Se odiaba a sí misma por esos pensamientos tan poco caritativos y prometía corregirse, dejar de beber esos amargos cócteles de hiel y gusanos. Pasaba meses enteros sin que pensara en esas cosas. Entonces se decía: Tal vez todo eso ha quedado atrás, finalmente. Ya no soy aquella muchacha de dieciocho años. Soy una mujer de treinta y seis. La muchacha que oía el interminable crujir de la gravilla en ese camino, la que se apartó de Mike Rosenblatt cuando él trató de consolarla porque lo hacía con mano de judío, existió hace media vida. Esa sirenita tonta ha muerto. Ahora puedo olvidarla y ser simplemente yo misma. Muy bien, perfecto. Magnífico. Pero entonces, estando en cualquier parte (en el supermercado, por ejemplo), oía una risa súbita en el otro pasillo y la piel se le erizaba, los pezones se le ponían duros, dolorosos, y apretaba las manos a la barra del carrito o se las retorcía pensado: Alguien acaba de decirle a alguien que soy judía, que no soy sino una judía narigona, que Stanley no es sino un judío narigón. Es contable, claro, los judíos tienen cabeza para los números. Tuvimos que dejarlos entrar en el club campestre en 1981, cuando ese ginecólogo narigón nos ganó el juicio, pero nos reímos de ello; oh, cómo reímos. Oía entonces el crepitar de la gravilla fantasmal y pensaba: ¡Sirena, sirena!
Entonces el odio y la vergüenza volvían en tropel como una migraña y ella desesperaba, no sólo de ella misma sino de toda la raza humana. Hombres lobo. El libro de Denbrough, el que ella había dejado sin leer, trataba de hombres lobo. Hombres lobo, coño. ¿Qué podía saber de hombres lobo un hombre como ése?
Sin embargo, casi siempre se sentía mejor. Sentía que ella era mejor. Amaba a su marido, amaba su casa y, habitualmente, podía amarse a sí misma y a su vida. Les iba bien. No siempre había sido así, por supuesto (¿es que las cosas van bien alguna vez?). Ante su compromiso con Stanley, sus padres se habían sentido a un tiempo enfadados y tristes. Lo había conocido en una fiesta del club universitario. Stanley había llegado desde la Universidad de Nueva York, en la que era becario. Los había presentado un amigo común y al final de la velada ella tuvo la sospecha de que se había enamorado de él. Hacia las vacaciones de invierno, ya estaba segura. Cuando llegó la primavera y Stanley le ofreció un pequeño anillo de brillantes al que había ensartado una margarita, ella lo aceptó.
Al final, a pesar de sus reparos, los padres también habían acabado por aceptarlo. No les quedaba otro remedio, aunque Stanley Uris pronto entraría en un mercado laboral atestado de jóvenes contables… sin respaldo financiero familiar y con la única hija de los Blum como rehén. Pero Patty tenía veintidós años, ya era una mujer y pronto acabaría la carrera.
—Me voy a pasar la vida manteniendo a ese maldito cuatro ojos —oyó decir a su padre una noche en que volvía achispado después de haber ido a cenar con la madre.
—Chist, te oirá —dijo Ruth Blum.
Esa noche, Patty permaneció despierta hasta mucho después de medianoche, con los ojos secos, sintiendo frío y calor alternativamente, odiándolos a los dos. Pasó los dos años siguientes tratando de liberarse de ese odio; ya tenía demasiado odio dentro de sí. A veces, al mirarse en el espejo, descubría lo que todo eso estaba haciendo en su cara, las arrugas que dibujaba. Fue una batalla de la que salió vencedora con la ayuda de Stan.
Los padres de él también estaban preocupados por la boda. Naturalmente, no creían que Stanley estuviera destinado a vivir en la pobreza y la miseria, pero pensaban que los chicos se estaban precipitando. Donald Uris y Andrea Bertoly también se habían casado con veinte o veintidós años, pero parecían haberlo olvidado.
