy original.
—Los dejo, entonces —dijo ella, haciéndoles una reverencia entre las cuentas de la cortina.
Todavía se oía el tintineo cuando todos volvieron a apartarse de la mesa.
—¿Qué es? —preguntó Ben, con voz ronca, observando el plato de Bill.
—Una mosca —respondió el novelista—. Una mosca mutante. Cortesía de un escritor llamado George Langlahan, creo. Escribió un cuento llamado La mosca, con el cual hicieron una película. No fue muy buena, pero el cuento me dio un miedo espantoso. Eso ha vuelto a sus viejos trucos, sí. Últimamente he estado pensando mucho en ese asunto de la mosca, porque estaba planeando una novela. Pensaba llamarla Bichos de la carretera. Suena b-bastante estúpido, pero…
—Disculpad —dijo Beverly, distante—. Tengo que ir a vomitar.
Desapareció antes de que nadie pudiera levantarse.
Bill sacudió su servilleta y la arrojó sobre la mosca, que tenía el tamaño de una cría de gorrión. Una cosa tan grande no podría haber surgido de una galleta china, pero allí estaba. Zumbó dos veces bajo la servilleta y quedó en silencio.
—Cielos —musitó Eddie.
—Salgamos corriendo de aquí —dijo Mike—. Esperaremos a Beverly en el vestíbulo.
En el momento en que Beverly salía del tocador para señoras, los hombres se reunieron junto a la registradora. Ella parecía estar pálida, pero compuesta. Mike pagó la cuenta, besó a Rose en la mejilla y todos salieron a la tarde lluviosa.
—¿Esto no ha hecho que nadie cambie de idea? —preguntó Mike.
—Yo no —repuso Ben.
—Ni yo —dijo Eddie.
—¿De qué idea me hablas? —fue la respuesta de Richie.
Bill sacudió la cabeza y miró a Beverly.
—Me quedo —dijo ella—. Bill, ¿a qué te referías cuando dijiste que Eso había vuelto a sus viejos trucos?
—Estuve pensando en escribir un relato sobre bichos —dijo él—. Ese cuento de Langlahan se me había metido en las ideas. Y por eso vi una mosca. Lo tuyo fue sangre, Beverly. ¿Por qué tenías sangre en la mente?
—Probablemente por la que salió del sumidero —explicó Beverly, de inmediato—, en el baño de mi casa, cuando yo tenía once años.
Pero ¿era realmente por eso? No lo parecía. Lo que había surgido en su mente, al ver la sangre en sus dedos, había sido la huella ensangrentada que había dejado tras de sí, al pisar el frasco de perfume roto. Tom. Y
(Bevvie, a veces me preocupas mucho)
su padre.
—Tú también te encontraste con un bicho —dijo Bill a Eddie—. ¿Por qué?
—No era un simple bicho, sino un grillo. Tenemos grillos en el sótano. Una casa de doscientos mil dólares y no podemos deshacernos de los grillos. Por la noche nos vuelven locos. Un par de noches antes de que llamara Mike, tuve una pesadilla terrible. Soñé que despertaba en una cama llena de grillos. Traté de dispararles con mi inhalador, pero por más que lo apretaba no salían sino crujidos. Un momento antes de despertar descubrí que también el aparato estaba lleno de grillos.
—Pero la anfitriona no vio nada —dijo Ben, mirando a Beverly—. Tal como tus padres no vieron la sangre en el lavabo.
—Sí —reconoció ella.
Se miraron mutuamente bajo la fina lluvia primaveral.
Mike consultó su reloj.
—Dentro de veinte minutos pasa un autobús —dijo—. De lo contrario, puedo llevar a cuatro de vosotros en mi coche, si nos apretamos. También puedo llamar dos o tres taxis. Lo que queráis.
—Creo que iré caminando desde aquí —dijo Bill—. No sé a dónde voy, pero un poco de aire fresco me hará bien.
—Yo pediré un taxi —dijo Ben.
—Lo compartiré contigo, si me dejas en el centro —propuso Richie.
—Bueno. ¿Adónde vas?
Richie se encogió de hombros.
—Todavía no estoy seguro.
Los otros prefirieron esperar el autobús.
—Hasta las siete de la noche —les recordó Mike—. Id con cuidado, todos vosotros.
Todos asintieron, aunque Bill se preguntó hasta qué punto se podía hacer una promesa así cuando se lidiaba con enemigos desconocidos y tan formidables.
Iba a decirlo, pero observó la cara de sus amigos y comprendió que ya lo habían pensado.
