It (Eso) – Stephen King

Ofendido, sí. Era la única palabra que se le ocurría, pero si la pronunciaba se reirían de él. Le tenían cariño, sin duda, y lo habían aceptado como a un igual, pero aun así se reirían de él. Sin embargo, había cosas que no debían ser. Ofendían el sentido del orden de cualquier persona cuerda, ofendían la idea esencial de que Dios había dado a la tierra una inclinación sobre el eje para que el crepúsculo durara sólo veinte minutos en el ecuador y más de una hora en la tierra de los esquimales; que, después de hacer eso, había dicho, en resumen: «Bueno, si pueden calcular la inclinación, podrán calcular todo lo que quieran. Porque hasta la luz tiene peso y cuando la nota de un silbato desciende bruscamente es por el efecto Doppler y cuando un avión rompe la barrera del sonido el estruendo no es el aplauso de los ángeles ni la flatulencia de los diablos, sino el aire que cae de nuevo en su lugar. Yo les di la inclinación y me senté en mitad de la platea para presenciar el espectáculo. No tengo otra cosa que decir salvo que dos más dos son cuatro, que las luces del cielo son estrellas, que si hay sangre los adultos la ven tanto como los niños, y que los niños muertos, muertos están».

Se puede vivir con el miedo, creo, habría dicho Stan, si hubiera podido. Tal vez no eternamente, pero sí mucho, mucho tiempo. En cambio, con la ofensa no se puede vivir, porque abre una grieta en tu pensamiento y si miras dentro de ella ves que allí hay cosas vivas, cosas con ojos amarillos que no parpadean y que huele muy mal en esa oscuridad. Y al cabo de un rato acabas por pensar que tal vez haya todo un universo distinto allá abajo, un universo donde hay una luna cuadrada en el cielo, donde las estrellas ríen con voces frías; un universo donde algunos triángulos tienen cuatro lados y otros cinco, y otros cinco a la quinta potencia. En ese universo puede haber rosas que canten. Todo lleva al todo, les habría dicho, si hubiera podido. Id a vuestra iglesia y escuchad esas historias de que Jesús caminó sobre las aguas, pero si yo viera a un tipo haciendo eso gritaría hasta quedarme ronco. Porque a mí no me parecería un milagro, me parecería una ofensa.

Como no podía decir nada de eso, se limitó a reiterar:

—Asustarse no es problema. Pero no quiero meterme en algo que me haga terminar en el manicomio.

—Por lo menos ¿vendrás con nosotros a hablar con él? —preguntó Bev—. ¿Escucharás lo que nos diga?

—Por supuesto —dijo Stan y se echó a reír—. Tal vez convenga llevar mi álbum de pájaros.

Todos rieron. Y de esa manera resultó más fácil.

12

Beverly se despidió de ellos en la puerta de la lavandería y volvió sola a su casa, llevando los trapos. El apartamento aún estaba desierto. Guardó los trapos bajo el fregadero de la cocina y cerró el armario. Después levantó la vista y miró hacia el baño.

No voy a entrar allí —pensó—. Voy a encender el televisor para ver Bandas de América. Tal vez pueda aprender ese paso de baile.

Fue a la sala, encendió el televisor y, cinco minutos después, lo apagó, mientras Dick Clark mostraba la cantidad de grasa que sale de la cara de la adolescente común con sólo una toallita desinfectante Stri-Dex. «Si crees que puedes limpiarte la cara sólo con agua y jabón —decía Dick, mostrando la toallita sucia a la cámara para que todas las adolescentes de Norteamérica le echaran un buen vistazo—, echa una mirada a esto».

Beverly fue al armario de la cocina donde estaban las herramientas de su padre. Entre ellas había una cinta métrica de bolsillo, de esas que proyectan una larga lengua de centímetros. La encerró en su mano fría y fue al baño.

Estaba reluciente, silencioso. En algún lugar, muy lejos, se oían los chillidos de la señora Doyon ordenando a su hijo Jim que saliera inmediatamente de la calle.

Se acercó al lavabo y miró dentro del oscuro ojo del sumidero.

Así estuvo por un rato, con las piernas frías como mármol dentro de los vaqueros. Sentía los pezones tan puntiagudos que habrían podido cortar papel; los labios, secos y muertos. Aguardó las voces.

No hubo voz alguna.

