—En realidad, soy religioso —dijo Bill, sonriente.
—Entonces le conviene bajarse de mi taxi y meterse en la iglesia, que joder —dijo el taxista.
Y los dos estallaron en una carcajada.
—¿Hace mucho que vive aquí? —preguntó Bill.
—Toda la vida. Nací en el Hospital Municipal y me echarán a pudrir en el cementerio de Monte Esperanza.
—Qué bien —comentó Bill.
—Psé, qué bien —dijo el taxista. Carraspeó, bajó la ventanilla y escupió al aire lluvioso un larguísimo gargajo verdoso. Su actitud, contradictoria, pero atractiva, casi picante, era de sombrío buen humor—. El que agarre eso no tendrá que comprar chicles por toda una semana, joder. Y perdone mi lengua si usted es religioso.
—No todo ha cambiado —dijo Bill. El deprimente desfile de bancos y parkings se iba deslizando hacia atrás a medida que ascendían por Center. Más allá de la colina y pasando por el First National Bank, empezaron a tomar cierta velocidad—. El Aladdin todavía está.
—Psé —reconoció el taxista—. Pero se salvó, por un pelo, se salvó. Los muy hijos de puta querían tirarlo abajo, también.
—¿Para hacer otro banco? —preguntó Bill.
Una parte de él descubría, divertida, que la otra parte se horrorizaba ante la idea. No podía creer que nadie en su sano juicio quisiera derribar esa majestuosa cúpula de placer, con su centelleante araña de cristal, sus curvas escalinatas y su elefantiásico telón que no se limitaba a abrirse cuando empezaba el espectáculo, sino que se elevaba en mágicos pliegues, pinzas y drapeados, todo iluminado desde abajo en fabulosos tonos de rojo, azul, amarillo y verde, mientras las poleas, arriba, gruñían y repiqueteaban. El Aladdin no —exclamaba esa horrorizada parte de él—. ¿Cómo pudieron siquiera pensar en derribar el Aladdin para hacer un BANCO?
—Claro, un banco —dijo el taxista—. Ha acertado, señor. Era el Mercantil de Penobscot el que le había echado el ojo, los muy bastardos (perdóneme la lengua, si es religioso) querían tirarlo abajo y hacer una «galería bancaria completa», como decían ellos. Ya tenían todos los papeles tramitados y el Aladdin estaba clausurado. Entonces un grupo de gente formó un comité, toda gente que vivía aquí desde hacía mucho, y presentaron peticiones, hicieron manifestaciones y gritaron hasta que hubo una asamblea pública. Y Hanlon les dio una buena patada en el culo a los degenerados esos del Mercantil.
El taxista parecía sumamente satisfecho.
—¿Hanlon? —preguntó Bill, sobresaltado—. ¿Mike Hanlon?
—Ayuh —afirmó el taxista. Se retorció por un momento para mirar a Bill, descubriendo una cara redonda y mofletuda, con gafas de carey que tenían viejas motas de pintura blanca en las patillas—. El bibliotecario. Un negro. ¿Lo conoce?
—Lo conocía —dijo Bill, recordando cómo había conocido a Mike, en julio de 1958.
Había sido por Bowers, Huggins y Criss, otra vez, por supuesto. Bowers, Huggins y Criss
(oh, cielos)
por todas partes, desempeñando su propio papel, como inconscientes grapas que los habían unido a los siete, más, más, mucho más.
—Jugábamos juntos, siendo niños —agregó—. Antes de que yo me fuese.
—Vaya, mire por dónde —dijo el taxista—. Qué pequeño es este mundo de mierda, perdone…
—… mi lengua si usted es religioso —terminó Bill, al unísono.
—Mire por dónde —repitió el taxista, cómodamente. Viajaron en silencio un rato, antes de que él dijera—: Ha cambiado mucho, Derry. Pero sí, muchas cosas siguen como antes. El «Town House», donde lo recogí. La torre-depósito en el Memorial Park. ¿Se acuerda de ese lugar, señor? Cuando éramos pequeños decíamos que ese lugar estaba hechizado.
—Lo recuerdo.
—Mire, allí está el hospital. ¿Lo reconoce?
A la derecha pasaba ahora el hospital Municipal de Derry. Detrás de él corría el Penobscot, hacia su encuentro con el Kenduskeag. Bajo el lluvioso cielo de primavera, el río tenía el color opaco del peltre. El hospital que Bill recordaba (un edificio de madera blanca, con dos alas y tres plantas) aún estaba allí, pero rodeado y empequeñecido por un complejo de edificios que sumaban quizás una docena. A la izquierda había un aparcamiento con más de quinientos coches según su cálculo.
