It (Eso) – Stephen King

Mi padre estaba suscrito al Derry News y no dejaba de vigilar los avisos donde se ofrecían lotes en venta. Habían ahorrado bastante. Por fin, él vio que se vendía una granja con buenas perspectivas, al menos sobre el papel. Los dos viajaron desde Texas en autobús para echarle un vistazo y la compraron el mismo día. El First Merchants Bank, del condado de Penobscot, le otorgó una hipoteca a diez años, y aquí se instalaron.

—Al principio tuvimos problemas —dijo mi padre, otra vez—. Había gente que no quería negros en el vecindario. Ya sabíamos que pasaría eso, pues yo no había olvidado lo del Black Spot, pero esperamos a que pasara. Los chicos nos arrojaban piedras o latas de cerveza. Creo que, ese primer año, cambié más de veinte vidrios. Y algunos no eran tan chicos. Un día, al levantarnos, encontramos una cruz esvástica pintada en el costado del gallinero; todos los pollos estaban muertos, alguien les había envenenado la comida. Fueron los últimos pollos que traté de criar.

»Pero el alguacil del condado (en aquellos días no había comisario porque Derry era muy poca cosa para tenerlo) se interesó en el caso y trabajó con ganas. A eso me refiero, Mikey, cuando te digo que aquí hay tanto bien como mal. Para ese Sullivan importaba muy poco que yo tuviera piel negra y pelo rizado. Salió cinco o seis veces, habló con la gente y por fin descubrió al que lo había hecho. ¿Y quién crees que había sido? Tienes tres posibilidades, y las dos primeras no cuentan».

—No sé —dije.

Mi padre rió hasta que le salieron lágrimas de los ojos. Sacó del bolsillo un gran pañuelo blanco y se los limpió.

—¡Pues era Butch Bowers, nada menos! —dijo—. El padre del chico que, según dices, es el peor matón de tu escuela. El padre es una caca; el hijo un pedo.

—En la escuela, algunos chicos dicen que el padre de Henry está loco —le dije. Creo que, por entonces, yo estaba en el cuarto grado, lo bastante avanzado como para que Henry Bowers me hubiera pateado justicieramente el trasero más de una vez; y ahora que lo pienso, casi todos los sinónimos peyorativos de negro que conozco los oí, por primera vez, de labios de Henry Bowers, entre primero y cuarto grado.

—Bueno, te diré —dijo mi padre—: la idea de que Butch Bowers esté loco puede no estar muy errada. Dicen que nunca estuvo bien desde que volvió de la guerra; peleó con los marines en el Pacífico. La cuestión es que el alguacil se lo llevó detenido. Butch aullaba que era una trampa, que todo el mundo era un montón de negrófilos y que él iba a demandarlos a todos. Creo que su lista iba desde aquí a Witcham Street. No creo que tuviera un par de calzoncillos sanos en los cajones, pero hablaba de iniciar juicio contra mí, contra el alguacil Sullivan, el municipio de Derry, el condado de Penobscot y sabe Dios contra quién más.

»En cuanto a lo que pasó después… Bueno, no puedo jurar que sea cierto, pero así lo supe por Dewey Conroy. Dewey dice que el alguacil fue a ver a Butch a la cárcel de Bangor. Y le dijo: “Es hora de que cierres el pico y escuches un poco, Butch. Ese negro no quiere presentar acusación. No quiere que vayas a la penitenciaría; sólo pide el valor de sus pollos. Calcula que, con doscientos dólares, estaría en paz.”

»Y Butch le dice que puede meterse los doscientos dólares allí donde nunca toca el sol. Y el alguacil Sullivan le dijo: “En la penitenciaría de Shawshank tienen una calera, Butch, y dicen que, después de trabajar allí dos años, la lengua se te pone verde como un helado de lima. Anda, elige: ¿dos años juntando cal o doscientos dólares? ¿Qué te parece?”

»—No habrá jurado en Maine que me condene —le dijo Butch—. ¿Por matarle los pollos a un negro? ¡No!

»—Eso ya lo sé —dice Sullivan.

»—Entonces, ¿de qué Cristo me está hablando?

»—Espabílate un poco, Butch. Por los pollos no te van a encerrar, pero sí por la esvástica que pintaste en la puerta después de matarlos.

»Bueno, dice Dewey que Butch quedó boquiabierto y Sullivan se fue para que lo pensara. Unos tres días después, Butch dijo a su hermano (el que murió congelado dos años después, mientras cazaba borracho) que vendiera su nuevo Mercury, el que Butch había comprado con la paga del ejército y del que tanto se pavoneaba. Así que cobré mis doscientos dólares y Butch juró incendiar mi casa. Se lo dijo a todos sus amigos. Así que una tarde lo alcancé. Él había comprado un viejo Ford, de antes de la guerra, para reemplazar al Mercury, y yo tenía un pick-up. Lo paré en Witcham Street, junto a los patios de maniobra, y bajé con mi Winchester.

