It (Eso) – Stephen King

»Quedó tan bien que los chicos blancos empezaron a cabrearse. Cuando quisimos coscarnos, el Club de Oficiales estaba como nunca. Le agregaron un salón especial y una pequeña cafetería. Era como si quisieran competir con nosotros. Pero nosotros no teníamos ningún interés en competir con ellos».

Mi padre me sonrió desde su cama de hospital.

—Éramos todos jóvenes, aparte de Snopes, pero no del todo tontos. Sabíamos que los blancos te dejan competir con ellos, pero si empieza a parecer que vas a sacarles ventaja, alguien te rompe las piernas para que no corras tanto. Teníamos lo que necesitábamos y con eso bastaba, pero entonces… algo ocurrió.

Hizo silencio, con el entrecejo fruncido.

—¿Qué ocurrió, papá?

—Descubrimos que, entre nosotros, podíamos formar una banda de jazz bastante decente —dijo, con lentitud—. Martin Devereaux, que era cabo, tocaba la batería. Ace Stevenson, la trompeta. Papá Snopes se defendía bastante bien con el piano; tocaba de oído, pero era pasable. Había otro que tocaba el clarinete y George Brannock, el saxofón. De vez en cuando participaba algún otro con la guitarra, la armónica, la mandolina o hasta un peine envuelto en papel encerado.

»Eso no pasó de la noche a la mañana, como comprenderás, pero hacia finales de agosto ya teníamos un conjunto de Dixieland que tocaba en el Black Spot, viernes y sábados por la noche. Fueron mejorando al acercarse el otoño; nunca llegaron a ser grandes (no quiero darte una idea equivocada), pero tocaban de un modo diferente…, con más fuerza…, como…».

Agitó su mano flaca por encima de las sábanas.

—Tocaban con todo —sugerí, sonriente.

—¡Eso! —exclamó él, devolviéndome la sonrisa—. ¡Lo has captado! Tocaban el Dixieland con todo. Y cuando quisimos darnos cuenta, la gente de la ciudad empezó a aparecer por nuestro club. Hasta venían algunos soldados blancos de la base. El local incluso llegó a llenarse todos los fines de semana. Eso tampoco ocurrió de la noche a la mañana. Al principio, las caras blancas parecían granos de sal en un pimentero, pero fueron acudiendo más y más con el correr del tiempo.

»Cuando aparecieron esos blancos, fue entonces cuando nos olvidamos de andar con prudencia. Ellos traían sus propias botellas en bolsas de papel; casi siempre eran bebidas blancas, pero de la mejor calidad; por comparación, lo que se podía conseguir en las pocilgas de la ciudad era basura. Te estoy hablando de tragos de clubes elegantes, Mikey; cosa de ricos. Chivas Regal, Glenfiddich, ese tipo de champán que sirven a los pasajeros de primera clase en los grandes transatlánticos… Tendríamos que haber buscado el modo de pasar aquello, pero no sabíamos cómo. ¡Ellos eran de la ciudad! ¡Joder, eran blancos!

»Y como te digo, éramos jóvenes y estábamos orgullosos de nuestro club. No previmos que las cosas pudieran ponerse tan mal. Todos sabíamos que Mueller y sus amigos estaban enterados de lo que pasaba, pero no nos dimos cuenta de que podían volverse locos. Y lo digo en serio: volverse locos. Estaban en sus grandes mansiones victorianas, en Broadway Oeste, a medio kilómetro de nosotros, que escuchábamos blues. Eso no les gustaba. Pero mucho menos les gustaba saber que sus chicos también estaban ahí, bailando mejilla con mejilla junto a los negros. Porque no eran sólo los leñadores y las viejas zorras los que estaban viniendo a nuestro club, a medida que septiembre se convertía en octubre. Se puso de moda en la ciudad que los jóvenes vinieran a bailar al compás de esa orquesta sin nombre, hasta que se hacía la una de la madrugada y cerrábamos. Y no venían sólo de Derry: también de Bangor, Newport, Haven, Cleaves Mills, Old Town y las pequeñas ciudades de la zona. Había muchachos de la Universidad de Maine bailando con sus novias. Y cuando la banda aprendió a tocar una versión en ragtime de The Maine Stein Song, la gente estuvo a punto de hacer volar el techo. Técnicamente, por supuesto, el club era para soldados y estaba prohibido para los civiles que no tuvieran invitación. Pero de hecho, Mikey, abríamos la puerta a las siete y la dejábamos abierta hasta la una. Hacia mediados de octubre, en la pista de baile tenías que estar cadera con cadera con otras seis personas. No había lugar para bailar, así que uno se quedaba en un mismo sitio y se retorcía…, pero si alguien le molestó, nunca oí que se quejara. A medianoche, aquello era como un vagón de carga vacío que se sacudía en medio del tren expreso».

