It (Eso) – Stephen King

»Al fin pude ponerme de rodillas y luego de pie. Y entonces vi esas figuras que corrían hacia la arboleda. Al principio creí que eran fantasmas; después les vi los zapatos. Por entonces había tanta luz alrededor del Black Spot que parecía de día. Vi los zapatos y comprendí que eran hombres enfundados en sábanas. Uno de ellos había quedado algo rezagado. Y vi que…».

Dejó la frase inconclusa, humedeciéndose los labios.

—¿Qué viste, papá? —pregunté.

—No importa —dijo—. Dame agua, Mikey.

Se la di. El bebió la mayor parte y tuvo un acceso de tos. Una enfermera que pasaba asomó la cabeza y dijo:

—¿Necesita algo, señor Hanlon?

—Un juego de intestinos nuevos —dijo mi papá—. ¿Tiene alguno a mano, Rhoda?

Ella le dedicó una sonrisa nerviosa y vacilante, antes de seguir de largo. Mi papá me entregó el vaso y yo lo puse sobre la mesa.

—Lleva más tiempo contar que recordar. ¿Vas a llenarme otra vez el vaso antes de irte?

—Claro, papá.

—¿Esta historia va a darte pesadillas, Mikey?

Abrí la boca para mentir, pero lo pensé mejor. Y ahora pienso que, si hubiera mentido, él se habría interrumpido allí mismo. Por entonces estaba muy perdido, pero quizá no tanto.

—Creo que sí —dije.

—Eso no es tan malo. En las pesadillas podemos pensar lo peor. Supongo que para eso son.

Alargó la mano y yo se la tomé. Así estuvimos mientras él terminaba.

—Me volví a tiempo para ver a Trev y Dick, que iban hacia el frente del edificio; corrí tras ellos, aún tratando de recobrar el aliento. Había, quizá, cuarenta o cincuenta personas, allí fuera; algunas lloraban, otras vomitaban, las había gritando y haciendo las tres cosas al mismo tiempo, al parecer. Algunos yacían en el pasto, desmayados por el humo. La puerta estaba cerrada y se oían alaridos al otro lado; la gente aullaba pidiendo que se la dejara salir, por el amor de Dios, que estaban quemándose.

»Era la única puerta, aparte de la que comunicaba la cocina con el lugar donde teníamos los cubos de basura y esas cosas. Para entrar había que empujar la puerta. Para salir, se tiraba de ella. Algunas personas habían salido; después, la misma gente empezó a apelotonarse y a empujar contra la puerta, que se cerró. Los que estaban atrás seguían empujando para alejarse del fuego y todo el mundo quedó atascado. Los de delante quedaron aplastados. No había modo de abrir esa puerta contra el peso de todos los que empujaban. Allí estaban, atrapados, mientras el incendio rugía.

»Fue Trev Dawson quien hizo que murieran sólo unos ochenta, en vez de cien o doscientos, y por su esfuerzo no le dieron una medalla sino dos años en la prisión militar de Rye. Porque en ese momento se acercó un camión grande y viejo. ¿Y quién venía al volante? Nada menos que mi viejo amigo el sargento Wilson, el dueño de todos los agujeros de la base.

»Baja y empieza a vociferar órdenes que no tenían mucho sentido y que, de cualquier modo, la gente no podía oír. Trev me tomó del brazo y corrimos hacia él. Yo había perdido el rastro a Dick Hallorann, por entonces; ni siquiera lo vi hasta el día siguiente.

»—¡Necesito este camión, sargento! —le chilla Trevor, en la cara.

»—No me estorbes, negro piojoso —dice Wilson, y lo empuja. Y sigue gritando todas esas tonterías confusas. Nadie le estaba prestando atención, pero de cualquier modo no le duró mucho, porque Trevor Dawson saltó como un muñeco de caja de sorpresa y lo dejó tendido de un puñetazo.

»Trev podía pegar muy fuerte; cualquier otro hombre habría quedado en el suelo, pero ese idiota tenía la cabeza dura. Se levantó, chorreando sangre por la nariz y la boca, y dijo:

»—Te voy a matar por esto, negro cabrón.

