La tortuga no pudo ayudarnos.
A veces, sin motivo alguno, Patty despertaba con ese pensamiento en la mente como si fuera el último fragmento de un sueño por lo demás olvidado. Entonces se volvía hacia Stanley con la necesidad de tocarlo, de asegurarse de que aún estaba allí.
Vivían bien, no abusaban del alcohol, no buscaban sexo extramatrimonial, ni drogas; no se aburrían ni discutían amargamente sobre lo que debían hacer. Sólo había una nube. Fue Ruth, la madre de Patty, quien la mencionó por primera vez. Al recordarlo, parecía cosa del destino que fuese ella quien lo mencionara. Surgió por fin, bajo la forma de una pregunta en una carta de Ruth Blum. Ruth le escribía a su hija una vez por semana y esa carta, en especial, había llegado al comenzar el otoño de 1979. Iba dirigida a la antigua dirección de Traynor. Patty la leyó en una sala llena de cajas de cartón de las que desbordaban sus posesiones, con aspecto desolado, desarraigado y desposeído.
En su mayor parte, era una típica carta de Ruth Blum: cuatro páginas azules, cubiertas de apretada escritura, cada una con un encabezamiento que decía: Una simple nota de Ruth. Su letra era casi ilegible. Una vez, Stanley se había quejado de no poder descifrar ni una sola palabra escrita por su suegra. «¿Y para qué quieres leerlas?», había sido la respuesta de Patty.
Aquélla estaba llena de las noticias acostumbradas, ya que los recuerdos de Ruth Blum eran una amplio delta que se extendían desde el móvil punto del ahora, en un abanico cada vez más amplio de relaciones entrecruzadas. Muchas de las personas que ella mencionaba comenzaban a desdibujarse en la memoria de Patty, como fotografías de un viejo álbum, pero para Ruth todas permanecían frescas. Al parecer, jamás perdía el interés por la salud y las andanzas de sus conocidos. Sus pronósticos eran, además, invariablemente sombríos. El padre de Patty seguía teniendo demasiados dolores de estómago. Él estaba seguro de que era sólo dispepsia; la idea de que podía tratarse de una úlcera ni siquiera le pasaría por la cabeza, escribía su esposa, hasta el día en que empezara a escupir sangre y probablemente ni siquiera entonces. Ya conoces a tu padre, querida. Trabaja como una mula y a veces también piensa como si lo fuera, Dios me perdone por decir esto. Randi Harlengen se había hecho una ligadura de trompas, le habían sacado unos quistes de los ovarios grandes como pelotas de golf, pero nada maligno, gracias a Dios, aunque de veintisiete quistes ováricos, ¿no podía morir? Era el agua de Nueva York, sin lugar a dudas. El aire de la ciudad también estaba sucio, pero ella vivía con la convicción de que era el agua lo que, tarde o temprano, acababa con uno. Iba formando residuos dentro de la gente. Patty no imaginaba cuántas veces ella daba gracias a Dios porque «ustedes, chicos», estuvieran en el campo, donde tanto el aire como el agua, pero especialmente el agua, eran saludables (para Ruth, todo el Sur, incluidos Atlanta y Birmingham, era el campo). Tía Margaret estaba librando otra batalla contra la compañía de electricidad. Stella Flanagan había vuelto a casarse, algunos no aprenden nunca. Richie Huber había sido despedido otra vez.
Y en medio de esa cháchara, a veces chismosa, en medio de un párrafo y sin nada que ver con el resto, previo o posterior, Ruth Blum había formulado al vuelo la Temida Pregunta: «¿Y cuándo pensáis hacernos abuelos, tú y Stanley? Ya estamos listos para empezar a malcriar al bebé. Por si no te has dado cuenta, Patty, nos estamos volviendo viejos». Y luego pasaba a la chica de los Brucker, calle abajo, a quien habían hecho volver desde la escuela porque llevaba, sin sostén, una blusa casi transparente.
Deprimida, nostálgica por la casa de Traynor, insegura y bastante asustada por lo que podía depararles el futuro, Patty había ido a su futuro dormitorio conyugal para dejarse caer en el colchón (el somier todavía estaba en el garaje y el colchón, solitario en el suelo sin alfombrar, parecía un artefacto arrojado por las aguas a una extraña playa amarilla). Apoyó la cabeza en los brazos y lloró unos veinte minutos más o menos. Probablemente, ese llanto se había estado preparando, de cualquier modo. La carta de su madre no había hecho sino precipitarlo, así como el polvo hace que un cosquilleo en la nariz se convierta en estornudo.
