—Por los Perdedores —terminó Bill.
Entrechocaron las copas y bebieron.
Volvió a caer aquel silencio y en esa oportunidad Richie no lo quebró. Esa vez parecía necesario.
Se sentaron otra vez y Bill dijo:
—Bueno, Mike, suelta el rollo. Dinos qué ha estado pasando aquí y qué podemos hacer.
—Primero comamos —dijo Mike—. Después hablaremos.
Así que comieron… largamente y bien. Como en el chiste de los condenados a muerte, pensó Bill, pero sentía un apetito que no recordaba desde hacía siglos…, desde que era niño, se sintió tentado de pensar. La comida no era una maravilla, pero distaba mucho de ser mala y la había en abundancia. Los seis comenzaron a intercambiar parte de sus platos: costillas, moo goo gai pan, alas de pollo deliciosamente cocidas al vapor, rollitos de primavera, brotes de soja envueltos en tocino, tiras de carne ensartadas en palillos de madera.
Comenzaron con bandejas de pu-pu, y Richie, infantil, pero divertido, asó un poquito de cada cosa en el centro del fondue que compartía con Beverly.
—Me encanta flambear las cosas —dijo a Ben—. Comería mierda, siempre que me la flambearan a la vista.
—A lo mejor es lo que estás comiendo —comentó Bill.
Beverly rió con tantas ganas que se vio obligada a escupir un bocado en su servilleta.
—Oh, Dios, creo que voy a vomitar —dijo Richie, imitando exacta y fantasmagóricamente a Don Pardo.
Beverly rió aún más, hasta ponerse intensamente roja.
—Basta, Richie —dijo—. Te lo advierto.
—Acepto la advertencia —dijo Richie—. Que te aproveche, querida.
Rose les trajo personalmente el postre: una enorme tarta Alaska, que flambeó a la cabecera de la mesa, ocupada por Mike.
—Más flambé a la vista —dijo Richie, con la voz de quien hubiera muerto y se encontrara en el paraíso—. Ésta puede ser la mejor comida de mi vida.
—Oh, a no dudarlo —aseguró Rose, recatadamente.
—Si apago eso de un soplido, ¿se me concede el deseo? —le preguntó él.
—En el Jade Oriental, todos los deseos se conceden, señor.
La sonrisa de Richie vaciló bruscamente.
—Aplaudo la intención —dijo—, pero en verdad pongo en duda que sea cierto.
Demolieron, prácticamente, el postre. Cuando Bill se recostó hacia atrás, con la barriga tensa contra el cinturón, reparó en las copas acumuladas en la mesa. Parecía haber centenares. Sonrió un poquito cobrando conciencia de que, por su parte, había consumido dos martinis antes de la comida y sólo Dios sabía cuántas botellas de cerveza antes del postre. Los otros habían hecho otro tanto. En ese estado, hasta unos trozos de bolos fritos les habrían sabido bien. Sin embargo, no se sentía ebrio.
—Desde que era un chiquillo no comía así —dijo Ben. Lo miraron. Un leve rubor le tiñó las mejillas—. Literalmente. Ésta debe de ser la comida más abundante que he consumido desde que entré en el ciclo superior de la secundaria.
—¿Te pusiste a dieta? —preguntó Eddie.
—Sí —dijo Ben—. Según la dieta de libertad de Ben Hanscom.
—¿Cómo te decidiste? —preguntó Richie.
—Para qué contarlo. Es historia antigua… —Ben cambió de posición, incómodo.
—No puedo hablar por los otros —adujo Bill—, pero a mí me gustaría conocerla. Vamos, Ben, cuenta. ¿Cómo fue que Parva Calhoun se convirtió en el modelo fotográfico que tenemos ante nosotros?
Richie resopló un poquito.
—¡Parva, cierto! Lo había olvidado.
—No hay mucho que contar —dijo Ben—. En realidad, nada. Después de aquel verano de 1958, pasamos dos años más en Derry. Mi madre se quedó sin trabajo y tuvimos que irnos a Nebraska porque allá vivía una hermana de mi madre que se ofreció a hospedarnos hasta que saliéramos del paso. No fue muy agradable. Mi tía Jean era una maldita avara que se pasaba la vida diciéndole a uno cuál era su lugar en el gran plan de las cosas y qué suerte teníamos de que mi madre tuviera una hermana caritativa y qué suerte la nuestra de no vernos obligados a depender del subsidio de paro y todo ese tipo de cosas. Yo estaba tan gordo que le daba asco. No me daba tregua. «Ben, tendrías que hacer más ejercicio. Ben, te dará un ataque cardíaco antes de los cuarenta años si no bajas de peso. Considerando que en el mundo mueren de hambre tantos niños, Ben, tendría que darte vergüenza».