De ella escapó un pequeño suspiro estremecido y comenzó a introducir la cinta de acero en el desagüe. Descendió con facilidad, como una espada por la garganta de un faquir tragasables. Veinte centímetros, veinticinco, treinta. Y se detuvo al chocar contra el codo del caño, tal vez. Beverly la sacudió un poquito, sin dejar de empujar, y al fin la cinta volvió a deslizarse por la tubería. Cuarenta centímetros. Después, sesenta, noventa.

Mientras observaba la cinta amarilla que brotaba de su estuche cromado, ennegrecido por las grandes manos de su padre, los ojos de su mente la vieron deslizarse por la oscuridad de los tubos, ensuciándose un poco, desprendiendo escamas de herrumbre. «Allá abajo, donde el sol nunca brilla y la noche nunca cesa», pensó.

Imaginó el extremo de la cinta, con su pequeño tope de acero, no más grande que una uña, deslizándose más y más en la oscuridad. Una parte de su mente gritaba: ¿Qué estás haciendo? No ignoró su voz… pero parecía imposible hacerle caso. El extremo de la cinta bajaba ahora en línea recta hacia el sótano. Lo imaginó golpear contra las tuberías de la cloaca… y en ese momento la cinta volvió a detenerse.

Beverly la sacudió otra vez. Hubo un sonido espectral, algo parecido al de un serrucho doblado entre las piernas. Vio mentalmente el extremo metálico revolviéndose contra el fondo de esa tubería más ancha que debía tener un revestimiento de cerámica. Lo vio curvarse… y luego pudo empujar un poco más.

Sacó un metro ochenta, dos. Dos setenta.

Y de pronto, la cinta comenzó a correr entre sus manos por sí misma, como si algo estuviera tirando del otro extremo. No sólo tirando: corriendo con ella. Beverly miró fijamente la cinta que se desenroscaba, los ojos como platos y la boca convertida en un círculo de miedo. Miedo sí, pero no sorpresa. ¿Acaso no lo había sabido desde un principio? ¿No había sabido que ocurriría algo así?

La cinta llegó a su fin. Seis metros justos.

Una risa suave brotó del desagüe, seguida por un susurro que era casi un reproche:

Beverly, Beverly…, no puedes luchar contra nosotros… Si lo intentas morirás… Si lo intentas morirás… Beverly… Beverly… ly… ly-ly…

Algo chasqueó dentro del estuche metálico y, de pronto, la cinta comenzó a enroscarse allí dentro con celeridad. Los números y las marcas pasaban como un borrón. En los últimos dos metros, el amarillo se trocó en un rojo oscuro, chorreante. Beverly soltó un grito y la dejó caer al suelo, como si se hubiera convertido en una serpiente viva.

Otra vez había sangre fresca goteando en la porcelana blanca del lavabo y escurriéndose por el sumidero. La niña se inclinó, sollozando; el miedo era un peso congelado en el estómago. Levantó la cinta apretándola entre el pulgar y el índice de la derecha. Sosteniéndola así, bien lejos de su cuerpo, la llevó a la cocina. Mientras caminaba, la sangre chorreó desde la cinta al linóleo desteñido del pasillo y la cocina.

Se tranquilizó pensando en qué diría su padre, en qué le haría su padre, si descubría que le había ensangrentado toda la cinta. Claro que él no podría ver esa sangre, pero pensarlo ayudaba.

Cogió uno de los trapos limpios (todavía calientes como pan recién horneado) y volvió al baño. Antes de empezar a limpiar ajustó el tapón de goma en el sumidero para cerrar aquel ojo. La sangre estaba fresca y fue fácil limpiarla. Siguió sus propias huellas limpiando las grandes gotas en el linóleo. Después enjuagó el paño, lo estrujó y lo puso a un lado.

Usó un segundo trapo para limpiar la cinta métrica de su padre. La sangre estaba espesa, viscosa. En dos sitios había formado coágulos negros y esponjosos.

Aunque la sangre sólo cubría los últimos dos metros, o menos, ella limpió la cinta en toda su longitud, para retirar cualquier rastro de su paso por las tuberías. La guardó después en el armario y llevó los dos trapos sucios a la parte trasera del apartamento.

La señora Doyon seguía gritándole a Jim. Su voz sonaba clara, casi como una campana, en la tarde silenciosa, caliente.

En el patio trasero, que era, en su mayor parte tierra desnuda, hierbas y tendederos, había un incinerador herrumbrado. Beverly arrojó los trapos dentro y se sentó en los peldaños traseros. Las lágrimas surgieron bruscamente con asombrosa violencia y en esa oportunidad no hizo esfuerzo alguno por contenerlas.