Entonces echó a andar, levantando una mano en breve ademán de despedida. El aire neblinoso era agradable contra la cara. La caminata hasta el centro sería larga, pero no importaba. Tenía mucho en que pensar. Era una suerte que la reunión hubiera terminado y que empezara lo serio.
XI. PASEOS
1
Ben Hanscom inicia la retirada
Richie Tozier bajó del taxi en la triple intersección de las calles Kansas, Center y Main. Ben lo despidió en lo alto de Up Mile Hill. El conductor era el «hombre religioso» de Bill, pero ni Richie ni Ben lo sabían: Dave había caído en un moroso silencio. Ben habría podido bajarse con Richie, pero le pareció mejor que cada uno iniciara el paseo a solas.
De pie en la esquina de Kansas y Daltrey, Ben contempló al taxi que se perdía en el tráfico, con las manos hundidas en los bolsillos, tratando de quitarse de la mente el horrible final del almuerzo. No pudo; sus pensamientos insistían en volver a esa mosca gris oscuro que había salido de la galleta de Bill, con sus alas venosas pegadas al lomo. Trataba de apartar de su mente esa imagen enfermiza y creía haberlo conseguido, sólo para descubrir, cinco minutos después, que su mente estaba otra vez en lo mismo.
Estoy tratando de justificarla de algún modo, pensó, dando a la expresión, no el sentido moral, sino el matemático. Los edificios se construyen observando ciertas leyes naturales; las leyes naturales pueden expresarse en ecuaciones; las ecuaciones deben justificarse. ¿Dónde estaba la justificación de lo ocurrido menos de media hora antes?
Déjalo —se dijo, no por primera vez—. Si no puedes justificarlo, déjalo.
Muy buen consejo; el problema consistía en que no podía seguirlo. Recordó que, un día después de haber visto a la momia en el canal congelado, su vida había seguido como de costumbre; el niño sabia que eso había estado muy cerca de atraparlo, pero su vida seguía: fue a la escuela, hizo su examen de aritmética, visitó la biblioteca al salir de clase y comió con su buen apetito habitual. Simplemente había incorporado a su vida lo que había visto en el canal y si había estado a punto de morir en sus manos… Bueno, los chicos estaban siempre al borde de la muerte. Cruzaban la calle a toda carrera y chapoteaban en el lago, hasta descubrir, súbitamente, que ya no hacían pie; caían de las barras para aterrizar sobre el culo, y de los árboles, directamente de cabeza.
En ese momento, de pie bajo la leve llovizna, frente a la Ferretería Trustwhorty que en 1958 había sido casa de empeño (Frati Hermanos, recordó Ben; los escaparates estaban siempre llenos de pistolas, rifles, navajas de afeitar y guitarras colgadas, como animales exóticos), se le ocurrió que los chicos eran más capaces cuando se trataba de casi-morir; también para incorporar lo inexplicable a la vida. Creían, implícitamente, en el mundo invisible. Los milagros, tanto los blancos como los negros, debían ser tomados en consideración, oh, sí, por cierto, pero no detenían el mundo, bajo ningún concepto. A los diez años, una súbita conmoción de belleza o de terror no estaba reñida con dos buenas salchichas con queso a la hora del almuerzo.
Pero cuando uno crecía, todo eso cambiaba. Uno ya no permanecía despierto en la cama, seguro de que algo acechaba en el ropero o rascaba la ventana…, pero cuando algo pasaba de verdad, algo más allá de la explicación racional, los circuitos se sobrecargaban, los axones y las dendritas se recalentaban. Uno empezaba a retorcerse y hacía cosas raras con los nervios. No podía incorporar lo ocurrido a la experiencia vital. No lo digería. Su mente insistía en volver a Eso, tocándolo ligeramente con las zarpas, como el gatito con un ovillo de hilo, hasta que, llegado el momento, se volvía loco o llegaba a un punto en el que ya era imposible seguir funcionando.
Y si tal cosa ocurre —pensó Ben—, Eso me habrá atrapado. A todos nosotros. Estaremos listos.
Echó a andar por Kansas Street, sin conciencia de estar dirigiéndose a ningún lugar en especial. Y de pronto pensó: ¿Qué hicimos con el dólar de plata?
Aún no lo recordaba.
El dólar de plata, Ben… Beverly te salvó la vida con él. Tal vez a todos… y especialmente a Bill. Eso estuvo a punto de destriparme antes de que Beverly… ¿hiciera qué cosa? ¿Y cómo pudo dar resultado? Ella lo hizo retroceder y todos la ayudamos pero ¿cómo?
De pronto, una palabra acudió a él, una palabra que no tenía ningún significado pero que le erizó la piel: Chüd.