—¡Por Dios, eso no es un hospital! ¡Parece el recinto de una universidad, coño! —exclamó Bill.
El conductor rió entre dientes.
—Como no soy religioso, le perdono su lengua. Sí, ya es casi tan grande como el de Bangor. Tienen laboratorio de radiología, centro de terapia, seiscientas habitaciones, lavandería propia y sabe Dios qué más. El viejo hospital sigue allí, pero ahora sólo como administración.
Bill sintió una extraña sensación de desdoblamiento, la misma que recordaba haber sentido al ver la primera película tridimensional: tratar de unir dos imágenes que no coincidían. Uno podía engañar la vista y el cerebro para que lo hicieran, pero podía terminar con un magnífico dolor de cabeza… y en ese momento sintió que le venía uno. La nueva Derry, sí. Pero la vieja Derry aún estaba allí, como el edificio de madera del hospital. La vieja Derry estaba casi toda sepultada bajo las construcciones nuevas… pero la vista se sentía irremediablemente atraída hacia ella…, la buscaba.
—Las vías del ferrocarril deben de haber desaparecido, ¿no? —preguntó Bill.
El taxista volvió a reír, encantado.
—Considerando que se marchó cuando era niño, señor, tiene buena memoria. —Bill pensó: «Si me hubieras visto la semana pasada, amigo mío…»—. Todavía están pero no quedan más que ruinas y vías herrumbradas. Ni siquiera los mercancías se detienen aquí. Un tío quería comprar el terreno para poner una especie de parque de diversiones, con tiro al blanco, canchas de minigolf, frontones para pelota, kartings y un local con juegos de video y qué sé yo qué más. Pero hubo no sé qué lío con los que tienen la tierra a su nombre. Supongo que si insiste va a ganar, pero por el momento está todo en los tribunales.
—Y el canal —murmuró Bill, cuando giraban hacia Pasture Road que, tal como Mike había dicho, estaba señalizado con un letrero verde que rezaba: MALL ROAD—. El canal todavía está aquí.
—Ayuh —dijo el taxista—. Creo que ése va a estar siempre.
Ahora Bill tenía a su izquierda la galería de Derry. Al pasar junto a ella volvió a sentir esa extraña sensación de desdoblamiento. En su infancia, todo eso había sido un largo campo lleno de pastos duros y gigantescos girasoles bamboleantes que marcaba el extremo nordeste de Los Barrens. Por atrás, hacia el oeste, estaban los bloques de Old Cape para gente de bajos recursos. Recordaba haber explorado ese campo con cuidado de no caer en el sótano abierto de la fundición Kitchener que había estallado el domingo de Pascua de 1906. Ese solar estaba lleno de reliquias que ellos habían desenterrado con el solemne interés de arqueólogos que investigaran ruinas egipcias: ladrillos, cazos, trozos de hierro con candados herrumbrosos, trozos de vidrio, botellas llenas de un engrudo que olía como el peor de los venenos. Allí cerca había pasado algo malo, también, en el foso de grava próximo al vertedero, pero aún no lo recordaba. Sólo recordaba un nombre, Patrick Humboldt, y que se relacionaba con una nevera. Y algo sobre un pájaro que había perseguido a Mike Hanlon. ¿Qué…?
Sacudió la cabeza. Fragmentos inconexos. Pajas al viento. Eso era todo.
El campo había desaparecido, junto con los restos de la fundición. Bill recordó súbitamente la gran chimenea de la fundición revestida de azulejos, ennegrecida de hollín en los últimos tres metros, tendida en la hierba alta como una tubería gigantesca. De algún modo, habían trepado para caminar por ella, con los brazos extendidos como equilibristas en la cuerda floja, riendo…
Sacudió la cabeza para expulsar el espejismo de la galería, un feo grupo de edificios con letreros que decían SEARS, J. C. PENNEY, WOOLWORTH, CVS, YORK STEAK HOUSE, LIBROS WALDEN y diez más. Había caminos que entraban a los aparcamientos y salían de ellos. La galería no se fue, porque no era un espejismo. La fundición Kitchener ya no existía, ni tampoco la hierba que crecía entre sus ruinas. La realidad era la galería, no los recuerdos.
Pero él, por algún motivo, no pudo creer eso.
—Bueno, aquí estamos, señor —dijo el taxista, entrando en el aparcamiento de un edificio que parecía una gran pagoda de plástico—. Un poco tarde, pero mejor tarde que nunca, ¿no?