Stanley quería tener hijos. Ella quería tener hijos. Estaban tan de acuerdo en ese tema como en la afición a las películas de Woody Allen, en la asistencia más o menos regular a la sinagoga, en las inclinaciones políticas, en la aversión por la marihuana y otras cien cosas, grandes y pequeñas. En la casa de Traynor había existido siempre un cuarto extra, dividido en dos partes. A la izquierda, Stanley tenía un escritorio para trabajar y un sillón para leer; a la derecha, estaba la máquina de coser de Patty y el tablero donde armaba rompecabezas. Entre ellos existía un acuerdo tan fuerte con respecto a ese cuarto que rara vez necesitaban mencionarlo: algún día sería el cuarto de Andy o de Jenny. Pero ¿dónde estaba ese hijo? La máquina de coser, los cestos de tela, el tablero, el escritorio y el sillón se mantenían en sus respectivos sitios; mes a mes parecían solidificar sus posiciones, estableciendo su legitimidad con más firmeza. Eso pensaba ella, aunque nunca llegaba a cristalizar la idea. Como la palabra pornográfico, era un concepto que danzaba más allá de su capacidad cuantificadora. Pero sí recordaba que cierta vez, al iniciarse un período menstrual, había tenido la sensación de que la caja de compresas Siemprelibre parecía muy satisfecha, como si las toallitas acolchadas le estuvieran diciendo: «¡Hola, Patty! Somos tus hijos. Los únicos hijos que tendrás, y tenemos hambre. Amamántanos. Amamántanos con tu sangre».
En 1976, tres años después de descartar los anticonceptivos, consultaron con un médico de Atlanta llamado Harkavay.
—Queremos saber si hay alguna deficiencia —dijo Stanley— y, en ese caso, si se puede hacer algo para solucionarla.
Se sometieron a las pruebas. Se demostró que el esperma de Stanley estaba enérgico, fértiles los óvulos de Patty y que todos los canales necesarios estaban abiertos.
Harkavay, que no lucía alianza matrimonial pero sí el rostro agradable y rubicundo de un universitario de las vacaciones de invierno, les dijo que quizá sólo fueran nervios. Que ese problema era bastante común. Que, en esos casos, solía producirse un correlativo psicológico semejante a la impotencia sexual: cuanto más se deseaba, menos se podía. Era preciso que se relajaran. Dentro de lo posible, debían de olvidarse de la procreación cuando hacían el amor.
En el trayecto de regreso a casa, Stan iba ceñudo. Patty le preguntó por qué.
—Yo nunca hago eso —dijo él.
—¿Qué cosa?
—Pensar en la procreación durante…
Patty se echó a reír, aunque por entonces se sentía algo solitaria y asustada. Esa noche, en la cama, cuando creía que Stanley dormía desde hacía rato, él la asustó hablando en la oscuridad. Aunque su voz era inexpresiva, sonaba ahogada por las lágrimas.
—Soy yo —dijo—. Es culpa mía.
Patty se volvió hacia él, lo buscó a tientas, lo abrazó.
—No seas tonto —dijo.
Pero su corazón palpitaba deprisa, demasiado deprisa. Era como si Stan, al mirar dentro de su mente, hubiera leído allí una convicción secreta que ella guardaba sin haberlo sabido nunca. Sin razón alguna, sintió, supo, que él tenía razón. Algo iba mal y no en ella. Era él. Algo iba mal en él.
—No seas cenizo —susurró con furia contra su hombro.
Él sudaba un poco y Patty comprendió de pronto que tenía miedo. El miedo surgía de él en oleadas frías. Estar desnuda a su lado era, de pronto, como estar desnuda frente a una nevera abierta.
—No soy cenizo y no soy tonto —dijo él, con la misma voz, simultáneamente seca y ahogada de emoción—, y tú lo sabes. Soy yo. Pero no sé por qué.
—No se puede saber una cosa así. —La voz de Patty sonaba áspera regañona, como la de su madre cuando estaba asustada. Y aunque estaba riñéndole, por el cuerpo le corrió un estremecimiento que la retorció como un látigo.
Stanley, al sentirlo, la estrechó entre sus brazos.
