It (Eso) – Stephen King

—Anímate —le dijo, sabiendo que debía sonar idiota, pero sin que se le ocurriera nada más útil. Le tocó ligeramente los hombros (ella se había cubierto la cara con las manos para ocultar sus ojos mojados y sus mejillas abotagadas), pero apartó los dedos como si ella quemara al tacto. Estaba tan enrojecido que parecía al borde de una apoplejía—. Anímate, Beverly.

La chica bajó las manos y exclamó, con voz aguda, furiosa:

—¡Mi madre no es una puta! Es…, ¡es camarera!

Eso fue recibido con un silencio absoluto. Ben la miraba con la boca abierta. Eddie levantó la vista desde los adoquines con las manos llenas de monedas. Y de pronto los tres rompieron a reír histéricamente.

—¡Camarera! —cloqueó Eddie. Sólo tenía una vaga idea de lo que significaba puta, pero esa comparación le parecía deliciosa, de cualquier modo—. ¡Eso es tu madre!

—¡Sí, sí, eso! —exclamó Beverly, riendo y llorando al mismo tiempo.

Ben reía tanto que no pudo mantenerse en pie y se sentó, pesadamente, en un cubo de la basura. Su mole hundió la tapa en el recipiente y lo hizo caer de lado. Eddie lo señaló, aullando de risa, mientras Beverly lo ayudaba a levantarse.

Una ventana se abrió encima de ellos.

—¡Marchaos de aquí, chicos! —chilló una mujer—. ¡Hay gente que trabaja de noche, recordadlo! ¡Esfumaos!

Sin pensar, los tres se cogieron de la mano, con Beverly en el medio, y corrieron hacia Center Street. Todavía estaban riendo.

6

Unieron sus recursos y descubrieron que tenían cuarenta centavos; lo suficiente para dos batidos. Como el señor Keene era un ogro y no quería que los chicos menores de doce años se quedaran en el mostrador de refrescos (aseguraba que los juegos mecánicos de la trastienda podían corromperlos), se llevaron los batidos en dos enormes envases de cartón encerado hasta el parque Bassey y se sentaron en la hierba para beberlos. Ben tenía uno de café y Eddie había pedido frambuesa. Beverly se sentó entre los dos con una pajita para probar de los dos envases, por turnos, como una abeja en las flores. Se sentía otra vez bien, por primera vez desde que el desagüe había vomitado su borbotón de sangre la noche anterior. Deshecha y emotivamente exhausta, pero bien, en paz consigo misma. Por el momento, al menos.

—No sé qué le pasó a Bradley —dijo Eddie, por fin, con tono de azorada apología—. Nunca se había puesto así.

—Tú me defendiste —dijo Beverly y repentinamente besó a Ben en la mejilla—. Gracias.

Ben volvió a ponerse escarlata.

—No hiciste trampas —murmuró, tragándose luego abruptamente la mitad de su batido de café en tres sorbos monstruosos. A eso siguió un eructo tan fuerte como un disparo de rifle.

—¿Te queda algo dentro, papito? —preguntó Eddie.

Beverly rió inerme, sujetándose el vientre.

—Basta —rogó—. Me duele el estómago. Basta, por favor.

Ben sonreía. Esa noche, antes de dormir, reviviría una y otra vez el momento en que ella lo había besado.

—¿Estás bien, de veras? —preguntó.

Ella asintió.

—No fue por él. En realidad, no me importó lo que dijo de mi madre. Fue por algo que me pasó anoche. —Vaciló, mirando a Ben, a Eddie, a Ben otra vez—. Tengo…, tengo que contárselo a alguien o enseñarlo o algo así. Creo que me eché a llorar porque tengo miedo de estarme volviendo majareta.

—¿De qué estáis hablando, chiflados? —preguntó una voz nueva.

Era Stanley Uris; como siempre, menudo, delgado y preternaturalmente limpio para sus once años escasos. Con su camisa blanca, pulcramente remetida en los vaqueros bien lavados, el pelo peinado y las punteras de sus zapatillas impecables parecía el adulto más pequeño del mundo. En ese momento sonrió, rompiendo la ilusión.

Ella se callará lo que iba a decir —pensó Eddie—, porque Stan no estaba aquí cuando Bradley insultó a su madre.

Pero Beverly, después de una momentánea vacilación, lo hizo. Porque Stanley, de algún modo, era distinto a Bradley. Él estaba allí.

Stanley es uno de nosotros —pensó Beverly y se preguntó por qué eso le erizaba la piel—. No les hago ningún favor si lo cuento, ni a ellos ni a mí tampoco. Pero ya era demasiado tarde. Ya estaba hablando.