—Claro que sí —dijo Bill, entregando un billete de cinco dólares al taxista—. Quédese con el cambio.
—¡A… la mierda! —exclamó el taxista—. Si necesita que alguien lo lleve, llame a Big Yellow y pregunte por Dave. Ése soy yo.
—Preguntaré por el taxista religioso —dijo Bill, sonriente—. El que ya tiene su terrenito elegido en Monte Esperanza.
—Eso —repuso Dave, riendo—. Que lo pase bien, señor.
—También usted, Dave.
Se detuvo por un momento bajo la lluvia ligera observando al taxi que se alejaba. Había olvidado hacer una pregunta más al taxista… tal vez a propósito. Su intención había sido preguntar a Dave si le gustaba vivir en Derry.
Bill Denbrough giró en redondo abruptamente y entró en el Jade Oriental. En el vestíbulo estaba Mike Hanlon, sentado en una silla de mimbre de respaldo ancho. Se levantó y Bill tuvo la sensación de que una honda irrealidad se abatía sobre él… atravesándolo. La sensación de desdoblamiento estaba allí otra vez, pero muy, muy empeorada.
Él recordaba a un chico de un metro cincuenta y siete, poco más o menos, delgado y ágil. Ante él tenía a un hombre que llegaba al metro setenta, muy delgado. La ropa parecía colgar de su cuerpo. Y las arrugas de su cara decían que estaba del lado oscuro de los cuarenta en vez de andar sólo por los treinta y ocho.
El espanto de Bill debió reflejársele en la cara, porque Mike dijo, en voz baja:
—Ya sé lo que parezco.
Bill enrojeció, diciendo:
—No es para tanto, Mike. Es que te recuerdo como eras cuando niño, nada más.
—¿Nada más?
—Pareces un poco cansado.
—Estoy un poco cansado —dijo Mike—, pero ya me pasará. Supongo.
Entonces sonrió y la sonrisa le iluminó la cara. En ella, Bill vio al niño que había conocido veintisiete años antes. Así como el viejo hospital había sido ahogado por el hormigón armado y el vidrio, así el niño que Bill conociera había sido ahogado por los accesorios inevitables de la edad adulta. Tenía arrugas en la frente, surcos en las comisuras de la boca que le llegaban casi a la barbilla y el pelo se le estaba agrisando sobre las orejas. Pero así como el viejo hospital, aunque sofocado, seguía estando allí, así también estaba el niño que Bill conocía.
Mike alargó la mano, diciendo:
—Bienvenido a Derry, Gran Bill.
Bill, sin prestar atención a la mano, abrazó a Mike. Su amigo le devolvió el abrazo con fiereza y Bill sintió su pelo, rizado y duro, contra su propio hombro y el lado del cuello.
—Nosotros nos ocuparemos de lo que anda mal, Mike, sea lo que sea —dijo Bill. Oyó en su garganta el sonido áspero de las lágrimas, pero no le importó—. Ya lo derrotamos una vez. P-p-podemos hacerlo otra v-v-vez.
Mike se apartó de él, sujetándolo con los brazos estirados; aunque seguía sonriendo había demasiado brillo en sus ojos. Sacó un pañuelo y se los limpió.
—Claro, Bill —dijo—. Seguro.
—¿Quieren seguirme, caballeros? —preguntó la mujer.
Era una sonriente oriental que vestía un delicado kimono rosa con un dragón de cola enroscada. Llevaba el pelo oscuro recogido en un moño sobre la cabeza sujeto con peinetas de marfil.
—Podemos ir solos, Rose —dijo Mike.
—Muy bien, señor Hanlon. —Les sonrió a ambos—. Creo que les une una buena amistad.
—Creo que sí —dijo Mike—. Por aquí, Bill.
Lo condujo por un corredor en penumbras, más allá del comedor principal, hacia una puerta donde pendía una cortina de cuentas.
—¿Los otros…? —empezó Bill.
—Ya están todos aquí —dijo Mike—. Todos los que pudieron venir.
Bill vaciló ante la puerta por un momento, súbitamente asustado. No era lo desconocido lo que le asustaba, no era lo sobrenatural; era saber, simplemente, que medía treinta y siete centímetros más que en 1958 y que había perdido la mayor parte de su pelo. De pronto se sintió intranquilo, casi aterrorizado, ante la perspectiva de verlos a todos otra vez, con las caras de niño casi gastadas, casi sepultadas bajo el cambio, como el viejo hospital. Bancos erigidos dentro de cabezas donde, en otros tiempos, se elevaron mágicos palacios de imágenes.