De cualquier modo, ha desaparecido.
¿Qué le atacó? ¿Una brusca crisis de identidad? ¿Un automovilista ebrio que quizá lo atropelló y sepultó su cadáver? ¿O está todavía en Derry, tal vez en el lado oscuro de Derry, haciendo compañía a gente como Betty Ripsom, Patrick Hockstetter, Eddie Corcoran y los otros? ¿Está…?
(más tarde)
Ya estoy otra vez en lo mismo, recorriendo una y otra vez el mismo terreno sin hacer nada constructivo; no hago sino darme cuerda hasta sentir ganas de aullar. Doy un respingo cada vez que cruje la escalerilla de hierro que lleva a las estanterías. Las sombras me sobresaltan. Me descubro preguntándome cómo reaccionaría si, mientras estuviese ordenando los libros en los estantes, empujando mi carrito de ruedas de goma, una mano saliera de entre dos hileras de volúmenes, una mano que buscara a tientas…
Esta tarde tuve otra vez un deseo irresistible de empezar a llamarlos. Hasta llegué a marcar el 404, código de Atlanta, donde vive Stanley Uris, con su número delante de mí. Pero me limité a sostener el auricular contra la oreja preguntándome si quería llamarlos porque estaba realmente seguro, ciento por ciento seguro, o sólo porque estoy tan nervioso que no soportaba estar solo; necesito hablar con alguien que sepa (o pueda llegar a saber) a qué se deben estos nervios.
Por un momento oí a Richie diciendo «¿Insignias? ¿INSIGNIAS? ¿EQUIPOS? ¡No necesitamos ninguna apestosa insignia, señorrr!», con su voz de Pancho Villa, tan claramente como si lo tuviera a mi lado… y colgué. Porque cuando uno quiere ver a alguien tanto como yo deseaba ver a Richie (o a cualquiera de ellos) en ese momento, no se puede confiar en las propias motivaciones. Nunca mentimos mejor que cuando nos mentimos a nosotros mismos. El hecho es que todavía no estoy al ciento por ciento seguro. Si apareciera otro cadáver, llamaría…, pero por ahora debo suponer que ese idiota pomposo de Rademacher puede tener razón. Es posible que la pequeña recordara a su padre; podría tener fotografías de él. Y supongo que un adulto realmente persuasivo podría convencer a una criatura de que se acercara al coche, por mucho que se hubiera aconsejado al niño.
Hay otro miedo que me persigue. Rademacher sugirió que puedo estar enloqueciendo. No lo creo, pero si los llamo ahora, ellos podrían pensar que estoy loco. Peor aún, ¿y si siquiera me recordaran? ¿Mike Hanlon? ¿Quién? No recuerdo a ningún Mike Hanlon. No, no me acuerdo de usted en absoluto. ¿Qué promesa?
Presiento que llegará el momento debido para llamarlos… y cuando llegue ese momento, yo sabré que es el debido. Los circuitos de mis amigos pueden abrirse al mismo tiempo. Es como si hubiera dos grandes ruedas dentadas que estuvieran entrando en una especie de poderosa convergencia: yo y el resto de Derry por un lado, todos mis amigos de la infancia por el otro.
Cuando llegue el momento, ellos oirán la voz de la Tortuga.
Por eso esperaré y tarde o temprano me daré cuenta. No creo que sea ya cuestión de llamar o no llamar.
Sólo de cuándo llamarlos.
20 de febrero de 1985
El incendio del Black Spot.
—Un ejemplo perfecto de cómo intentará la Cámara de Comercio reescribir la historia, Mike —me habría dicho el viejo Albert Carson, probablemente cloqueando de risa al decirlo—. Lo intentan y a veces llegan a rozar el éxito…, pero los viejos recuerdan las cosas como realmente fueron. Siempre recuerdan y a veces te lo dicen, si sabes preguntar.
Hay gente que lleva veinte años viviendo en Derry y no sabe que, en otros tiempos, hubo una barraca «especial» para soldados rasos en la vieja base aérea de Derry, una barraca situada casi a un kilómetro del resto de la base y que, en mitad del invierno, cuando la temperatura rondaba los veinte grados bajo cero y con un viento de sesenta kilómetros por hora aullando por esas pistas y bajando la sensación térmica a algo increíble, ese kilómetro de más se convertía en algo capaz de provocar congelamiento y hasta la muerte.