Hizo una pausa para tomar otro sorbo de agua. Cuando prosiguió, le brillaban los ojos.

—Bueno, bueno. Fuller habría terminado con eso, tarde o temprano. Si hubiera sido temprano, habría muerto mucha menos gente. Bastaba con que mandara a la policía militar para que confiscara todos los licores traídos por los parroquianos. Eso habría estado bien; era lo que él quería, en el fondo. Así podría encerrarnos sin problemas, hacernos juzgar por un tribunal militar; algunos hubiéramos terminado en la cárcel militar; otros, transferidos a otro destino. Pero Fuller era lento. Creo que temía lo mismo que nosotros: enfadar a algunas personas de la ciudad. Mueller no había vuelto a visitarlo, y creo que al mayor Fuller le daba miedo ir a la ciudad para hablar con él. Se hacía el poderoso, ese Fuller, pero tenía las agallas de un conejo.

»Por eso, en vez de tendernos una trampa, con lo cual muchos de los que murieron aquella noche todavía estarían con vida, dejó que la Liga de la Decencia Blanca se hiciera cargo del asunto. Vinieron con sus sábanas blancas, a principios de noviembre, y se prepararon una parrillada».

Volvió a guardar silencio, pero esa vez no bebió agua; se limitó a mirar malhumoradamente el rincón más alejado de su habitación, mientras un timbre sonaba suavemente fuera y una enfermera pasaba frente a la puerta abierta, haciendo chirriar levemente el linóleo con las suelas de sus zapatos. Se oía un televisor por alguna parte, una radio por otro lado. Recuerdo haber oído el viento que soplaba fuera, castigando ese lado del edificio. Y aunque era pleno verano, el viento hacía un ruido frío. No sabía nada de Los cien de Caín, que pasaban por televisión, ni de los Four Seasons, que cantaban Camina como hombre por la radio.

—Algunos vinieron por ese cinturón verde, entre la base y Broadway oeste —prosiguió, por fin—. Probablemente se reunieron en la casa de alguien, tal vez en el sótano, para ponerse las sábanas y preparar las antorchas que usaban.

»Me han dicho que otros entraron directamente en la base por Ridgeline Road, que era la entrada principal. No voy a decir quién, pero me contaron que llegaron en un Packard flamante, con sus sábanas blancas y sus bonetes blancos en el regazo, y las antorchas en el suelo. Había un puesto de control allí donde Ridgeline Road se desviaba de Witcham Road para entrar en la base, y el oficial de guardia los dejó pasar sin problemas.

»Era sábado por la noche y el local estaba atestado de gente que bailaba. Había, tal vez, doscientas o trescientas personas. Y llegaron esos blancos, seis, siete u ocho, en su Packard verde botella; otros venían por entre los árboles que separaban la base de las casas elegantes de Broadway Oeste. No eran jóvenes, en su mayoría; a veces me pregunto cuántos casos de angina y úlceras sangrantes habrá habido al día siguiente. Espero que muchos. ¡Esos malditos asesinos!

»El Packard estacionó en la colina y encendió dos veces los faros. Tres o cuatro hombres bajaron y se reunieron con el resto. Algunos tenían esas latas de cuatro litros que se compraban en las estaciones de servicio, en aquellos tiempos, llenas de gasolina. Todos iban con antorchas. Uno de ellos se quedó al volante de ese Packard. Mueller tenía un Packard, ¿sabes? Ya lo creo que sí. Y era verde.

»Se reunieron detrás del Black Spot y empaparon sus antorchas con gasolina. Tal vez no querían sino asustarnos. He oído otra cosa, pero también oí eso. Preferiría creer que sus intenciones eran ésas, porque no tengo maldad suficiente para creer lo peor.