»Bueno, Trev le atizó en la barriga con todas las ganas y, mientras él estaba doblado en dos, yo junté las manos y lo golpeé en la nuca con tanta fuerza como pude. Era cosa de cobardes, golpear a un hombre por la espalda, pero los momentos desesperados exigen medidas desesperadas. Y mentiría, Mikey, si no te dijera que fue un placer hacerlo.

»Cayó, como un venado bajo el hacha. Trev corrió al camión, lo puso en marcha y lo hizo girar hasta quedar frente al Black Spot, pero a la izquierda de la puerta. Puso la primera, pisó el acelerador y ¡adelante!

»—¡Apartaos! —grité a la multitud que estaba alrededor—. ¡Cuidado con el camión!

»Salieron desperdigados como codornices, y por puro milagro Trev no atropelló a nadie. Chocó contra el costado del edificio a cuarenta o cuarenta y cinco kilómetros por hora y se estrelló de cara contra el volante del camión. Vi que despedía sangre por la nariz cuando sacudió la cabeza para despejarse. Puso marcha atrás, retrocedió cincuenta metros y se lanzó otra vez. ¡Wam!

»El Black Spot era sólo lata arrugada, y bastó con esa segunda embestida. Se derrumbó todo el costado de aquel horno y las llamas salieron bramando. No me explico cómo alguien pudo sobrevivir en ese infierno, pero sí, así fue. La gente es mucho más dura de lo que parece, Mikey, y si no me crees fíjate en mí, que estoy cogido al mundo sólo con las uñas. Ese lugar era un horno de fundición, un mar de llamas y humo, pero la gente salía corriendo en un torrente. Eran tantos que Trev ni siquiera se atrevió a retroceder con el camión, por miedo a atropellar a algunos. Así que bajó y se me acercó corriendo, dejando el vehículo en donde estaba.

»Nos quedamos allí, viendo el final de todo. En total, no habían pasado ni cinco minutos, pero pareció una eternidad. Los últimos diez o doce salieron en llamas. La gente los sujetaba y los hacía rodar por tierra, tratando de apagarlos. Al mirar hacia dentro, vimos que otros trataban de salir y comprendimos que no podrían.

»Trev me cogió de la mano y yo se la apreté con el doble de fuerza. Y así nos quedamos, de la mano, como tú y yo en este momento, Mikey, él con la nariz quebrada y la sangre corriéndole por la cara, los ojos tan hinchados que se le estaban cerrando. Mirábamos a la gente. Ellos fueron los verdaderos fantasmas, aquella noche, sólo brasas con forma de hombres y mujeres caminando hacia la abertura que Trev había abierto con el camión del sargento Wilson. Algunos estiraban las manos, como si esperaran que alguien los rescatara. Otros caminaban, nada más, pero parecían no llegar a ninguna parte. Tenían la ropa en llamas y la cara empapada. Uno tras otro, fueron cayendo y no se los vio más.

»La última fue una mujer. Se le había quemado el vestido encima y sólo tenía la braga. Ardía como una vela. En el último segundo pareció mirarme a los ojos; entonces vi que tenía los párpados en llamas.

»Cuando ella cayó, terminó todo. El edificio se convirtió en una columna de fuego. Cuando llegaron los coches de bomberos de la base y otros dos del cuartel de Main Street, ya estaba casi consumido. Y ése fue el incendio del Black Spot, Mikey».

Bebió el resto del agua y me dio el vaso para que lo llenara en el surtidor del pasillo.

—Creo que esta noche vamos a mojar la cama, Mikey.

Lo besé en la mejilla y fui al pasillo para llenarle el vaso. Cuando volví, estaba otra vez medio perdido, con los ojos vidriosos y contemplativos. Dejé el vaso en la mesilla de noche y él murmuró un «gracias» casi incomprensible. El reloj de su mesilla marcaba casi las ocho. Hora de volver a casa.

Me incliné para darle un beso de despedida…, pero en cambio me oí susurrar:

—¿Qué viste?

