Aquello era asombroso…, increíble…, irresistible.
Subió otro peldaño. Fue entonces cuando oyó pasos ansiosos y susurrantes que descendían. Inclinó la cabeza otra vez. La música de feria había cobrado súbito volumen, como para disimular los pasos. Llegó a reconocer la melodía: era Camptown Races.
Pasos, sí, pero no exactamente pasos susurrantes, ¿verdad? En realidad sonaban… acuosos, ¿no? Como si alguien caminara con botas de goma llenas de agua.
Camptown ladies sing dis song, doodah doodah
(Cuish-cuish)
Camptown Racetrack nine miles Long, doodah doodah
(Scuish-slosh… ya más cerca)
Ride around all night
Ride around all day…
Ahora había sombras bamboleándose en la pared, sobre él.
El terror atenazó la garganta de Stan, de pronto. Era como tragarse algo caliente y horrible, un repulsivo medicamento que, de súbito, lo galvanizaba a uno como la electricidad. Fueron las sombras las que lo provocaron.
Los vio sólo por un momento. Tuvo apenas ese breve tiempo para observar que eran dos, que iban encorvados, con aspecto, por algún motivo, antinatural. Tuvo sólo ese momento porque la luz se estaba yendo, demasiado rápidamente. Y en el momento en que giraba, la pesada puerta de la torre se cerró poderosamente a su espalda.
Stanley corrió escaleras abajo (de algún modo había subido más de doce escalones, aunque sólo recordaba dos o tres), ya muy asustado. Había demasiada oscuridad allí; no se veía nada. Oyó su propia respiración, oyó la música de feria que seguía sonando, más arriba.
(¿Qué hace un organillo aquí, en la oscuridad? ¿Quién lo toca?)
Y oyó esos pasos mojados. Se le acercaban. Se estaban acercando.
Golpeó la puerta con las manos extendidas adelante. La golpeó con tanta fuerza que volaron chispas de dolor hasta sus codos. Antes había girado con tanta facilidad… y ahora no se movía.
No…, eso no era cierto. Al principio se movió apenas un poquito, lo suficiente como para permitirle ver una burlona franja de luz gris que corría verticalmente por el lado izquierdo. Después desapareció. Como si alguien estuviera al otro lado, sosteniendo la puerta cerrada.
Jadeante, aterrorizado, Stan empujó la puerta con todas sus fuerzas. Sintió que las bandas de bronce se le clavaban en las manos. Nada.
Giró en redondo apretando la espalda con las manos abiertas contra la puerta. El sudor, oleoso y caliente, le corría desde las raíces del pelo. La música de organillo se había vuelto más audible. Despertaba ecos en la escalera de caracol. Pero ya no tenía nada de alegre. Se había convertido en una endecha fúnebre. Aullaba como viento y agua. Con los ojos de la mente, Stan vio una feria rural de fin de otoño, viento y lluvia batiendo un camino desierto, estandartes flameando, carpas henchidas cayéndose, alzando vuelo como murciélagos de lona. Vio juegos desiertos erguidos contra el cielo, como patíbulos. El viento tamborileaba en los extraños ángulos de sus soportes. De pronto comprendió que la muerte estaba allí con él, que la muerte venía a por él y que huir era imposible.
Por la escalera cayó un súbito torrente de agua. Ya no se olía a maíz tostado, ni a buñuelos, ni a algodón de azúcar, sino a podredumbre mojada. Era el hedor de un cerdo muerto que ha estallado en una furia de gusanos en un sitio apartado del sol.
—¿Quién está allí? —aulló, con voz aguda y temblorosa.
Le respondió una voz grave, burbujeante, que parecía ahogada de barro y agua vieja.
—Los muertos, Stanley. Somos los muertos. Nos hundimos, pero ahora flotamos… y tú también flotarás.
Sintió que el agua le mojaba los pies y se apretó contra la puerta en un tormento de miedo. Ya estaban muy cerca. Se sentía su proximidad. Se les podía oler. Algo se le clavó en la cadera al golpear la puerta, una y otra vez, en un enloquecido esfuerzo por escapar.
—Estamos muertos, pero a veces payaseamos un poquito por ahí, Stanley. A veces…
Era su libro de pájaros.
Sin pensarlo, Stan lo cogió. Tenía la bolsa en el bolsillo del impermeable y no podía sacarla. Uno de ellos había llegado abajo. Se oían sus pasos arrastrados en el pequeño empedrado de la entrada. En un momento estiraría la mano haciéndole sentir su carne fría.
Dio un tirón terrible y el álbum quedó en sus manos. Lo sostuvo ante sí como si fuera un endeble escudo sin pensar en lo que hacía, pero seguro de que era lo correcto.