—A veces —dijo—, a veces creo saber por qué. A veces sueño algo, algo feo. Entonces despierto y pienso: «Ya sé. Ya sé lo que anda mal». No sólo el hecho de que tú no quedes embarazada, sino todo. Todo lo que está mal en mi vida.
—¡Stanley! ¡En tu vida no hay nada que esté mal!
—Desde adentro no —dijo él—. Desde adentro todo está bien. Hablo de afuera. Algo que debería haber terminado y que no terminó. Cuando despierto de esos sueños, pienso: «Toda mi vida no ha sido sino el ojo de una tormenta que no comprendo». Tengo miedo, pero entonces… se desvanece. Como los sueños.
Ella sabía que a veces Stan tenía sueños intranquilos. En cinco o seis oportunidades la había despertado, agitándose, gimiendo. Probablemente, otras veces ella había seguido durmiendo en esos interludios oscuros. Cuando alargaba la mano hacia él, interrogándolo, él decía siempre lo mismo: «No me acuerdo». Luego buscaba los cigarrillos y fumaba sentado en la cama, esperando que el residuo del sueño rezumara por sus poros, como un sudor enfermizo.
No hubo hijos. En la noche del 23 de mayo de 1985 (la noche del baño), los consuegros todavía esperaban que les convirtieran en abuelos. El otro dormitorio seguía siendo «el otro dormitorio»; las compresas Siemprelibre seguían ocupando su sitio acostumbrado en el armario, bajo el lavabo; la «tía pelirroja» aún hacía su visita mensual. La madre de Patty, ocupada con sus propios asuntos pero no del todo ajena al sufrimiento de su hija, había dejado de preguntar en sus cartas y cuando la pareja viajaba a Nueva York dos veces al año. Ya no había comentarios humorísticos sobre la vitamina E que debían tomar. También Stanley había dejado de mencionar el asunto, pero a veces, cuando Patty lo observaba sin que él lo supiera, le descubría en la cara una gran sombra. Como si tratara, desesperadamente, de recordar algo.
Descontando esa única nube, la vida era bastante agradable para los dos hasta que sonó el teléfono en medio de Family Feud, en la noche del 28 de mayo. Patty tenía en el regazo dos camisas de Stan, dos blusas suyas, el costurero y la caja de botones; Stan, la última novela de William Denbrough que aún no había salido en edición barata.[4] La portada del libro mostraba una bestia rugiente; la contraportada, un hombre calvo, con anteojos.
Stan, que estaba más cerca, contestó la llamada.
—Hola. Con la casa de Uris.
Escuchó, y una línea profunda se le formó entre las cejas.
—¿Quién dice que es usted?
Patty sintió un instante de miedo. Más tarde, la vergüenza la haría mentir, decir a sus padres que había presentido algo desde el momento en que sonara el teléfono; en realidad, sólo hubo ese instante, ese único levantar rápidamente la vista de su costura. Pero tal vez era cierto. Tal vez ambos sospechaban que se avecinaba algo desde mucho antes de esa llamada telefónica, algo que no concordaba con su confortable casa, tan elegantemente retirada tras los setos de tejos, tan asumido que en realidad no hacía falta reconocerlo… ese breve instante de miedo, como el fugaz pinchazo de un punzón de hielo rápidamente retirado, fue suficiente.
—«¿Es mamá?» —preguntó sin voz moviendo sólo los labios. En ese momento pensaba que su padre, con diez kilos de sobrepeso y propenso a lo que él llamaba «dolores de panza» desde los cuarenta años, podía haber sufrido un ataque al corazón.
Stan sacudió la cabeza y sonrió un poquito ante algo que estaba diciendo la voz del teléfono.
—Tú… tú. ¡Vaya, qué sorpresa, Mike! ¿Cómo es que…?
Volvió a guardar silencio, escuchando. Mientras su sonrisa se desvanecía, Patty reconoció, o creyó reconocer, su expresión analítica, la que revelaba que alguien estaba planteando un problema, explicando un súbito cambio en determinada situación, explicando algo extraño e interesante. Probablemente se trataba de eso último, pensó ella. ¿Un cliente nuevo? ¿Un viejo amigo? Tal vez. Volvió su atención a la pantalla del televisor donde una mujer abrazaba a Richard Dawson para besarlo como enloquecida. Richard Dawson debía de recibir más besos que el anillo del Papa. A ella tampoco le habría disgustado besarlo.