Apoyó los brazos en las rodillas, la cabeza en los brazos y lloró. Lloró mientras la señora Doyon ordenaba a Jim que no se quedara en medio de la calle, ¿o quería que lo atropellara un coche?

DERRY:
EL SEGUNDO INTERLUDIO

Quaeque ipsa miserrima vidi,
Et quorum pars magna fui.

VIRGILIO

Con el infinito no se jode

MEAN STREETS

14 de febrero de 1985
Día de San Valentín

Otras dos desapariciones la semana pasada; ambos, niños. Justo cuando empezaba a relajarme. Uno de ellos es un chico de dieciséis años llamado Dennis Torrio; la otra, una pequeña de sólo cinco que estaba jugando en el patio de su casa, en Broadway Oeste. La madre histérica encontró su trineo, uno de esos platillos voladores de plástico azul, pero nada más. La noche anterior había caído otra nevada; unos diez centímetros de nieve. No había más huellas que las de ella, me dijo el comisario Rademacher cuando lo llamé. Creo que lo fastidió muchísimo. Eso no va a quitarme el sueño, por cierto; tengo cosas peores que hacer, ¿verdad?

Le pregunté si podía ver las fotos policiales. Se negó.

Le pregunté si las huellas se alejaban hacia alguna especie de alcantarilla o reja de cloaca. A eso siguió un largo período de silencio. Luego Rademacher dijo:

—Empiezo a preguntarme si no le convendría consultar a un médico, Hanlon. De los que atienden la cabeza. La criatura fue secuestrada por su padre. ¿No lee los diarios?

—El chico de Torrio, ¿también fue secuestrado por su padre? —pregunté.

Otra larga pausa.

—Deje el asunto en paz, Hanlon —dijo él—. Déjeme a mí en paz.

Y cortó.

Claro que leo los diarios. ¿Acaso no los despliego todas las mañanas, personalmente, en la sala de lectura de la biblioteca pública? La niña, Laurie Ann Winterbarger, estaba bajo la custodia de su madre desde la primavera de 1982 tras un agrio juicio de divorcio. La policía trabaja con la hipótesis de que Horst Winterbarger, quien supuestamente trabaja como empleado de mantenimiento de maquinarias en alguna parte de Florida, viajó en automóvil a Maine para secuestrar a su hija. Suponen que estacionó su coche junto a la casa y que llamó a la niña; por eso no había más huellas que las de ella. Sobre el hecho de que la niña no había visto a su padre desde los dos años, tienen menos que decir. Parte de la profunda acritud que acompañó al divorcio de los Winterbarger se originó en las declaraciones de la mujer, según las cuales Horst Winterbarger habría abusado sexualmente de la pequeña en, al menos, dos ocasiones. Pidió al tribunal que negara a su marido todo derecho de visita, lo cual fue concedido pese a las encendidas negativas de Winterbarger. Rademacher asegura que la sentencia del tribunal, al separar completamente a Winterbarger de su hija única, pudo haberlo impulsado a apoderarse de la niña. Eso, al menos, tiene una vaga posibilidad de ser cierto, pero preguntémonos: ¿reconocería la pequeña Laurie Ann a su padre, después de tres años, al punto de correr a su encuentro si él la llamara? Rademacher dice que sí, aunque ella no lo veía desde los dos años. Yo no lo creo. Y la madre dice que le había enseñado bien a no hablar con desconocidos ni acercarse a ellos, lección que casi todos los niños de Derry aprenden temprano y con efectividad. Rademacher dice que la policía estatal de Florida tiene una orden de busca y captura contra Winterbarger y que allí termina su responsabilidad.

«Los asuntos de custodia están más en el campo de los abogados que en el de la policía», dijo este idiota gordo y pomposo, según el Derry News del viernes pasado.

Pero el chico Torrio… Eso es otra cosa. Una estupenda vida familiar. Jugaba al fútbol con los Tigres de Derry. Estaba en el cuadro de honor de su escuela. En el verano de 1984 había seguido un curso de supervivencia en terreno salvaje con excelentes calificaciones. No tenía antecedentes de drogadicción. Estaba de novio con una chica que, al parecer, lo quería con locura. Tenía todo tipo de motivos para vivir y para quedarse en Derry al menos por dos o tres años.

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