—¡Petirrojos! —vociferó en la oscuridad.
Y por un momento, la cosa que se aproximaba (estaba a menos de cinco pasos, sin duda) vaciló. Stan estaba casi seguro. Y por un momento ¿no había sentido que cedía la puerta contra la cual se estaba apretando?
Pero ya no se estaba apretando contra ella. Se irguió en toda su estatura, en la oscuridad. ¿Desde cuándo? No hubo tiempo para extrañarse. Stan se humedeció los labios secos y comenzó a entonar:
—¡Petirrojos! ¡Grullas! ¡Alondras! ¡Tanagras escarlatas! ¡Grajos! ¡Carpinteros! ¡Paros! ¡Ruiseñores! ¡Pelí…!
La puerta se abrió con un chirrido de protesta y Stan dio un gigantesco paso hacia atrás, hacia el aire neblinoso. Cayo despatarrado en la hierba seca. Había doblado el álbum casi por la mitad, y más tarde, aquella misma noche, descubriría las nítidas huellas de sus dedos, hundidos en la cubierta, como si estuviera encuadernado con algún material esponjoso y no en cartón duro.
No trató de levantarse sino que clavó los talones en el suelo arrastrando el trasero por el césped resbaladizo. Tenía los labios apretados. Dentro de ese rectángulo oscuro veía aún dos pares de piernas por debajo de la sombra diagonal arrojada por la puerta, ahora entornada. Veía vaqueros que, al pudrirse, habían tomado un color negro purpúreo. Hilos color naranja se adherían a las costuras y el agua chorreaba desde los bajos doblados, encharcando los zapatos, casi completamente podridos, que dejaban al descubierto dedos purpúreos e hinchados.
Las manos pendían a los costados, laxas, demasiado largas, demasiado cerúleas. De cada dedo colgaba, balanceándose, un pequeño pompón naranja.
Stan, sosteniendo su álbum doblado frente a sí, como un escudo, con la cara mojada por la llovizna, el sudor y las lágrimas, susurraba en un ronco sonsonete:
—Gorriones…, papagayos…, picaflores…, albatros…, kiwis…
Una de aquellas manos se movió hacia arriba, mostrando una palma de la que el agua interminable había borrado todas las líneas, dejando algo tan idiotamente suave como la mano de un maniquí.
Un dedo se desenroscó… y volvió a enroscarse. El pompón se balanceaba, saltando.
Lo llamaba por señas.
Stan Uris, que moriría en una bañera veintisiete años después, con cruces abiertas en los antebrazos, se irguió sobre las rodillas; después, sobre los pies; por fin echó a correr. Cruzó corriendo Kansas Street sin mirar a los lados y se detuvo en la otra acera, jadeando, para echar un vistazo atrás.
Desde donde estaba no veía la puerta de la torre-depósito. Sólo la torre en sí, gruesa pero grácil, erguida en la oscuridad.
—Estaban muertos —susurró Stan para sus adentros, espantado.
Se volvió bruscamente y echó a correr hacia su casa.
11
La secadora se había detenido. También Stan.
Los otros tres se limitaron a mirarlo por un largo momento. Su piel estaba casi tan gris como el anochecer de abril que acababa de narrarles.
—Jolín —dijo Ben, por fin. El aliento le salió en un susurro desigual.
—Es cierto —dijo Stan, en voz baja—. Lo juro por Dios.
—Yo te creo —aseguró Beverly—. Después de lo que pasó en casa, podría creer cualquier cosa.
Se levantó súbitamente, casi tirando la silla, y fue a la secadora. Empezó a sacar los trapos uno a uno para plegarlos. Estaba de espaldas al grupo, pero Ben supo que lloraba. Habría querido acercarse, pero le faltó valor.
—Tenemos que hablar con Bill sobre esto —dijo Eddie—. Bill sabrá qué hacer.
—¿Hacer? —repitió Stan, volviéndose a mirarlo—. ¿Qué cabe hacer?
Eddie lo miró, incómodo.
—Bueno…
—Yo no quiero hacer nada —siguió Stan. Lo miraba con tanta dureza que Eddie se retorció en la silla—. Quiero olvidarme de todo. Eso es todo lo que quiero hacer.
—No es tan fácil —observó Beverly, serenamente, volviéndose. Bev había acertado: el sol caliente que entraba en diagonal por las ventanas sucias se reflejó en líneas brillantes en sus mejillas—. No se trata sólo de nosotros. Oí hablar a Ronnie Grogan. Y el niño que habló primero… tal vez era ese pequeño de los Clements, el que desapareció de su triciclo.
—¿Y qué? —la desafió Stan.