Las otras siete barracas tenían calefacción a petróleo, ventanas reforzadas y aislamiento térmico. Eran abrigadas y cómodas. La barraca «especial», que albergaba a los veintisiete hombres de la compañía E, era calentada por una antigua caldera de leña. El único aislamiento térmico era la alta montaña de ramas de pino y abeto que los hombres ponían alrededor. Uno de los hombres consiguió, cierta vez, todo un juego de ventanas reforzadas, pero los veintisiete ocupantes de la barraca «especial» fueron enviados a Bangor, ese mismo día, para prestar ayuda en un trabajo que se estaba realizando en la base de allá, y cuando volvieron, por la noche, cansados y con frío, todas esas ventanas estaban rotas. Todas.
Eso ocurrió en 1930, cuando la mitad de la fuerza aérea norteamericana aún se componía de biplanos. En Washington, Billy Mitchell había sido juzgado por un tribunal militar y degradado a pilotar un escritorio debido a la acicateante insistencia en tratar de formar una flota más moderna que había acabado por fastidiar a sus mayores. No mucho después, renunciaría.
Se volaba, por lo tanto, bastante poco en la base de Derry, a pesar de sus tres pistas, una de las cuales estaba pavimentada y todo. Las operaciones militares consistían, en su mayor parte, en trabajos inventados.
Uno de los soldados de la compañía E que volvieron a Derry después de esa gira de servicio, terminada en 1937, fue mi padre. Él me contó esto:
»Un día, en la primavera de 1930 (eso fue unos seis meses antes del incendio del Black Spot), yo volvía con cuatro de mis compañeros de Boston, donde habíamos pasado un permiso de tres días.
»Cuando entramos por el portón encontramos, justo después del puesto de control, a un tipo grandote apoyado en una pala, que estaba sacándose el fundillo de los pantalones del trasero. Un sargento, de alguna ciudad sureña, de pelo color zanahoria, dientes picados, granos… Parecido a un mono sin pelo en el cuerpo, no sé si me explico. Había muchos de ésos en el ejército, durante la depresión.
»La cosa es que entramos, los cuatro, recién llegados del permiso y sintiéndonos de maravilla, y le vemos en los ojos que estaba buscando pelea para jodernos. Enseguida le hicimos el saludo, como si fuera un general condecorado. A lo mejor habríamos podido pasar, pero era un hermoso día de primavera, brillaba el sol y a mí se me fue la lengua.
»—Buenos días tenga usted, sargento Wilson —le dije.
»Y él me cayó encima con todo.
»—¿Le he dado permiso para hablarme? —preguntó.
»—No, señor —dije.
»Él mira al resto de nosotros: Trevor Dawson, Carl Roone y Henry Whitsun, que murió en el incendio, ese otoño, y les dice:
»—Este negrito avispado corre de mi cuenta. Si no queréis pasar una tarde de mierda trabajando, largaos a la oficina de oficiales. ¿Entendido?
»Bueno, ellos se fueron. Y Wilson brama:
»—¡Volando, imbéciles! ¡Quiero veros la suela de los zapatos!
»Así que fueron volando. Y Wilson me llevó a uno de los cobertizos donde se guardaban los equipos y me dio una pala. Me acompañó al gran campo que estaba donde ahora se levanta la terminal de autobuses de la Northeast Airlines. Y me mira, medio sonriendo, y señala la tierra, y me dice:
»—¿Ves ese agujero, negro?
»No había ningún agujero, pero me pareció mejor darle la razón en todo. Así que miré el lugar que él señalaba y dije que lo veía, claro. Entonces él me encajó un puñetazo en la nariz y me tiró al suelo. Me dejó planchado, con la sangre chorreándome sobre la única camisa limpia que me quedaba.
»—¡No lo ves, porque algún estúpido lo rellenó! —me grita, con dos grandes manchas de color en la cara. Pero sonreía, y uno se daba cuenta de que lo estaba disfrutando—. Y lo que vas a hacer, señorito Buenastardes Tengausted, lo que va a hacer es sacar toda la tierra de mi agujero. ¡Volando!
»Así que me puse a cavar, por más de dos horas, y muy pronto estaba metido en ese agujero hasta la barbilla. El último medio metro era arcilla; cuando terminé estaba metido en el agua hasta los tobillos y tenía los zapatos empapados por completo.
»—Salga de ahí, Hanlon —me dice el sargento Wilson. Estaba sentado en la hierba, fumando un cigarrillo. No me ofreció ninguna ayuda. Yo estaba lleno de tierra y porquerías de pies a cabeza, por no mencionar la sangre que estaba secándose sobre mi camisa. Se levantó y vino. Señaló el agujero.