Sólo Stanley parecía seguro de sí, lleno de fe en el futuro y libre de preocupaciones por las trampas mortales que los padres veían sembradas en torno a «los chicos». Al final, esa confianza resultó más justificada que el miedo de ellos. En julio de 1972, cuando apenas se había secado la tinta en el diploma de Patty, ella consiguió un empleo como profesora de taquigrafía e inglés comercial en Traynor, una pequeña ciudad sesenta kilómetros al sur de Atlanta. Al pensar en el modo en que había obtenido el puesto, siempre le parecía un poco… bueno, misterioso. Había hecho una lista de cuarenta posibilidades sacadas de los avisos en los periódicos decentes. Luego escribió cuarenta cartas en cinco noches (ocho por noche) pidiendo más información y formularios para solicitar empleo. Recibió veintidós respuestas indicando que el cargo ya estaba cubierto. En otros casos, la explicación más detallada de los requisitos indicaba que presentar una solicitud sería sólo perder su tiempo y el ajeno. Al final se encontró con doce posibilidades, bastante parecidas entre sí. Mientras las estudiaba, preguntándose si podría rellenar doce solicitudes sin volverse loca, entró Stanley. Miró los papeles sembrados en la mesa y dio un golpecito sobre la carta de «Superintendencia Traynor», respuesta que ella no había considerado más prometedora que las otras.
—Aquí —dijo.
Ella levantó los ojos, sobresaltada por la certeza de su voz.
—¿Sabes de Georgia algo que yo ignore?
—No. Nunca estuve allí como no fuera a través del cine.
Patty lo miró arqueando una ceja.
—Lo que el viento se llevó. Vivien Leigh, Clark Gable. «Lo pensaré mañana, porque mañana será otro día» —dijo, abriendo desmesuradamente las vocales en una mala imitación de acento sureño—. ¿No parezco recién llegado del Sur, Patty?
—Sí, del sur del Bronx. Si no sabes nada de Georgia y nunca has estado allí, ¿por qué…?
—Porque está bien.
—No es posible que lo sepas, Stanley.
—Claro que es posible —dijo él, con sencillez—. Lo sé.
Al mirarlo, ella comprendió que no era broma. Stan hablaba en serio. Y Patty sintió un estremecimiento de inquietud por la espalda.
—Pero, ¿cómo lo sabes?
Él estaba sonriendo, pero en ese momento, la sonrisa vaciló, como si se hubiese quedado perplejo. Sus ojos se habían oscurecido; parecía mirar hacia dentro consultando algún artefacto interior que giraba correctamente, pero que, a fin de cuentas, él comprendía tan poco como el hombre común comprende el funcionamiento de su reloj.
—La tortuga no pudo ayudarnos —dijo, de pronto.
Lo dijo con toda claridad. Ella lo oyó. Esa mirada hacia dentro, esa expresión cavilosa y sorprendida, todavía estaban en su cara. Y comenzaban a asustarla.
—Stanley, ¿de qué estás hablando? ¿Stanley?
Él dio un respingo. Su mano golpeó el plato de melocotones que ella había estado comiendo mientras revisaba las solicitudes. El plato se rompió contra el suelo. Los ojos de Stan parecieron despejarse.
—¡Mierda! Perdona.
—No importa, Stanley. ¿De qué hablabas?
—Lo olvidé —dijo él—. Pero creo que debemos pensar en Georgia, cariñito.
—Pero…
—Confía en mí.
Y ella confió.
La entrevista fue un éxito. Al tomar el tren de regreso a Nueva York, Patty estaba segura de haber conseguido el empleo. El director de personal le había cobrado una simpatía instantánea y ella a él. Una semana después llegó la carta de confirmación. Academias Traynor le ofrecía nueve mil doscientos dólares y un contrato a prueba.
—Te vas a morir de hambre —dijo Herbert Blum cuando su hija le informó que pensaba aceptar el trabajo—. Y mientras te mueres de hambre, te morirás de calor.
—Bueno, bueno, Scarlett —dijo Stan, al enterarse de lo que había opinado el padre. Aunque Patty estaba furiosa, al borde de las lágrimas, empezó a reír como una chiquilla y él la estrechó en sus brazos.
Calor pasaron, sí, pero hambre no. Se casaron el 19 de agosto de 1972. Patty Uris llegó virgen al matrimonio. En un hotel de Poconos se deslizó, desnuda, entre las sábanas frescas, turbulenta y tormentosa, con relámpagos de deseo y deliciosa lujuria entre oscuras nubes de miedo. Cuando Stanley se metió en la cama, junto a ella, fibroso de músculos, el pene ardiendo convertido en un signo de exclamación entre el rojizo vello púbico, ella susurró:
—No me hagas daño, amor.
—Jamás te haré daño —dijo él, tomándola en sus brazos.