Stan se sentó con ellos, sereno y grave. Eddie le ofreció los restos del batido de frambuesa, pero él meneó la cabeza sin apartar los ojos de Beverly. Ninguno de los otros hablaba.

Beverly les contó aquel episodio de las voces, entre las que había reconocido la de Ronnie Grogan. Sabía que Ronnie había muerto, pero era su voz, de todos modos. Les habló de la sangre que su padre no había visto ni sentido, ni tampoco su madre, por la mañana.

Cuando terminó, miró todas las caras temerosa de lo que podría ver en ellas…, pero no halló señales de incredulidad. De terror sí, pero de incredulidad, ninguna.

Por fin, Ben dijo:

—Vayamos a ver.

7

Entraron por la puerta trasera, no sólo porque a esa cerradura correspondía la llave de Bev, sino también porque su padre la mataría si la señora Bolton la veía entrar en el apartamento con tres chicos en ausencia de sus padres.

—¿Por qué? —preguntó Eddie.

—No lo entenderías, tonto —dijo Stan—. Tú cállate.

Eddie iba a contestar, pero echó otra mirada a la cara blanca y tensa de Stan y decidió mantener el pico cerrado.

La puerta daba a la cocina, llena del sol de la tarde y de silencio estival. Los platos del desayuno relucían en el escurridor. Los cuatro niños se detuvieron junto a la mesa, agrupados; cuando arriba golpeó una puerta, todos dieron un salto; después rieron, nerviosos.

—¿Dónde está? —preguntó Ben. Susurraba.

Beverly, con el corazón palpitándole en las sienes, los condujo por el pasillito que tenía el dormitorio de sus padres a un lado y la puerta cerrada del baño en el extremo. Después de abrirla, entró rápidamente y tapó el sumidero del lavabo. Luego dio un paso atrás para ponerse entre Ben y Eddie. La sangre se había secado dejando manchas marrones en el espejo, el lavabo y el empapelado. Beverly las miró; resultaba más fácil mirar las manchas que a sus amigos.

En voz tan aniñada que apenas pudo reconocerla como propia, preguntó:

—¿La veis? ¿Alguno de vosotros la ve? ¿Está allí?

Ben se adelantó un paso y Beverly volvió a sorprenderse de lo delicado de sus movimientos a pesar de su gordura. Tocó una de las manchas de sangre, después otra; por fin, una larga chorreadura en el espejo.

—Aquí. Aquí. Aquí. —Su voz sonó inexpresiva y autoritaria.

—¡Jolín! Es como si hubieran matado un cerdo aquí dentro —exclamó Stan, suavemente sobrecogido.

—¿Y todo eso salió del sumidero? —preguntó Eddie, a quien el espectáculo estaba poniendo enfermo. Como su respiración se tornaba dificultosa, sujetó su inhalador.

Beverly tuvo que contenerse para no romper otra vez a llorar. No quería hacerlo; temía que ellos la descartaran como a cualquier otra chica. Pero tuvo que aferrar el pomo de la puerta mientras una ola de confianza la inundaba de atemorizante vigor. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo segura que estaba de estar volviéndose loca, teniendo alucinaciones, o algo así.

—Y tus padres no la vieron —se maravilló Ben. Tocó una salpicadura de sangre que se había secado en el lavabo, apartó la mano de inmediato y se la limpió en el faldón de la camisa—. Jo, macho…

—No sé cómo voy a hacer para volver a entrar aquí —dijo Beverly—, a lavarme, a limpiarme los dientes o… ya me entendéis.

—Bueno, ¿por qué no limpiamos esto? —preguntó Stanley, de pronto.

Beverly lo miró.

—¿Limpiar?

—Claro. Tal vez no podamos dejar muy limpio el empapelado; está en las últimas, como quien dice. Pero sí podríamos sacar el resto. ¿Tienes trapos?

—Bajo el fregadero de la cocina —dijo Beverly—. Pero si los usamos, mi madre va a preguntar por ellos.

—Tengo cincuenta centavos —dijo Stan, serenamente. Sus ojos no se apartaban de la sangre que había salpicado el suelo, alrededor del lavabo—. Limpiaremos lo mejor posible y llevaremos los trapos a la lavandería automática por la que pasamos al venir. Los lavaremos y secaremos; estarán otra vez bajo el fregadero antes de que tus padres vuelvan.

—Dice mi madre que no se puede sacar la sangre de la tela —objetó Eddie—. Parece que se fija o algo así.

