It (Eso) – Stephen King

»“Vas a ir al ejército —me dijo tu abuela Shirley—. No sé si empiezan a pagar enseguida o no, pero en cuanto te paguen me envías un giro todos los meses. No me gusta que te vayas, hijo, pero si no nos mantienes, a mí y a Philly, no sé qué será de nosotros.”

»Me dio mi certificado de nacimiento para que lo presentara a la oficina de reclutamiento y entonces vi que había arreglado la fecha, no sé cómo, para darme dieciocho años.

»Bueno, fui a los tribunales, donde estaba el encargado de reclutar, y pedí alistarme. Él me dio los formularios y señaló la línea donde tenía que poner mi marca.

»—Sé escribir mi nombre —le dije. Y él rió como si no me creyera.

»—Bueno, ve, escribe, negrito —me dice.

»—Un momento —replico—. Quiero hacerle un par de preguntas.

»—Venga. Yo respondo a todo lo que puedas preguntar.

»—¿Es cierto que en el ejército se come carne dos veces por semana? —pregunté—. Eso dice mi mamá, pero quiero convencerme para que me enrole.

»—No, no se come carne dos veces por semana —dice.

»—Sí, ya lo imaginaba —dije, pensando que ese hombre parece un mal bicho, pero que al menos es un mal bicho sincero. Y entonces él me dice:

»—Se come carne todas las noches. —Y yo me pregunto cómo pude haberlo creído sincero.

»—Ya veo que me toma por idiota —dije.

»—En eso tienes razón, negro.

»—Bueno, pero si me enrolo quiero mandar mi paga a mi madre y a Pichón Philly.

»—Rellena esto —me explica, señalando un formulario para asignaciones—. ¿Qué otra cosa tienes en la cabeza?

»—Bueno, ¿se puede estudiar para oficial?

»Cuando dije eso, él echó la cabeza para atrás y se rió tanto que parecía a punto de ahogarse con su propia saliva. Después dijo:

»—Mira, hijo, el día en que haya oficiales negros en este ejército será cuando veas a Jesucristo bailando el charlestón por los teatros. Ahora, ¿firmas o no firmas? Se me está acabando la paciencia. Además, me estás apestando la oficina.

»Firmé, y vi que él adjuntaba el formulario de asignación a mi solicitud; después me tomó el juramento y yo ya fui soldado. Creí que me enviarían a Nueva Jersey, donde el ejército estaba construyendo puentes, ya que no había guerra en ninguna parte. Pero fui a parar a Derry, Maine, y a la compañía E».

Suspiró y se movió en la silla; era un hombre corpulento, cuyo pelo blanco se rizaba hasta pegarse al cráneo. En ese momento teníamos una de las mejores fincas de Derry y, probablemente, el mejor puesto caminero de productos al sur de Bangor. Los tres trabajábamos mucho y mi padre tenía que contratar mano de obra adicional durante la cosecha. Nos iba bien.

—Volví porque había visto el Sur y había visto el Norte —dijo él—, y en todas partes existía el mismo odio. No fue el sargento Wilson el que me convenció de eso. Él no era más que un sureño bruto, que llevaba el Sur dondequiera que fuese. No necesitaba vivir en el Sur para odiar a los negros. Los odiaba, simplemente. No; lo que me convenció fue el incendio del Black Spot. Mira, Mikey, en cierto sentido…

Echó un vistazo a mi madre, que estaba tejiendo. Ella no había levantado la mirada, pero comprendí que escuchaba con atención. Creo que mi padre también lo sabía.

—En cierto sentido —prosiguió—, fue el incendio lo que me hizo hombre. En ese incendio murieron sesenta personas, dieciocho de la compañía E. En realidad, cuando terminó el incendio ya no quedaba compañía. Henry Whitsun…, Stork Anson…, Alan Snopes…, Everett McCaslin…, Horton Sartoris… Todos mis amigos, todos murieron en ese incendio. Y no fue obra del viejo sargento Wilson ni de sus amigos, todos campesinos brutos. Fue obra de la Liga de la Decencia Blanca, sección Derry. Algunos de los chicos que van a la escuela contigo, hijo, fueron sus padres los que encendieron cerillas para incendiar el Black Spot. Y no estoy hablando de los chicos pobres, no.

—¿Por qué, papá? ¿Por qué hicieron eso?