Sus ojos, que se estaban cerrando, se levantaron apenas ante el sonido de mi voz. Tal vez sabía que era yo; tal vez creía estar oyendo la voz de sus propios pensamientos.

—¿Humm?

—Lo que viste —susurré. No quería oír, pero tenía que oír. Tenía calor y frío al mismo tiempo, me ardían los ojos, las manos se me congelaban. Pero tenía que oír. Tal como supongo que la mujer de Lot tuvo que volverse a mirar la destrucción de Sodoma.

—Era un ave —dijo él—. Arriba, sobre los últimos hombres que corrían. Un halcón, tal vez. Pero grande. Nunca se lo conté a nadie. Me habrían encerrado. Ese pájaro tenía unos dieciocho metros de ala a ala. El tamaño de un Zero japonés. Pero vi…, vi sus ojos…, y creo… que me vio.

Se le deslizó la cabeza hacia la ventana, desde donde venía la oscuridad.

—Se lanzó en picado y agarró al último hombre. Lo agarró por la sábana… y oí sus alas cuando se lo llevaba… Era un ruido como de fuego… y se quedó suspendido en el aire, como los helicópteros… Y yo pensé: «Los pájaros no pueden hacer eso». Pero ése podía, porque… porque…

Quedó en silencio.

—¿Por qué, papá? —susurré—. ¿Por qué podía quedarse suspendido en el aire?

—No estaba suspendido en el aire —musitó él.

Guardé silencio, pensando que esa vez, con toda seguridad, se había dormido. Nunca en mi vida había sentido tanto miedo… porque, cuatro años antes, yo había visto a ese pájaro. De algún modo, de una manera inimaginable, tenía esa pesadilla casi olvidada. Fue mi padre el que la volvió a mí.

—No estaba suspendido en el aire —dijo mi padre medio entre sueños—. Flotaba… Flotaba. Tenía grandes manojos de globos atados en cada ala y flotaba…

Mi padre se quedó dormido.

1 de marzo de 1985

Ha vuelto otra vez. Ahora lo sé. Esperaré, pero en el fondo estoy seguro. No sé si podré soportarlo. Siendo niño pude defenderme, pero los niños son diferentes. Son diferentes de un modo fundamental.

Anoche escribí todo eso en una especie de frenesí; de cualquier modo, no habría podido volver a mi casa. Derry se ha cubierto con una gruesa capa de hielo y, aunque esta mañana ha salido el sol, nada se mueve.

Escribí hasta bien pasadas las tres de la mañana, tratando de sacármelo todo. Había olvidado ese gigantesco pájaro visto a los once años. Fue la historia de mi padre lo que me hizo recordar… y ya nunca volví a olvidarlo. En ningún detalle. En cierto modo, creo que fue el último regalo que me hizo. Un regalo espantoso, podría decirse, pero también maravilloso, a su modo.

Dormí allí donde estaba con la cabeza apoyada en los brazos, el bolígrafo y el cuaderno en la mesa, frente a mí. Esta mañana desperté con el trasero entumecido y dolor de espalda, pero sintiéndome libre, de algún modo, purgado de esa vieja historia.

Y entonces vi que por la noche, mientras dormía, había tenido visitas.

Las huellas, al secarse, habían dejado leves impresiones lodosas; iban desde la puerta de la calle (que cerré con llave; siempre la cierro con llave) hasta el escritorio en el que dormí.

No había huellas que salieran.

Sea lo que fuere, vino a mí en la noche, dejó su talismán… y después, simplemente, desapareció.

Atado a mi lámpara de lectura había un solo globo, lleno de helio, que flotaba en un rayo de sol matinal inclinado diagonalmente desde una de las altas ventanas.

En su superficie tenía un retrato mío, sin ojos, con sangre que corría desde las cuencas destrozadas y un grito distorsionando la boca sobre la piel de goma.

Al mirarlo grité. El grito levantó ecos en toda la biblioteca respondiendo, vibrando en la escalera de caracol metálica que lleva a las estanterías.

El globo se reventó con una fuerte explosión.

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