»—Si llega a haber un incendio en mi casa, habrá un negro muy malo corriéndote con una pistola, viejo —le dije.

»—A mí no me hables de esa manera, negro piojoso —me dice, y tartamudeaba, entre el enojo y el susto—. Un mierda como tú no puede hablar así a un blanco.

»Bueno, yo ya estaba harto de todo eso, Mikey. Y sabía que, si no lo asustaba en ese momento para siempre, jamás me lo sacaría de encima. No había nadie por ahí. Metí una mano en el Ford y lo agarré del pelo. Le puse la boca del rifle bajo el mentón y apoyé la culata contra la hebilla de mi cinturón. Y le dije: “La próxima vez que me trates de negro piojoso o de porquería, vas a ver cómo chorrean tus sesos en esa lámpara que tiene el techo de este coche. Y te lo digo en serio, Butch: si llega a haber un incendio en mi casa, te la voy a dar. A lo mejor se lo doy también a tu mujer, a tu mocoso y a ese inútil de hermano que tienes. Ya me cansé.”

»Entonces se echó a llorar. Nunca había visto algo tan patético.

»—Cómo anda el mundo —decía—, para que un mier…, un neg…, un tipo pueda ponerle una pistola en la cabeza a un trabajador decente, a plena luz del día, al lado de la carretera.

»—Sí, el mundo ha de estar hecho un picnic para diablos para que pase algo así —reconocí—, pero eso no me importa. Lo único que me importa es saber si quedamos de acuerdo o si quieres aprender a respirar por la nuca.

»Dijo que quedábamos de acuerdo. Y nunca más volví a tener problemas con Butch Bowers. Salvo, tal vez, cuando murió tu perro, Mr. Chips. Y no tengo pruebas de que Bowers haya metido la mano en eso. A lo mejor Chippy comió un cebo envenenado, o algo así.

»Desde ese día nos han dejado bastante tranquilos. Cuando pienso en todo lo que viví, no me arrepiento. Aquí hemos vivido bien. Si a veces sueño con el incendio, bueno, nadie puede vivir una vida natural sin tener pesadillas de vez en cuando».

28 de febrero de 1985

Hace varios días que me senté a escribir la historia del incendio del Black Spot, tal como me la contó mi padre, y todavía no he llegado a ella. Creo que es en El señor de los anillos donde uno de los personajes dice: «Los caminos llevan a otros caminos», que no se puede iniciar camino más fantástico que el que parte del propio umbral y lleva a la acera, pues desde ahí se puede ir… bueno, a cualquier parte. Lo mismo ocurre con los relatos. Uno lleva al siguiente, y a otro, y a otro; tal vez van en la dirección que uno deseaba, pero tal vez no. Quizá, a fin de cuentas, lo que importa es la voz que narra y no la narración en sí.

Es su voz lo que recuerdo, la voz de mi padre, baja y lenta, sus risas entre dientes, a veces, sus carcajadas francas. Hace una pausa para encender la pipa o sonarse la nariz; a veces va en busca de una lata de cerveza a la nevera. Esa voz, que es de algún modo, para mí, la voz de todas las voces, la voz de todos los años, la voz última de este lugar: la que no está en las entrevistas de Ives ni en ninguna de las pobres historias de este lugar…, ni en mis propias cintas grabadas.

La voz de mi padre.

Ahora son las diez; la biblioteca cerró hace una hora; afuera se está iniciando una ventisca de las buenas. Oigo que diminutos espéculos de aguanieve golpean las ventanas y el corredor acristalado que lleva a la biblioteca infantil. También oigo otros ruidos: crujidos y suaves choques sigilosos fuera del círculo luminoso donde me he sentado, escribiendo en las hojas amarillas de un bloc. Sólo ruidos de un viejo edificio que se asienta, me digo… pero no sé. No sé si fuera, en algún lugar de esta tormenta, hay un payaso vendiendo globos en la noche.

Bueno… no importa. Creo que, por fin, me he abierto paso hasta el relato final de mi padre. Se lo escuché, en el hospital, no más de seis semanas antes de que muriera.

Yo iba a visitarlo con mi madre todas las tardes, al salir de la escuela, y otra vez al anochecer, solo. Mi madre tenía que quedarse en casa con sus labores, a esa hora, pero insistía en que yo fuera. Iba en mi bicicleta, porque ella no me dejaba hacer autostop, ni siquiera cuatro años después de que terminaron los asesinatos.