»Pudo ser que la gasolina chorreara hasta los mangos de esas antorchas y que, al encenderlas, los que las sostenían se asustaran y las arrojaran de cualquier modo para librarse de ellas. Como sea: aquella negra noche de otoño se encendió de pronto con luz de antorchas. Algunos las sostenían en alto y las agitaban; algunos trozos de estropajo cayeron sobre ellos. Otros reían. Pero como te digo: hubo algunos que las arrojaron por las ventanas traseras, a nuestra cocina. En un minuto y medio el club ardía como un infierno.

»Los hombres de fuera ya tenían puestas sus puntiagudas capuchas blancas. Algunos entonaban: «¡Salid, negros! ¡Salid, negros! ¡Salid, negros!». A lo mejor algunos lo hacían para asustarnos, pero creo que casi todos trataban de advertirnos, así como prefiero creer que esas antorchas cayeron en nuestra cocina por casualidad.

»De cualquier modo, no importaba mucho. La banda estaba tocando más fuerte que un silbato de fábrica. Todo el mundo lanzaba exclamaciones, aplaudía y disfrutaba. Dentro, nadie se dio cuenta de que algo iba mal hasta que Gerry McGrew, que esa noche era ayudante de cocina, abrió la puerta de la cocina y estuvo a punto de morir quemado como por un soldador. Las llamas saltaron tres metros y le achicharraron la chaquetilla de camarero en un momento. También le quemaron casi todo el pelo.

»Yo estaba sentado hacia la mitad, por el lado del oeste, con Trev Dawson y Dick Hallorann, cuando eso pasó. Al principio pensé que había estallado la cocina de gas. No había hecho más que levantarme a medias cuando me derribó la gente que iba hacia la puerta. Veinticuatro o veinticinco personas me pasaron bien por la espalda, y creo que fue la única vez, durante todo ese horror, que sentí miedo de verdad. La gente aullaba que quería salir, que el club se estaba incendiando. Pero cada vez que yo trataba de levantarme, alguien me pisoteaba otra vez. Un pie enorme se me plantó en la cabeza y me hizo ver las estrellas. Se me aplastó la nariz contra aquel suelo aceitado; aspiré tierra y comencé a estornudar y toser, todo al mismo tiempo. Otra persona me pisó la espalda, a la altura de la cintura. Sentí que un tacón alto de señora se me hincaba entre las nalgas, y te juro, hijo, que no quisiera recibir otro enema como ése. Si se hubiera roto el fondillo de mis pantalones creo que hasta el día de hoy seguiría sangrando.

»Ahora parece divertido, pero estuve a punto de morir en esa estampida. Me pisotearon, me patearon y me aplastaron en tantas partes que, al día siguiente, no podía tenerme en pie. Aullaba, pero todos seguían pasándome por encima sin prestarme atención.

»Fue Trev el que me salvó. Vi su manaza parda tendida hacia mí y me aferré a ella como un náufrago a un salvavidas. Me prendí de él, y él tiró y me sacó. Alguien me plantó un pie aquí, en el cuello…».

Se masajeó la zona donde la mandíbula se curva hacia la oreja. Yo asentí.

—… y me dolió tanto que por un momento me desmayé por un momento, creo. Pero no solté la mano de Trev y él tampoco me soltó. Por fin pude ponerme en pie, justo cuando la mampara de la cocina se derrumbaba. Hizo un ruido, algo así como ¡flump!, el ruido que hacen los charcos de gasolina cuando les prendes fuego. Vi que caía entre un gran chisporroteo y que la gente corría para apartarse. Algunos lo consiguieron. Otros no. Uno de nuestros compañeros (creo que Hort Sartoris) quedó sepultado abajo, y por un segundo vi su mano abrirse y cerrarse bajo todas esas brasas. Había una muchacha blanca, que no podía tener más de veinte años; se le encendió la espalda del vestido. Estaba con un muchacho de la universidad y le rogó a gritos que la ayudara. Él se limitó a darle dos barridas con la mano y después corrió con los otros. Ella quedó allí, gritando, mientras el vestido ardía sobre su cuerpo.

»La cocina era un infierno. Las llamas eran tan brillantes que no se las podías mirar. El calor era de horno, Mikey, una parrilla. Uno sentía que la piel se le ponía lustrosa, que los pelos de la nariz se le chamuscaban.

»—¡Larguémonos de aquí! —chilló Trev, y comenzó a arrastrarme a lo largo de la pared—. ¡Vamos!

Entonces Dick Hallorann lo sujetó. No tenía más de diecinueve años y miraba con ojos que parecían bolas de billar, pero no perdió la cabeza. Y él nos salvó la vida.

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