Mike volvió a mirarlos, con ojos hundidos y cansados.
—Por eso me parece mejor que votemos. Quedarse e intentarlo otra vez, o volver cada uno a su casa. Ésas son las opciones. Os hice venir por el poder de una antigua promesa, aun sin estar seguro de que la recordaríais, pero no puedo reteneros aquí sólo con eso. Los resultados serían peores.
Miró a Bill y en ese momento el escritor comprendió lo que sobrevendría. Sintió miedo, pero no pudo impedirlo. Luego, con el mismo alivio que quizás experimenta el suicida al sacar las manos del volante, en el coche a toda velocidad, para cubrirse los ojos, lo aceptó. Mike los había reunido allí. Mike les había explicado todo claramente… y ahora cedía el liderazgo. Depositaba el manto de jefe en la persona que lo había llevado en 1958.
—¿Qué opinas tú, Gran Bill? Formula la pregunta.
—Antes de hacerlo —dijo Bill—, quiero saber si todos la entendéis. Ibas a decir algo, Bev.
Ella sacudió la cabeza.
—Muy bien. Creo que la pregunta es ésta: ¿nos quedamos a luchar o nos olvidamos de todo? Los que queráis quedaros, levantad la mano.
Nadie se movió durante cinco segundos, tal vez. Bill recordó ciertas subastas presenciadas, en las que el precio de algún artículo subía repentinamente a la estratosfera y quienes no querían ofrecer se convertían en estatuas, temerosos de rascarse o de espantar una mosca por si el subastador tomaba el gesto por otros cinco o veinte mil.
Pensó en Georgie. Georgie, que nunca le había hecho mal a nadie, que sólo quería salir de la casa tras haber estado encerrado toda la semana. Georgie, con las mejillas enrojecidas, el barquito de papel en una mano, abrochándose el impermeable con la otra. Georgie, que le daba las gracias y le besaba la mejilla afiebrada. Gracias Bill. Es un barco muy bonito.
Sintió que la vieja cólera le subía. Pero en este momento era adulto, dotado de una perspectiva más amplia. Ya no era sólo por Georgie. Por su cabeza desfiló una horrible lista de nombres: Betty Ripsom, descubierta congelada en el suelo; Cheryl Lamonica, pescada en el Kenduskeag; Matthew Clements, arrancado de su triciclo; Verónica Grogan, de nueve años, encontrada en una cloaca; Steven Johnson, Lisa Albrecht, tantos otros… y sólo Dios sabía cuántos de los desaparecidos.
Levantó lentamente la mano y dijo:
—Matémoslo. Esta vez lo haremos de verdad.
Por un momento, su mano se exhibió allí, sola, como la mano del único chico, en toda la clase, que conoce la respuesta acertada, el que todos los alumnos detestan. Por fin, Richie suspiró y levantó la mano, diciendo:
—Qué diablos. No puede ser peor que entrevistar a Ozzy Osbourne.
Beverly levantó la mano. Había recobrado el color, pero en manchas intensas que le encendían los pómulos. Parecía a un tiempo muy exaltada y asustada a muerte.
Mike levantó la mano.
Ben lo imitó.
Eddie Kaspbrak se reclinó en la silla, como si quisiera fundirse con ella para desaparecer. Su rostro, flaco y de aspecto delicado, mostraba un miedo angustioso; miró a derecha e izquierda y, finalmente, a Bill. Por un momento, el escritor tuvo la seguridad de que Eddie echaría la silla atrás para levantarse y huir de la habitación sin mirar atrás. Pero levantó una mano y tomó su inhalador con la otra.
—¡Bien, Eds! —dijo Richie—. Apuesto a que esta vez vamos a disfrutar de unas cuantas risotadas.
—Bip-bip, Richie —respondió Eddie, con voz temblorosa.
6
Los fracasados comen el postre
—Bueno, Mike, ¿cuál era tu idea? —preguntó Bill.
Rose, la anfitriona, había roto el clima al entrar con un plato de galletas de la suerte. Recorrió con la vista a las seis personas, que mantenían la mano en alto con amable falta de curiosidad. Todos la bajaron deprisa. Nadie abrió la boca hasta que Rose volvió a retirarse.
—Es muy simple —dijo Mike—, pero también podría ser muy peligroso.
—Adelante —pidió Richie.
—Creo que, por el resto del día, deberíamos separarnos. Cada uno de nosotros debería volver al sitio que mejor recuerde de Derry… exceptuando Los Barrens, claro. No creo que ninguno de nosotros deba ir allí…, al menos por ahora. Consideradlo como una serie de giras turísticas a pie, si os parece.
—¿Cuál es el propósito, Mike?