—Era sólo Derry —dijo mi padre, frunciendo el entrecejo. Encendió lentamente su pipa y sacudió el fósforo para apagarlo—. No sé por qué pasó aquí. No puedo explicarlo, pero al mismo tiempo no me sorprende.

»La Liga de la Decencia Blanca era la versión norteña del Ku Klux Klan, ¿entiendes? Marchaban con las mismas sábanas blancas, quemaban las mismas cruces, enviaban las mismas notas de amenazas a los negros que, en opinión de ellos, estaban progresando más de lo que les correspondía u ocupando puestos destinados a los blancos. En las iglesias donde los predicadores hablaban de la igualdad de los negros, a veces ponían cargas de dinamita. Casi todos los libros de historia hablan más del KKK que de la Liga de la Decencia Blanca; mucha gente ni siquiera sabe que existió, tal vez porque casi todos los libros de historia han sido escritos por norteños, que tienen vergüenza.

»Era popular, sobre todo, en las grandes ciudades y en las zonas industriales. Nueva York, Nueva Jersey, Detroit, Baltimore, Boston, Portsmouth: todas tenían sus ramas. En Maine trataron de organizarse, pero sólo tuvieron éxito en Derry. Oh, por un tiempo hubo en Lewiston una rama bastante benevolente; pero a ellos no les preocupaba que los negros fueran violando mujeres blancas o robando trabajo a los blancos, porque allá no había negros. En Lewiston se ocupaban de los vagabundos, de los desocupados y del ejército comunista, como llamaban a los que se habían quedado sin trabajo. La Liga de la Decencia solía expulsar a esa gente de la ciudad en cuanto entraban. A veces les ponían ortiga en el fondillo de los pantalones. A veces prendían fuego a sus camisas.

»Bueno, aquí la Liga quedó bastante desarticulada después del incendio del Black Spot. Las cosas se les fueron de las manos, ¿comprendes? Como parece suceder en esta ciudad, de vez en cuando».

Hizo una pausa, chupando su pipa.

—Es como si la Liga de la Decencia Blanca fuera una semilla más, Mikey —prosiguió—, y hubiera encontrado aquí tierra que le convenía. Era un club para ricos, como otro cualquiera. Y después del incendio, todos se limitaron a esconder sus sábanas, a cubrirse mutuamente, y todo se escondió bajo el papeleo. —Su voz había tomado una especie de cruel desprecio que hizo levantar la vista a mi madre, con cara de preocupación—. Después de todo, ¿quién había muerto? Dieciocho negros del ejército, catorce o quince negros de la ciudad, cuatro miembros de una orquesta de negros… y unos cuantos negrófilos. ¿Qué importaba?

—Will —dijo mi madre, suavemente—, basta ya.

—No —dije yo—. ¡Quiero que me lo cuente!

—Va siendo hora de que te acuestes, Mikey —dijo él, revolviéndome el pelo con su manaza dura—. Sólo quiero contarte algo más, y no creo que lo entiendas, por ahora; ni siquiera estoy seguro de entenderlo yo mismo. Lo que pasó aquella noche en el Black Spot, por horrible que fuera…, no creo que haya pasado por ser nosotros negros. Ni siquiera porque el Black Spot estaba muy cerca de Broadway Oeste, donde vivían los ricos de Derry, como ahora. No creo que esa Liga de la Decencia Blanca haya funcionado tan bien aquí sólo porque odiaba a los negros y los vagabundos más que la gente de Portland, Lewiston o Brunswick. Es por la tierra. Parece que las cosas malas, las cosas que dañan, se dan bien en la tierra de esta ciudad. Lo he pensado mucho, de año en año. No sé por qué, pero así es.

»Pero también hay aquí gente buena, y en aquel entonces también había gente buena. Más adelante, cuando se hicieron los funerales, asistieron miles de personas, tanto negros como blancos. Los negocios cerraron casi por una semana. Llegaron cestos de comida y cartas de pésame que se enviaban con sinceridad. Y muchos echaron una mano. En esa época conocí a mi amigo Dewey Conroy, y ya sabes que es blanco como la nieve, pero para mí es un hermano. Moriría por Dewey, si él me lo pidiera. Y nadie conoce el corazón ajeno, pero creo que él también moriría por mí, si a eso se llegara.