Fue una promesa que respetó fielmente hasta el 28 de mayo de 1985, la noche del baño.
A Patty le fue bien en su trabajo de profesora. Stanley consiguió trabajo de chófer en una panadería por cien dólares a la semana. Y en noviembre de ese año, cuando se inauguró el «Centro Comercial Traynor», consiguió trabajo en las oficinas por ciento cincuenta. Entre los dos ganaban, por entonces, diecisiete mil dólares al año. Les parecía un ingreso de reyes por aquellos tiempos en que la vida era tan barata. En marzo de 1973, Patty Uris dejó de tomar anticonceptivos.
En 1975, Stanley renunció a su empleo para instalarse por cuenta propia. Los cuatro consuegros coincidieron en que era un error. No porque Stanley hiciera mal en querer trabajar por cuenta propia (¡cómo pensar semejante cosa!). Pero era demasiado prematuro, concordaron todos, y echaba demasiada carga financiera sobre Patty. («Al menos, hasta que ese tonto la deje embarazada —dijo Herbert Blum a su hermano, después de pasar la noche bebiendo en la cocina—, y entonces me tocará a mí mantenerlos»). La opinión generalizada de los consuegros era que el hombre no debe siquiera pensar en independizarse profesionalmente hasta que haya llegado a una edad más serena y madura: setenta y ocho años, más o menos.
Una vez más, Stanley parecía casi sobrenaturalmente confiado. Era joven, simpático, inteligente, capaz. En su trabajo anterior había hecho buenos contactos. Todas esas cosas eran premisas básicas. Lo que él no podía haber previsto era que «Corridor Video», una empresa pionera en el incipiente ramo del videocasete, estaba a punto de establecerse en un enorme solar, a menos de quince kilómetros del suburbio donde vivían los Uris. Tampoco podía saber que Corridor buscaría un investigador de mercado independiente, a menos de un año de haberse establecido en Traynor. Aun si Stan hubiera tenido noticias de estas informaciones, no podía creer, sin duda, que ellos darían el trabajo a un joven judío de anteojos, sonrisa fácil, andar bamboleante, afición a los vaqueros anchos en sus días libres y los últimos fantasmas de acné juvenil en la cara. Sin embargo, así fue. Así fue. Como si Stan lo hubiese sabido desde el principio.
Su trabajo para «Corridor Video» mereció un ofrecimiento: un cargo con dedicación completa en la empresa y un sueldo inicial de treinta mil dólares anuales.
—Y ése es sólo el comienzo —dijo Stanley a Patty, esa noche, en la cama—. Van a crecer como el maíz en verano, querida. Si nadie hace estallar el mundo de aquí a diez años, estarán arriba del todo junto a Kodak, Sony y RCA.
—Y tú, ¿qué vas a hacer? —preguntó ella, aunque ya lo sabían.
—Les diré que ha sido un placer trabajar con ellos.
Stan, riendo, la estrechó contra sí y la besó. Momentos más tarde estaba sobre ella y hubo orgasmos, uno, dos, tres, como cohetes brillantes que ascendieran por el cielo de medianoche. Pero no hubo hijo.
En su trabajo para «Corridor Video», había establecido contactos con algunos de los hombres más ricos y poderosos de Atlanta. Les sorprendió a los dos descubrir que la mayoría de esos hombres eran buenas personas. Entre ellos encontraron un grado de aceptación y amabilidad casi desconocido en el Norte. Patty recordaba que Stanley, cierta vez, había escrito a sus padres: «Los mejores ricos de Norteamérica viven en Atlanta, Georgia. Voy a colaborar para que algunos de ellos se hagan más ricos todavía, y ellos me harán rico a su vez y nadie será mi dueño, salvo Patricia, mi mujer. Y como yo soy su dueño, creo que no corro peligro».
Cuando dejaron el distrito de Traynor, Stanley se había convertido en sociedad anónima y tenía a seis personas bajo sus órdenes. En 1983, sus ingresos alcanzaron territorios de los que Patty había oído sólo vagos rumores: era la fabulosa tierra de las SEIS CIFRAS. Y todo había ocurrido con tanta tranquilidad como la del pie al deslizarse en las zapatillas un sábado por la mañana. Pero, a veces, le asustaba. Una vez Stanley había hecho un chiste inquietante sobre tratos con el diablo. Stanley había reído hasta casi sofocarse, pero a ella no le parecía muy divertido. Probablemente no lo sería jamás.