»—¿Qué ves allí, negro? —me preguntó.
»—Su agujero, sargento Wilson —le digo.
»—Sí. Bueno, he decidido que no lo quiero. No quiero ningún agujero hecho por un negro. Vuelva a echar la tierra, soldado Hanlon.
»Así que volví a rellenarlo. Cuando terminé estaba poniéndose el sol y empezaba a hacer frío. Él se acercó a mirar en cuanto di los últimos golpes de pala a la tierra para asentarla.
»—¿Y ahora qué ves, negro? —preguntó.
»—Un montón de tierra, señor —dije.
»Y él me pegó otra vez. Por Dios, Mikey, esa vez estuve a punto de dar un salto y abrirle la cabeza con el filo de la pala. Pero si hubiera hecho eso no habría vuelto a ver el cielo, como no fuera por entre las rejas. Aun así, a veces pienso que habría valido la pena. El caso es que conseguí mantener la calma.
»—¡Eso no es un montón de tierra, estúpido piojoso! —me vocifera, escupiendo saliva—. ¡Eso es MI AGUJERO, y será mejor que saques esa tierra de ahí ahora mismo! ¡Volando!
»Así que saqué la tierra de su agujero y después lo volví a rellenar, y después él viene a preguntarme por qué le había llenado el agujero justo cuando se está preparando para cagar dentro. Así que vuelvo a sacar la tierra. Y él se baja los pantalones y apunta su trasero rojo y flaco hacia el agujero y me sonríe con toda la cara, mientras hace lo suyo, y me dice:
»—¿Qué tal va, Hanlon?
»—Perfectamente, señor —le contesto enseguida, porque había decidido no ceder hasta caer desmayado o muerto. Estaba muy enojado.
»—Bueno, ya me encargaré de eso —dice él—. Para empezar, le conviene llenar ese agujero, soldado Hanlon. Mueva ese culo negro. Está perdiendo el ritmo.
»Así que lo rellené otra vez; por el modo en que sonreía, me di cuenta de que apenas iba entrando en calor. Pero justo entonces vino un compinche suyo con una lámpara de gas, a decirle que había caído una inspección por sorpresa y que Wilson estaba en infracción por haber estado ausente. Mis amigos dieron el presente por mí, así que yo no tuve problemas, pero los de Wilson, si es que se los puede llamar amigos, no se iban a molestar.
»Entonces me dejó ir. Al día siguiente yo esperaba ver su nombre en la lista de sancionados, pero no apareció. Seguramente dijo al teniente que se había perdido la inspección por estar enseñando a un negro bocazas quién era el dueño de todos los agujeros de la base: los que ya estaban cavados y los que no lo estaban. Probablemente le dieron una medalla en vez de mandarlo a pelar patatas. Y así eran las cosas en la compañía E, en Derry».
Corría 1958 cuando mi padre me contó esta historia. Calculo que se acercaba a los cincuenta años, aunque mi madre sólo tenía unos cuarenta. Le pregunté por qué había vuelto a Derry.
»Bueno, yo sólo tenía dieciséis años cuando me enrolé —dijo—. Tuve que agregarme edad para que me aceptaran. Y tampoco fue idea mía. Me lo ordenó mi madre. Yo era grande, y supongo que por eso pasó la mentira. Nací y me crié en Burgaw, Carolina del Norte, y allá sólo veíamos carne después de la cosecha de tabaco o en el invierno, a veces, si mi padre cazaba un mapache o una zarigüeya. El único buen recuerdo que conservo de Burgaw es el pastel de zarigüeya con tortas de maíz; una belleza.
»Cuando murió mi padre, en un accidente con máquinas de labranza, mi madre dijo que llevaría a Pichón Philly a Corith, donde tenía familia. Pichón Philly era el benjamín de la familia».
—¿Te refieres a mi tío Phil? —pregunté, sonriendo al pensar que alguien pudiera haberlo llamado Pichón Philly. Vivía en Tucson, Arizona; era abogado y estaba en el ayuntamiento de la ciudad desde hacía seis años. Cuando yo era chico lo consideraba rico. Supongo que lo era, considerando la posición de los negros en 1958. Ganaba veinte mil dólares al año.
—A él me refiero —confirmó mi padre—. Pero en aquellos tiempos era sólo un mocoso de doce años, que usaba un sombrero de papel y un mono remendado; no tenía zapatos. Era el menor, después de mí. Los mayores ya no estaban en casa: dos habían muerto, dos estaban casados y el otro en la cárcel. Ese era Howard, que nunca fue trigo limpio.