It (Eso) – Stephen King

Eddie le entregó el frasquito. Stan tomó dos y tras una breve vacilación, sacó otra. Devolvió el frasquito y tragó las píldoras, una tras otra, haciendo muecas. Luego prosiguió con su historia.

10

El encuentro de Stan se había producido en una lluviosa tarde de principios de primavera, dos meses antes. Con el impermeable puesto, el libro de aves y los binoculares guardados en una bolsa impermeable, cerrada por un cordel, se había puesto en marcha hacia el Memorial Park. Él y su padre solían ir juntos, pero su padre tenía que «quedarse trabajando» esa noche y a la hora de la cena había llamado especialmente para hablar con Stan.

Un cliente de la agencia, también observador de aves, había distinguido un ejemplar que parecía un cardenal macho, Fingillidae richmondena, bebiendo en el baño de pájaros del Memorial Park. A esas aves les gustaba comer, beber y bañarse hacia el crepúsculo. Era muy raro encontrar un cardenal tan al norte de Massachusetts. ¿Iría Stan a ver si podía divisarlo? El tiempo no acompañaba, pero…

Stan dijo que sí. Su madre le hizo prometer que no se bajaría la capucha del impermeable, pero Stan no necesitaba la recomendación; era muy pulcro. Nunca había problemas para hacerle usar las botas de goma o los pantalones para la nieve.

Caminó los dos kilómetros y medio hasta el Memorial Park bajo una llovizna tan fina y vacilante que ni siquiera era llovizna; parecía, más bien, una niebla constante. El aire estaba opaco, pero excitante. A pesar de los últimos montones de nieve que desaparecían bajo la hierba y los bosquecillos (Stan los vio como montones de fundas sucias) había olor a brotes nuevos. Mientras miraba las ramas de olmos, arces y robles bajo el cielo de plomo, Stan pensó que sus siluetas lucían misteriosamente engrosadas. Estallarían en una o dos semanas desplegando hojas de un verde delicado, casi transparente.

«Esta tarde el aire huele a verde», pensó, sonriendo un poco.

Caminaba deprisa, porque sólo quedaba una hora de luz. Era tan meticuloso con respecto a sus avistamientos como en cuanto a su vestimenta y a sus hábitos de estudio; si no disponía de luz suficiente para estar del todo seguro, no anotaría al cardenal, aunque supiera, en el fondo, que realmente lo había visto.

Cruzó el Memorial Park en diagonal. La torre-depósito era una gran silueta blanca a la izquierda, pero Stan apenas le echó una mirada. No tenía el menor interés en ella.

Memorial Park era un rectángulo que se inclinaba colina abajo. El césped, blanco y muerto a esa altura del año, se mantenía bien cortado durante el verano y con canteros circulares llenos de flores. Pero no había juegos infantiles. Se lo consideraba plaza para adultos.

En el otro extremo, la pendiente se suavizaba antes de caer abruptamente hasta Kansas Street y Los Barrens. En ese sector nivelado estaba el baño de pájaros que su padre le había mencionado. Se trataba de un cuenco de piedra de poca profundidad, fijado a un pedestal de mampostería, demasiado grande para las humildes funciones que cumplía. Según el padre de Stan, antes de que se acabara el dinero pensaban volver a instalar allí la estatua del soldado.

—Prefiero el baño para pájaros, papá —había dicho Stan.

El señor Uris le revolvió el pelo.

—También yo, hijo. Más baños para pájaros y menos balas; ese es mi lema.

En la parte alta de ese pedestal había una frase tallada en la piedra. Stanley no le encontró sentido; las únicas palabras latinas que entendía eran las clasificaciones de géneros de su libro sobre aves.

Apparebat eidolon senex

Plinio

rezaba la inscripción.

Stan se sentó en un banco, sacó su álbum de aves y volvió las páginas hasta encontrar, una vez más, la fotografía de esa variedad de cardenales; la repasó hasta familiarizarse con los detalles distintivos. Era difícil confundir al macho con otro pájaro, pues era rojo como un coche de bomberos, aunque no tan grande. Pero Stan era persona de hábitos y convenciones; esas cosas lo reconfortaban y fortalecían su sensación de pertenecer al mundo. Por eso estudió la fotografía durante tres minutos largos antes de cerrar el libro (la humedad del aire estaba enroscando las esquinas de las hojas) y ponerlo otra vez en la bolsa. Sacó los binoculares del estuche y se los llevó a los ojos. No había necesidad de ajustarlos, ya que los había usado por última vez en ese mismo sitio.