—No estoy del todo seguro. Debéis comprender que me estoy guiando casi enteramente por la intuición.
—Pero tiene buen ritmo y se puede bailar al compás —dijo Richie.
Los otros sonrieron. Mike, no; lo que hizo fue asentir.
—Es una buena manera de expresarlo. Guiarse por la intuición es como escuchar un ritmo y seguirlo con el cuerpo. A los adultos nos resulta difícil usar la intuición; ése es el principal motivo por el que me parece conveniente hacerlo. Después de todo, los chicos funcionan a base de intuición el ochenta por ciento del tiempo, al menos hasta los catorce años.
—Te refieres a conectarnos otra vez a la situación —sugirió Eddie.
—Supongo que sí. Es una idea, nada más. Si no se os ocurre ningún lugar al que ir, dejad que los pies os lleven a cualquier parte. Esta noche nos reuniremos en la biblioteca para hablar de lo que haya pasado.
—Si es que algo pasa —dijo Ben.
—Oh, creo que algo pasará.
—¿Qué? —preguntó Bill.
Mike meneó la cabeza.
—No tengo ni idea. Pero creo que podría ser desagradable. Hasta es posible que alguno de nosotros no se presente en la biblioteca esta noche. Claro que no tengo motivos para decir eso… salvo la intuición, otra vez.
Eso fue recibido en silencio.
—¿Por qué solos? —preguntó Beverly, por fin—. Si vamos a hacer esto en grupo, ¿por qué quieres que empecemos solos, Mike? Sobre todo si resulta tan peligroso como tú piensas.
—Creo poder responder a eso —apuntó Bill.
—Hazlo, Bill —dijo Mike.
—Esto comenzó a solas para cada uno de nosotros —explicó Bill a Beverly—. No lo recuerdo todo… por el momento, pero eso sí. La foto de George, que se movía. La momia de Ben. El leproso que Eddie vio bajo el porche de Neibolt Street. Mike, que encontró sangre en la hierba, cerca del canal, en el parque Bassey. Y el pájaro…, hubo algo con un pájaro, ¿verdad, Mike?
El bibliotecario asintió, ceñudo.
—Un ave grande.
—Sí, pero no tan amistosa como la de Barrio Sésamo.
Richie carcajeó como enloquecido.
—¡El James Brown de Derry se apunta un tanto! Oh, cielos, qué bendición.
—Bip-bip, Richie —dijo Mike.
Y Richie calló.
—Para ti fue la voz en la tubería y la sangre que salió por el sumidero —prosiguió Bill, dirigiéndose a Beverly—. Para Richie…
Pero entonces se interrumpió, desconcertado.
—Parezco la excepción que confirma la regla, Gran Bill —dijo Richie—. La primera vez que entré en contacto con algo extraño, ese verano, fue en la habitación de George, contigo, cuando fuimos a mirar ese álbum de fotos. La fotografía de Center Street, junto al canal, que empezó a moverse. ¿Recuerdas?
—Sí —dijo Bill—. Pero ¿estás seguro de que no ocurrió nada antes de eso, Richie? ¿Absolutamente nada?
—Yo… —Algo centelleó en los ojos de Richie. Por fin dijo, lentamente—: Bueno, algo pasó el día en que Henry y sus amigos me persiguieron, antes de que terminaran las clases. Escapé por la sección de juguetes de Freese’s. Subí por el Centro Municipal y me senté en un banco del parque. Y allí creí ver…, pero fue sólo un sueño.
—¿Qué fue? —preguntó Beverly.
—Nada —dijo Richie, casi con brusquedad—. Un sueño, de veras. —Miró a Mike—. Pero no me molesta dar un paseo. Es un modo de pasar la tarde: recuerdos del viejo hogar.
—¿De acuerdo, entonces? —preguntó Bill.
Todos asintieron.
—Y nos reuniremos en la biblioteca, esta noche a las… ¿Qué hora sugieres, Mike?
—Las siete en punto. Si llegáis tarde, tocad el timbre. La biblioteca cierra a las siete en días laborables, hasta que empiezan las vacaciones escolares.
—A las siete, sea —dijo Bill, recorriéndolos sobriamente con la mirada—. Id con cuidado. Recordad que ninguno de nosotros sabe, en realidad, lo que está haciendo. Consideradlo una misión de reconocimiento. Si veis algo, no peleéis: huid.
—Soy amante, no guerrero —dijo Richie, con la soñadora voz de Michael Jackson.