Ben soltó una risita histérica.

—No importa que salga o no —dijo—: Ellos no la ven.

Nadie necesitó preguntar a quiénes se refería.

—De acuerdo —aceptó Beverly—. Probemos.

8

Durante la media hora siguiente, los cuatro limpiaron como duendes sombríos. A medida que la sangre desaparecía de las paredes, el espejo y la porcelana del lavabo, Beverly sentía que su corazón se aliviaba más y más. Ben y Eddie se encargaron del lavabo y el espejo, mientras ella fregaba el suelo. Stan trabajaba en el empapelado con estudiada minuciosidad utilizando un trapo casi seco. Al final sacaron la sangre casi por completo, Ben terminó desenroscando la bombilla y reemplazándola con otra cogida de una caja que había en la despensa. Las tenía en abundancia: Elfrida Marsh había comprado una provisión para dos años en la liquidación anual de Los Leones de Derry.

Usaron un balde, un líquido limpiador y abundante agua caliente. Cambiaban el agua con frecuencia porque a ninguno le gustaba meter las manos allí una vez que el agua se ponía rosa.

Por fin Stanley retrocedió, contemplando el baño con el aire crítico del chico en quien la pulcritud y el orden no son, simplemente, algo inculcado, sino innato y dijo:

—Creo que no se puede hacer más.

Aún quedaban leves rastros de sangre en una parte del empapelado, a la izquierda, donde el papel estaba tan desgastado que Stanley no se había atrevido sino a tocarlo con suavidad. Sin embargo, aun allí la sangre había perdido su anterior fuerza ominosa; era poco más que una mancha en tono pastel, sin significado.

—Gracias —dijo Beverly a todos. No recordaba haber dicho nunca esa palabra con tanta sinceridad—. Gracias a los tres.

—De nada —murmuró Ben. Por supuesto, se había ruborizado otra vez.

—No tiene importancia —repuso Eddie.

—Vamos a ocuparnos de estos trapos —apuntó Stanley.

Su rostro era decidido, casi severo. Más adelante, Beverly pensaría que, tal vez, sólo Stanley comprendió que acababan de dar otro paso hacia alguna confrontación inconcebible.

9

Midieron una taza de jabón en polvo y la vertieron en un frasco de mayonesa vacío. Bev buscó una bolsa de papel para poner los trapos ensangrentados y los cuatro bajaron a la lavandería automática, en la esquina de Main y Cony Street. Dos manzanas más allá se veía el canal centelleando en el sol de la tarde.

La lavandería estaba desierta, descontando a una mujer con blanco uniforme de enfermera que esperaba junto a una secadora en funcionamiento. Miró con desconfianza a los cuatro niños, pero enseguida volvió a su edición de bolsillo de La caldera del diablo.

—Agua fría —dijo Ben, en voz baja—. Dice mi madre que la sangre se lava con agua fría.

Echaron los trapos a la lavadora, mientras Stan cambiaba sus dos monedas de veinticinco. Volvió y se quedó observando a Bev, que echaba el jabón en polvo sobre los trapos y cerraba la puerta del aparato. Luego puso dos monedas de diez en la ranura e hizo girar la llave para ponerlo en funcionamiento.

Beverly había colaborado con casi todas sus monedas ganadas en el juego para comprar los batidos, pero aún encontró cuatro supervivientes en el fondo del bolsillo izquierdo. Las sacó para ofrecérselas a Stan, que puso cara de ofendido.

—Jo, invito a una chica a la lavandería y quiere pagar su parte.

Beverly rió un poquito.

—¿Estás seguro de que no quieres?

—Seguro —afirmó Stan, con su voz seca—. La verdad, Beverly, me duele gastar esos cuarenta centavos, pero estoy seguro.

Los cuatro fueron a la hilera de sillas de plástico y allí se sentaron, sin hablar. La lavadora chapoteaba y bufaba con los trapos en el interior. Abanicos de burbujas resbalaban contra el grueso vidrio del ojo de buey. Al principio, las burbujas eran rojizas y Bev se sintió algo descompuesta al verlas, pero descubrió que le costaba apartar la vista. La espuma sanguinolenta poseía una horrible fascinación. La enfermera los miraba cada vez con más frecuencia por encima del libro. Tal vez había temido que se mostraran demasiado bulliciosos, pero de pronto su mismo silencio la ponía nerviosa. Cuando su secadora acabó, sacó sus prendas, las dobló, las puso en una bolsa de plástico y se fue, dedicándoles una última mirada de desconcierto.

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