Hizo una pausa para beber un poco de agua.
—Lo curioso es que también sacaba a relucir a los niños muertos de hambre si yo no dejaba mi plato limpio.
Richie asintió, riendo.
—Bueno, el país estaba saliendo a duras penas de una recesión; mi madre tardó casi un año en encontrar trabajo permanente. Cuando abandonamos la casa de tía Jean, que vivía en La Vista, y conseguimos una en Omaha, yo había aumentado unos cuarenta kilos sobre lo que pesaba cuando me conocisteis. Creo que aumenté la mayor parte para mortificar a mi tía.
Eddie silbó.
—Eso significa que pesabas alrededor de…
—Alrededor de noventa y cinco kilos —completó Ben, seriamente—. Iba a la secundaria East Side, de Omaha, y las horas de educación física eran…, bueno, bastante desagradables. Los otros chicos me llamaban Toneles. Con eso os podéis hacer una idea.
»Las burlas se prolongaron unos siete meses. Un día, mientras nos vestíamos en el vestuario, después de la clase, dos o tres chicos comenzaron a… algo así como a darme palmadas en la barriga. Dijeron que era “batir grasa”. Muy pronto se agregaron otros dos o tres. Después, cuatro o cinco más. Y de pronto todos ellos estaban persiguiéndome por el vestuario y el pasillo, pegándome en la barriga, en el culo, en la espalda, en las piernas. Me asusté y empecé a gritar. Entonces ellos rieron como enloquecidos.
»Francamente —dijo, bajando la mirada para ordenar sus cubiertos—, fue la última vez que recuerdo haber pensado en Henry Bowers hasta que me llamó Mike, hace dos días. El muchacho que empezó todo eso era un campesino, con manos grandes, curtidas. Mientras todos me perseguían, recuerdo haber pensado que Henry acababa de regresar. Creo… no, estoy seguro de que fue entonces cuando caí presa del pánico.
»Me persiguieron por el pasillo, más allá de los vestidores donde los del equipo de fútbol guardaban sus cosas. Yo estaba desnudo y rojo como una langosta. Había perdido todo sentido de la dignidad o…, de mí mismo, no sé si me entendéis. De dónde estaba. Pedía ayuda a gritos. Y ellos me seguían, gritando: “¡Vamos a batir grasa, vamos a batir grasa!” Había un banco…
—No te obligues a contar todo esto —le dijo Beverly, de pronto. Se había puesto pálida como la ceniza. Estaba jugueteando con su vaso de agua y estuvo a punto de volcarlo.
—Deja que termine —dijo Bill.
Ben lo miró por un instante. Luego hizo un gesto de asentimiento.
—En el extremo del corredor había un banco. Caí sobre él y me golpeé la cabeza. Un minuto después estaban todos a mi alrededor. Y entonces se oyó una voz que decía: «Bueno, basta. A cambiarse todo el mundo».
»Era el entrenador que estaba en el marco de la puerta con su equipo azul de gimnasia y su camiseta blanca. Nadie hubiera podido decir cuánto tiempo llevaba allí. Todos lo miraron; algunos, sonriendo; otros, con cara de culpables; otros, inexpresivos. Y se fueron. Y yo rompí a llorar.
»El entrenador siguió allí, de pie en el umbral de la puerta que daba al gimnasio, observándome; observando a aquel chico gordo, desnudo, enrojecido por el batido de grasa, que lloraba en el suelo. Y por fin dijo: “Benny, ¿por qué no te callas, joder?”
»Para mí fue una sorpresa tan grande oír esa palabra en boca de un profesor que obedecí. Levanté la vista hacia él y él se acercó para sentarse en el banco. Se inclinó hacia mí; el silbato que le colgaba del cuello se balanceó y me golpeó en la frente. Por un segundo creí que iba a besarme o algo así; me eché hacia atrás, pero lo que hizo fue cogerme un pezón con cada mano y apretar. Después se frotó las palmas en los pantalones, como si hubiera tocado algo sucio.
»“¿Crees que voy a consolarte?”, me preguntó. “Pues no. A ellos los asqueas, y a mí también. Tenemos motivos diferentes, pero eso es porque ellos son chicos y yo no. Ellos no saben por qué los asqueas. Yo sí. Es porque te veo sepultar el buen cuerpo que Dios te ha dado en un saco de grasa. Eso es una estúpida autoindulgencia; me da ganas de vomitar. Y ahora vas a escucharme, Benny, porque no pienso repetírtelo. Tengo que encárgame del equipo de fútbol, del de baloncesto y del de atletismo; cuando tengo un rato libre, lo dedico al de natación. Así que voy a decírtelo una sola vez. Tú eres gordo de aquí arriba.” Y me palmeó la cabeza en el sitio donde me había golpeado su maldito silbato. “Los gordos son gordos de ahí. Si pones a dieta eso que tienes entre oreja y oreja, vas a adelgazar. Pero los tipos como tú no son capaces de eso.”