Niño pulcro, niño paciente. No se movió. No se levantó para pasearse ni anduvo apuntando los binoculares de un lado al otro para ver qué otra cosa descubría. Permaneció quieto, con los binoculares enfocando el baño de pájaros mientras la llovizna se juntaba en gordas gotas sobre su impermeable amarillo.

No se aburría. Miraba hacia abajo, hacia aquel equivalente de una convención avícola. Cuatro gorriones pardos estuvieron allí un rato hundiendo el pico en el agua, arrojándose tranquilamente gotas sobre sus lomos. Después vino un azulejo, como un policía que disolviera un grupo de alborotadores. El azulejo era tan grande como una casa en las lentes de Stan y sus gorjeos provocadores sonaban absurdamente débiles en comparación. Los gorriones se alejaron. El azulejo, ya en dominio de todo, se pavoneó en el sitio, bañándose; acabó por aburrirse y alzó el vuelo. Volvieron los gorriones, pero se alejaron otra vez al llegar un par de petirrojos para bañarse y (tal vez) discutir asuntos importantes para el pueblo de los huesos huecos.

El padre de Stan se había reído ante la vacilante sugerencia de Stan en cuanto a que, tal vez, los pájaros hablaban. Seguramente el padre tenía razón al decir que los pájaros no poseían inteligencia suficiente para hablar, que sus cerebros eran demasiado pequeños. Pero, por Dios, parecían estar conversando.

Se les unió un pájaro nuevo. Era rojo. Stan se apresuró a ajustar los binoculares. ¿Era…? No. Era una tanagra escarlata; buen pájaro, pero no el cardenal que él estaba buscando. Se le unió un carpintero que visitaba con frecuencia el Memorial Park. Stan lo reconoció por el ala derecha desgarrada. Como siempre, se preguntó qué podía haberle pasado; una escapada por un pelo de las garras de un gato parecía la explicación más probable. Iban y venían otros pájaros. Stan vio un grajo, torpe y feo como un camión volador, un mirlo, otro carpintero. Por fin, como recompensa, detectó a un pájaro nuevo. No era el cardenal sino un molobro, que parecía vasto y estúpido en la lente de los binoculares. Dejó caer los binoculares contra el pecho y volvió a sacar el álbum de la bolsa rogando por que el molobro no alzara vuelo antes de que él pudiera confirmar el avistamiento. Al menos, tendría algo que llevar a su padre. Y ya era hora de irse. La luz se estaba apagando rápidamente. Sentía frío y estaba mojado. Verificó los datos en el libro y volvió a mirar por los binoculares. Aún estaba allí; no se bañaba; no hacía más que mirar con cara de tonto. Era un molobro, casi con toda seguridad. Sin señales distintivas (al menos, ninguna que se pudiera individualizar a esa distancia) y con tan poca luz resultaba difícil confirmarlo en un ciento por ciento. Pero tal vez le quedaran tiempo y luz para otra comprobación. Miró la ilustración del libro, estudiándola con fiera concentración, y volvió a tomar los binoculares. Apenas los había fijado en el baño de pájaros cuando un sonoro ¡bum! hizo que el probable molobro agitara las alas. Stan trató de seguirlo con los binoculares, sabiendo que tenía muy pocas posibilidades de divisarlo otra vez, pero lo perdió. Emitió un siseo de disgusto. Bueno, si había venido una vez, tal vez volvería. Y después de todo, sólo era un molobro

(probablemente un molobro)

no un águila dorada o un pingüino emperador.

Stan guardó sus binoculares en el estuche y apartó su álbum. Después se levantó y miró en derredor tratando de individualizar la causa de aquel brusco ruido. No había sonado como un disparo ni como el estallido de un tubo de escape. Antes bien, como una puerta abierta de golpe en una película de terror, llena de castillos y mazmorras, hasta con efectos sonoros.

No vio nada.

Se levantó y echó a andar hacia la cuesta, rumbo a Kansas Street. En ese momento tenía la torre-depósito a su derecha. Era un cilindro blanco, fantasmal entre la llovizna y la penumbra. Era como si… flotara.