»La cosa es que el ejército envió a otra parte a los que quedábamos después del incendio, como si tuviera vergüenza. Y creo que así era. Yo acabé en Fort Hood, y allí pasé seis años. Allí conocí a tu madre y nos casamos en Galveston, en la casa de su familia. Pero en todos esos años no me quité Derry de la cabeza. Y después de la guerra traje a tu madre aquí. Y aquí naciste. Y aquí estamos, a menos de cinco kilómetros del sitio donde estaba el Black Spot, en 1930. Bueno, creo que es hora de que te acuestes, jovencito».

—¡Quiero que me cuentes lo del incendio! —chillé—. ¡Cuéntame, papá!

Y él me miró con ese gesto ceñudo que siempre me hacía callar…, tal vez porque no lo empleaba con frecuencia. Casi siempre sonreía.

—No es cuento para niños —dijo—. Otra vez será, Mikey. Cuando los dos hayamos recorrido unos cuantos años más.

Pasaron otros cuatro años antes de que me enterara de lo ocurrido en el Black Spot, aquella noche; por entonces, las recorridas de mi padre habían llegado a su fin. Me lo contó todo desde la cama del hospital en donde yacía, atiborrado de sedantes, entrando a la realidad o saliendo de ella, según dormitara o no, mientras el cáncer se abría paso dentro de sus intestinos, comiéndoselo…

26 de febrero de 1985

Estuve leyendo lo que escribí en la última parte de esta libreta y me di la sorpresa de romper en lágrimas por mi padre, que murió hace ya veintitrés años. Recuerdo mi dolor cuando él se fue; duró casi dos años. Después, cuando terminé la secundaria, en 1965, y mi madre me miró, diciendo: «¡Qué orgulloso habría estado tu padre!», lloramos abrazados; yo pensé que ése era el fin, que con esas lágrimas tardías habíamos acabado de enterrarlo. Pero ¿quién sabe por cuánto tiempo puede durar el luto? ¿No es posible que, hasta treinta o cuarenta años tras la muerte de un hijo, un hermano, uno despierte a medias, pensando en esa persona con la misma sensación de vacío, de sitios que tal vez no se llenen nunca…, quizá ni siquiera en la muerte?

Abandonó el ejército en 1937, con una pensión por incapacidad. Por entonces, el ejército de mi padre se había vuelto más guerrero; según me dijo una vez, cualquiera que tuviera dos dedos de frente se daba cuenta de que, muy pronto, los cañones volverían a dejarse oír. En el ínterin, él había ascendido a sargento; perdió la mayor parte del pie izquierdo cuando un nuevo recluta, tan asustado que casi cagaba huesos de melocotón, retiró el seguro a una granada de mano y la dejó caer, en vez de arrojarla. El artefacto rodó hasta mi padre y estalló con un ruido que, según él, sonó como una tos en medio de la noche.

Gran parte de los armamentos con que debían entrenarse los soldados, en aquellos tiempos eran defectuosos, cuando no habían pasado tanto tiempo en depósitos casi olvidados que estaban casi inutilizables. Las balas no se disparaban y los fusiles solían estallarte en las manos cuando las balas no se disparaban. La armada tenía torpedos que, habitualmente, no iban a donde se los apuntaba y, cuando lo hacían, no estallaban. La fuerza aérea volaba en aviones cuyas alas se desprendían si aterrizaban con demasiada rudeza; he leído que en 1939, en Pensacola, un oficial de aprovisionamiento descubrió toda una flota de camiones del gobierno que no funcionaba porque las cucarachas les habían comido los manguitos de goma y las correas del ventilador.

Por lo tanto, mi padre salvó la vida (incluyendo, naturalmente, esa parte de su cuerpo que se convertiría en su seguro servidor, Michael Hanlon) gracias a una combinación de burocracia sobreinflada y equipos defectuosos. La granada explotó sólo a medias y él perdió sólo parte de un pie, en vez de quedar hecho papilla de la clavícula para abajo.

Gracias a la pensión por incapacidad, pudo casarse con mi madre un año antes de lo que había planeado. No vinieron enseguida a Derry; primero se mudaron a Houston, donde trabajaron en la industria de guerra. Mi padre era capataz de una fábrica de detonadores para bombas. Mi madre era remachadora. Sin embargo, tal como me contó aquella noche en que yo tenía once años, nunca dejó de pensar en Derry. Y ahora me pregunto si ese algo ciego no pudo estar actuando ya entonces, atrayéndolo hacia aquí para que yo pudiera tomar mi sitio en el círculo que se formó en Los Barrens aquella tarde de agosto. Si el engranaje del universo funciona bien, el bien siempre compensa el mal…, pero el bien puede ser igualmente espantoso.

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