—¡Qué hijo de puta! —exclamó Beverly, indignada.
—Sí —reconoció Ben, sonriendo—. Pero él no sabía que eso era ser hijo de puta y tonto, además. Probablemente había visto sesenta veces esa película de Jack Webb, The D. I., y creía estar haciéndome un favor. Al final, resultó que sí. Porque en ese momento pensé algo. Pensé…
Apartó la vista, con el ceño fruncido…, y Bill tuvo la extraña sensación de saber lo que Ben iba a decir antes de que abriera la boca.
—Acabo de decirles que recuerdo haber pensado en Henry Bowers, por última vez, cuando los chicos me perseguían para batir grasa. Bueno, cuando el entrenador se levantó para irse fue la última vez que pensé en lo que habíamos hecho en el verano de 1958. Pensé…
Vaciló otra vez, mirando a cada uno por turnos, como si los estudiara. Luego prosiguió, con cautela:
—Pensé en lo bien que nos desenvolvíamos cuando estábamos juntos. Pensé en lo que habíamos hecho, en cómo lo hicimos y de pronto me di cuenta de que, si el entrenador hubiera tenido que enfrentarse a algo así, probablemente habría encanecido de inmediato y el corazón se le habría detenido en el pecho como un reloj viejo. No fui justo, por supuesto, pero él tampoco había sido justo conmigo. Lo que ocurrió fue muy sencillo…
—Te enfureciste —dijo Bill.
Ben sonrió.
—Sí, en efecto —dijo él—. Lo llamé: ¡Entrenador!
»Él se volvió a mirarme.
»“¿Usted dijo que adiestra al equipo de atletismo?”, le pregunté.
»“En efecto —dijo—, aunque eso no significa nada para ti.”
»“Pues, escúcheme, pedazo de estúpido mamón —le dije. Quedó boquiabierto y se le dilataron los ojos—. En marzo pienso estar en ese equipo de carrera. ¿Qué le parece?”
»“Creo que te conviene cerrar la boca antes de que te metas en muchos problemas”, me contestó.
»“Voy a echar por tierra todo lo que usted diga —le aseguré—. Voy a correr más que usted. Y entonces tendrá que disculparse.”
»Apretó los puños. Por un momento pensé que iba a darme una buena. Pero volvió a abrir las manos.
»“Sigue hablando, gordo —dijo, con suavidad—. Eres un bocazas, pero el día en que corras más que yo, renuncio a este puesto y vuelvo a la recogida de maíz.” Y se fue.
—¿Y adelgazaste? —preguntó Richie.
—Bueno, sí —respondió Ben—. Pero el entrenador se equivocaba. La cosa no empezaba en mi cabeza, sino con mi madre. Esa noche volví a casa y le dije que quería adelgazar. Terminamos discutiendo como locos y llorando, los dos. Ella sacó a relucir la historia de siempre: que yo no era gordo, en realidad, sino que era de huesos grandes, y que los chicos grandes que van a ser hombres grandes tienen que comer mucho para mantenerse. Creo que, para ella, era una especie de seguridad. La asustaba tener que criar sola a un varón. No tenía educación ni oficio en especial, salvo su voluntad de trabajar con ganas. Si podía servirme un segundo plato y mirar al otro lado de la mesa y verme robusto, sólido…
—Sentía que estaba ganando la batalla —sugirió Mike.
—Exacto. —Ben bebió el resto de su cerveza y se limpió un bigotito de espuma con el dorso de la mano—. Así que la peor de las guerras no la tuve con mi cabeza sino con mi madre. Ella no lo aceptaba; tardó meses en convencerse. No me achicaba la ropa ni quería comprarme ropa nueva. Por entonces, yo vivía corriendo, iba a todas partes a la carrera, a veces el corazón me palpitaba tanto que me sentía a punto de perder el conocimiento. La primera vez que corrí un kilómetro terminé vomitando y me desmayé. Después, durante un tiempo, sólo vomitaba. Y al cabo de varias semanas, tenía que sostenerme los pantalones para correr.
»Conseguí un reparto de diarios; corría con la bolsa colgada del cuello, rebotándome contra el pecho, mientras me sujetaba los pantalones. Mis camisas empezaban a parecer velas de lona. Y por la noche, cuando llegaba a casa y comía sólo la mitad de mi plato, mi madre rompía en lágrimas y decía que yo me estaba matando de hambre, que iba a morirme, que ya no la quería, que no me importaba lo mucho que trabajaba para mantenerme.