¿Flotara? Qué pensamiento extraño. Seguramente había venido de su propia cabeza (¿de qué otra parte podía venir un pensamiento?) pero no le parecía suyo, en absoluto.

Miró la torre-depósito con más atención; luego giró en esa dirección sin siquiera pensarlo. El edificio estaba circundado por ventanas que lo envolvían en una espiral. Stan pensó en el distintivo de peluquería que tenía el señor Aurlette en su fachada. Las tablas blancas sobresalían sobre cada una de esas ventanas oscuras como si fueran cejas sobre un ojo. ¿Cómo habrán hecho eso?, se preguntó Stan, con menos interés del que habría sentido Ben Hanscom. Y fue entonces cuando vio que, al pie de la torre, había un rectángulo oscuro mucho mayor.

Se detuvo, con el ceño fruncido, pensando que era un lugar muy extraño para poner una ventana, tan asimétrica con respecto a las otras. Por fin se dio cuenta de que no era una ventana, sino una puerta.

El ruido que oí —pensó—. Fue esa puerta al abrirse de golpe.

Miró alrededor. Un crepúsculo temprano, sombrío. El cielo blanco se disolvía en un púrpura opaco; la niebla se espesaba un poco más tomando el aspecto de la lluvia franca que caería durante toda la noche. Crepúsculo, neblina; viento no, nada.

Pero… si no se había abierto por el viento, ¿la habría abierto alguien, de un empujón? ¿Por qué? Parecía demasiado pesada para que alguien pudiera empujarla haciendo semejante estruendo. Tal vez una persona muy corpulenta…

Stan, curioso, se acercó para mirar mejor.

La puerta era más grande de lo que él había supuesto en un principio: un metro ochenta de alto, sesenta centímetros de espesor; las tablas que la componían estaban sujetas por bandas de bronce. Stan la empujó hasta cerrarla a medias. Giraba suavemente sobre sus goznes, a pesar del tamaño, y sin hacer el menor ruido. Stan la había movido para ver si las tablas se habían estropeado con el golpe, pero no había siquiera una marca. Villa Rara, habría dicho Richie.

Bueno, entonces no fue la puerta lo que oíste —pensó—. Tal vez un avión de propulsión a chorro. Probablemente la puerta estaba abierta desde un prin…

Su pie golpeó algo. Stan bajó la vista y vio que era un candado. Mejor dicho: los restos de un candado. Alguien lo había reventado. En realidad, parecía que alguien lo había llenado de pólvora para aplicarle un fósforo. De su cuerpo asomaban flores de metal, mortíferamente afiladas.

Stan, con el entrecejo fruncido, volvió a abrir la puerta y miró hacia dentro.

Una escalera estrecha llevaba hacia arriba describiendo una espiral hasta perderse de vista. La barandilla de la escalera estaba hecha de madera desnuda, apoyaba en gigantescas vigas que parecían unidas por cuñas y no por clavos. Algunas de esas cuñas parecían más gruesas que el brazo de Stan. La pared interior era de acero, con gigantescas soldaduras que parecían ampollas.

—¿Hay alguien aquí? —preguntó Stan.

No hubo respuesta.

Tras una breve vacilación avanzó un paso para ver mejor la angosta garganta de la escalera. Nada. Y aquello era ciudad Escalofrío, como también habría dicho Richie. Se volvió para salir… y entonces oyó música.

Era débil, pero la reconoció inmediatamente.

Música de organillo.

Inclinó la cabeza para escuchar; la arruga de su frente comenzaba a disolverse un poquito. Música de organillo, claro, la música de los carnavales y las ferias. Conjuraba recuerdos tan deliciosos como efímeros: palomitas de maíz, algodón de azúcar, buñuelos fritos, repiquetear de cadenas en atracciones como el Gusano Loco, el Látigo, las Tazas.

El ceño fruncido cedió paso a una sonrisa dubitativa. Stan subió un paso, luego dos, con la cabeza inclinada. Hizo otra pausa. Como si pensando en las ferias se pudiera crear una, hasta podía oler el maíz tostado, el algodón de azúcar, los buñuelos… ¡Y más aún! Pimientos, salchichas, humo de cigarrillos, aserrín. Y también el olor del vinagre blanco, de ese que se echa a las patatas fritas. Se olía a mostaza, amarilla y muy caliente, como la que se pone a las salchichas con una cuchara de madera.

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