—Bueno, si queremos hacerlo, es hora de ponerse en marcha —observó Ben. Una pequeña sonrisa le levantó la comisura izquierda de la boca, más amarga que divertida—. No tengo la menor idea en este momento, de dónde puedo ir, si Los Barrens están prohibidos. Para mí era el mejor lugar… en compañía de vosotros. —Sus ojos pasaron a Beverly, se detuvieron en ella por un instante y se apartaron otra vez—. No se me ocurre ningún otro lugar que tenga importancia. Probablemente pase un par de horas caminando, mirando edificios y mojándome los pies.
—Ya hallarás dónde ir, Parva —dijo Richie—. Puedes visitar alguno de los sitios donde comprabas comida y cargar combustible.
Ben se echó a reír.
—Mi capacidad ha disminuido mucho desde los once años. He comido tanto que tal vez tendréis que sacarme de aquí rodando.
—Bueno, estoy dispuesto —dijo Eddie.
—¡Un momento! —exclamó Beverly, cuando todos empezaban a retirar las sillas—. ¡Las galletas de la suerte! ¡No os olvidéis!
—Sí —dijo Richie—. Estoy viendo la mía: PRONTO TE COMERÁ UN MONSTRUO ENORME. QUE TE DIVIERTAS.
Mientras todos reían, Mike pasó la fuente de galletas a Richie, que cogió una y entregó el plato a su vecino. Bill notó que nadie abría la galleta esperando a que cada uno tuviera la suya. En el momento en que Beverly, aún sonriente, tomaba la suya, Bill sintió que se elevaba un grito a su garganta: «¡No! ¡No lo hagas! ¡Es parte de Eso déjala, no la abras!».
Pero era demasiado tarde. Beverly había roto su galleta, Ben estaba haciendo lo mismo, Eddie estaba cortando la suya con un tenedor. Un momento antes de que la sonrisa de Beverly se convirtiera en una mueca de horror, Bill tuvo tiempo de pensar: «Lo sabíamos, de algún modo. Lo sabíamos, porque nadie se limitó a morder la galleta, como se hace normalmente. De algún modo, una parte de nosotros sigue recordando… todo».
Y ese insensato conocimiento le resultó el más horripilante de todos; expresaba, con más elocuencia que Mike, hasta qué punto Eso había tocado a cada uno de ellos, de qué modo su toque aún surtía efecto.
De la galleta de Beverly brotaba sangre como de una arteria cortada. Le empapó la mano y corrió hasta el mantel blanco que cubría la mesa, manchándolo de un rojo brillante que se esparció en rosados dedos codiciosos.
Eddie Kaspbrak emitió un grito estrangulado y se apartó de la mesa, con un súbito revoltijo de brazos y piernas a punto de derribar su silla. Un bicho enorme, cuyo caparazón quitinoso era de un feo amarillo pardusco, estaba saliendo de su galleta como de un capullo. Sus ojos de obsidiana miraban ciegamente hacia delante. Mientras trepaba al plato de Eddie, las migas de la galleta cayeron de su lomo en una pequeña lluvia que Bill oyó con claridad; esa tarde, cuando decidiera dormir por un par de horas, ese ruido acosaría sus sueños. Al liberarse por completo, el bicho se frotó las patas traseras, emitiendo un zumbido seco, chirriante. Era una especie de grillo, terriblemente mutado. Avanzó torpemente hasta el borde del plato y cayó en el mantel, patas arriba.
—¡Oh, Dios! —logró decir Richie, con voz ahogada—. ¡Oh, Dios, Gran Bill, es un ojo, Dios bendito, es un ojo, un ojo, maldición…!
Bill giró bruscamente la cabeza y vio que Richie tenía la vista fija en su galleta de la suerte con una mueca de repulsión en la boca. Un trozo de la superficie glaseada había caído al mantel dejando al descubierto un agujero desde el cual un ojo humano miraba con vidriosa intensidad. Tenía migas de galletita esparcidas por el iris pardo, inexpresivo, y clavadas en la esclerótica.
Ben Hanscom arrojó la galleta. No fue un gesto calculado, sino la reacción sobresaltada de quien se ha llevado una desagradable sorpresa. Mientras la galleta rodaba por la mesa, Bill vio dos dientes dentro de ella, oscurecidas las raíces con sangre seca. Repiqueteaban como semillas en una calabaza hueca.
Beverly estaba tomando aliento para gritar, con los ojos clavados en el grillo que había salido de la galleta de Eddie; el bicho pataleaba tendido en el mantel.
Bill se puso en movimiento, sin pensar, por mera reacción. Por intuición —pensó, mientras se arrojaba desde su asiento para plantar una mano sobre la boca de Beverly, un instante antes de que surgiera el grito—. Heme aquí actuando por pura intuición. Mike debería sentirse orgulloso de mí.