—¿Y si sigue matando? —preguntó ella—. ¿Y si se lleva a otros chicos?
Los ojos del niño, de un color pardo caliente, se cruzaron con los de ella, azules, respondiendo a la pregunta sin hablar: ¿Y a mí qué?
Pero Beverly no apartó la vista. Al fin fue Stan quien se vio obligado a hacerlo… tal vez sólo porque ella todavía lloraba, pero tal vez porque ella, en su preocupación por los demás, se volvía más fuerte.
—Eddie tiene razón —dijo Bev—. Tendríamos que hablar con Bill. Después, quizá con el comisario…
—Muy bien —dijo Stan. Si trataba de mostrarse despectivo, no le salió. Su voz sonaba sólo a cansancio—. Niños muertos en la torre-depósito. Sangre que sólo los niños pueden ver y los adultos no. Payasos que merodean por el canal. Globos que flotan contra el viento. Momias. Leprosos bajo los porches. El comisario Borton se reiría hasta que le doliera la barriga… y después nos mandaría al manicomio.
—Si fuéramos todos —propuso Ben, afligido—. Si fuéramos juntos…
—Seguro —exclamó Stan—. Claro. Sigue, fardo de heno. ¿Por qué no escribes una novela? —Se levantó para ir a la ventana con las manos en los bolsillos, furioso, inquieto, asustado. Miró afuera por un momento con los hombros rígidos rechazándolo todo bajo la camisa limpia. Sin mirarles, repitió—: ¿Por qué no me escribes una jodida novela?
—No —dijo Ben serenamente—. Será Bill quien escriba las novelas.
Stan se volvió, sorprendido y los otros lo miraron. Ben Hanscom tenía una expresión horrorizada, como si, súbita e inesperadamente, se hubiera dado una bofetada a sí mismo.
Bev plegó los últimos trapos.
—Pájaros —dijo Eddie.
—¿Qué? —preguntaron Bev y Ben al unísono.
Eddie miraba a Stan.
—¿Escapaste gritándoles nombres de pájaros?
—Puede ser —reconoció Stan, reacio—. O tal vez la puerta estaba sólo atascada y de pronto se soltó.
—¿Sin que tú te apoyaras? —señaló Bev.
Stan se encogió de hombros. No fue un gesto hosco, sino de ignorancia.
—Creo que fueron los nombres de pájaros que les gritaste —insistió Eddie—. Pero ¿por qué? En las películas uno les muestra una cruz…
—O reza un Padrenuestro… —agregó Ben.
—… o el salmo veintitrés —concluyó Beverly.
—Conozco el salmo veintitrés —respondió Stan, enojado—, pero lo del crucifijo no me saldría tan bien. Recordad que soy judío.
Todos apartaron la vista azorados, ya porque él hubiera nacido así o por haberlo olvidado.
—Pájaros —repitió Eddie—. ¡Jesús bendito!
Dirigió a Stan otra mirada culpable, pero su amigo miraba la calle, malhumorado.
—Bill sabrá qué hacer —dijo Ben, de pronto, concordando finalmente con Bev y Eddie—. Apuesto cualquier cosa. Lo que me pidáis.
—Oíd —adujo Stan, mirándolos severamente—, está bien. Podemos hablar con Bill, si queréis. Pero para mí, eso será todo. Podéis tratarme de gallina, de marica, de lo que queráis. No soy un gallina; no lo creo. Pero lo que vi en la torre…
—Si no te asustara algo como eso estarías loco, Stan —señaló Beverly, suavemente.
—Sí, me asustó, pero ése no es el problema —observó Stan, acalorado—. No es siquiera lo que estoy diciendo. ¿No comprendéis…?
Lo miraban expectantes, con ojos afligidos y levemente esperanzados, pero Stan no pudo explicar lo que sentía. Se le habían acabado las palabras. Había un ladrillo de sensaciones dentro de él y no podía sacar las palabras adecuadas. Podía ser muy meticuloso, muy seguro de sí, pero tenía sólo once años y apenas había terminado el cuarto curso.
Quería decirles que había cosas peores que tener miedo. Podías tenerle miedo al coche que está a punto de atropellarlo cuando va en bicicleta. Podía tenerle miedo a la polio, antes de la vacuna. Podía tener miedo a ese loco de Kruschev. Uno podía tener miedo de ahogarse si nadaba donde no tocaba fondo. Podía tener miedo de muchas cosas y seguir funcionando.
Pero esas cosas de la torre-depósito…
Quería decirles que esos niños muertos, los que habían bajado por la escalera de caracol en la oscuridad, habían hecho algo peor que asustarlo: lo habían ofendido.