Fueron seis semanas difíciles para un chico de sólo quince años. Yo amaba a mi madre, pero llegué a detestar esas visitas nocturnas; lo veía arrugarse y empequeñecerse, veía extenderse y adentrarse en su cara los pliegues del dolor. A veces lloraba, aunque trataba de dominarse. Y cuando llegaba el momento de volver a casa estaba ya oscureciendo, y yo pensaba otra vez en el verano de 1958, y temía mirar hacia atrás, porque allí podría estar el payaso…, o el hombre-lobo…, o la momia de Ben… o mi pájaro. Pero temía, sobre todo, que la forma asumida por Eso, cualquiera fuese, fuera la cara de mi padre, asolada por el cáncer. Entonces pedaleaba tan rápido como me era posible, por mucho que el corazón me tronara en el pecho; entraba tan acalorado y sudoroso que mi madre decía:

—¿Por qué te das tanta prisa, Mikey? Te vas a enfermar.

Y yo decía:

—Quería llegar a tiempo para ayudarte con las tareas.

Entonces ella me daba un beso y un abrazo, diciéndome que era un buen chico.

Con el correr del tiempo, llegó a resultarme difícil encontrar tema de conversación con él. Mientras iba hacia el centro me devanaba los sesos en busca de algo que contarle, temiendo el momento en que ambos nos quedáramos sin nada que decir. Su agonía me asustaba y me ponía furioso, pero también me avergonzaba; entonces y ahora, me parecía que la muerte, para un hombre o una mujer, debería ser algo rápido. El cáncer estaba haciendo más que matarlo: lo degradaba, lo envilecía.

Nunca hablábamos del cáncer, y en algunos de esos silencios yo pensaba que debíamos tocar el tema, que no había nada más; entonces quedábamos desconcertados, como los chicos que se encuentran sin asiento al callar el piano, en el juego de las sillas. Yo entraba en una especie de frenesí, tratando de decir algo, ¡cualquier cosa!, con tal de no reconocer eso que estaba aniquilando a mi padre, el que una vez había aferrado a Butch Bowers por el pelo para clavarle el rifle en el cuello, exigiéndole que lo dejara en paz. Nos veríamos forzados a hablar de eso pero, si lo hacíamos, yo acabaría llorando. No podría contenerme. Y a los quince años creo que nada me asustaba tanto como la idea de llorar delante de mi padre.

Fue durante una de esas pausas interminables, amedrentadoras, cuando volví a preguntarle por el incendio del Black Spot. Esa tarde lo habían llenado de drogas porque el dolor era muy fuerte; él perdía la conciencia y volvía a recuperarla; a veces hablaba con claridad; a veces, en ese idioma exótico que llamo «onirocieno». En ocasiones yo estaba seguro de que se dirigía a mí, pero a ratos me daba la impresión de haberme confundido con su hermano Phil. Si le pregunté por lo del Black Spot no fue por un motivo especial; simplemente, me vino a la cabeza y lo aproveché.

Sus ojos se aclararon y sonrió levemente.

—No te has olvidado de eso, ¿eh, Mikey?

—No, señor —dije, aunque llevaba tres años o más sin acordarme del asunto—. No me lo quito de la cabeza.

—Bueno, te lo contaré. Creo que ya tienes edad, con tus quince años, y tu madre no está aquí para impedírmelo. Además, debes estar enterado. Creo que sólo en Derry podría ocurrir una cosa así, y también debes saber eso. Para que estés prevenido. Para ese tipo de cosas, este lugar parece haber tenido siempre las condiciones adecuadas. Te vas con cuidado, Mikey, ¿verdad?

—Sí —le dije.

—Bueno. —Su cabeza se apoyó otra vez en la almohada—. Así me gusta. —Creí que se adormecería, pues había cerrado los ojos, pero en cambio comenzó a hablar.

»Cuando yo estaba en la base militar aquí, en 1929 y 1930 había un Club de Oficiales, en la colina donde está ahora la escuela municipal de Derry. Estaba justo detrás del PX, donde antes podías comprar un paquete de Lucky Strike por siete centavos. El Club de Oficiales era sólo un gran cobertizo de chapa corrugada, pero por dentro lo habían arreglado muy bien: alfombras, cabinas a lo largo de las paredes, un jukebox. En los fines de semana se podían tomar bebidas suaves… siempre que uno fuera blanco, claro. Casi todos los sábados por la noche llevaban bandas de jazz y era un lugar muy bonito. En el bar no se servían más que gaseosas, porque reinaba la Prohibición, ya sabes, pero decían que, si uno quería, se podían conseguir cosas más fuertes… siempre que uno tuviera estrellita verde en la tarjeta militar. Era como una señal secreta que tenían. Casi siempre era cerveza casera, pero los fines de semana servían cosas más fuertes, a veces. Si uno era blanco, claro.

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