It (Eso) – Stephen King

—Prepárame una hamburguesa.

—Queda sólo un poquito de c…

El papel crujió y descendió un poco. Aquella mirada azul cayó sobre ella como si tuviera peso.

—¿Qué has dicho? —preguntó él, con suavidad.

—Dije que en seguida, papá.

Él la miró sólo por un instante más. Luego el periódico volvió a subir y Beverly corrió a la nevera para sacar la carne. Preparó una hamburguesa aplastando el puñadito de carne picada que quedaba en la nevera para que pareciese más grande. Él la comió leyendo la página de deportes mientras Beverly le preparaba el almuerzo: un par de bocadillos de mermelada y mantequilla de cacahuetes, un gran trozo de tarta que su madre había traído la noche anterior del restaurante y un termo de café caliente, bien endulzado con azúcar.

—Dile a tu madre que quiero ver esta casa limpia hoy mismo —dijo, cogiendo la comida—. Parece una cuadra. Me paso todo el día limpiando porquerías en el hospital. No me gusta nada encontrar una porqueriza en mi propia casa. No lo olvides, Beverly.

—No, papá. Se lo diré.

Él le dio un beso en la mejilla, la abrazó torpemente y se fue. Como de costumbre, Beverly fue a la ventana de su habitación para seguirlo con la vista mientras se alejaba por la calle. Como de costumbre, experimentó un subrepticio alivio al verle girar en la esquina… y se odió por eso.

Lavó los platos y luego salió un rato a la escalera de atrás con el libro que estaba leyendo. Lars Theramenius, con su largo pelo rubio reluciendo con su serena luz interior, vino con sus pasitos inseguros desde el edificio vecino para mostrar a Beverly su nuevo camión y sus nuevas costras en las rodillas. Beverly miró ambas cosas y propinó grandes exclamaciones. Un momento después la llamó su madre.

Cambiaron las sábanas de ambas camas, lavaron los suelos y enceraron el linóleo de la cocina. Su madre se encargó del suelo del baño, por lo que Beverly se sintió profundamente agradecida. Elfrida Marsh era una mujer menuda de pelo canoso y aspecto ceñudo. Su rostro arrugado decía al mundo entero que llevaba bastante tiempo en esta tierra y que pensaba permanecer aquí un poco más… También decía al mundo que nada de todo eso había sido fácil y que no esperaba cambios inmediatos en el estado de cosas.

—¿Quieres limpiar los cristales de la sala, Bewie? —preguntó, volviendo a la cocina. Ya llevaba puesto su uniforme de camarera—. Tengo que ir al San José, en Bangor, para visitar a Cheryl Tarrent. Anoche se rompió una pierna.

—Sí, yo me encargo —prometió Beverly—. ¿Qué le pasó a la señora Tarrent? ¿Se cayó?

Cheryl Tarrent era una compañera de trabajo de su madre.

—Tuvo un accidente de coche con ese inútil con el que se ha casado —respondió la madre, ceñuda—. El marido había estado bebiendo. Debes dar gracias a Dios todas las noches de que tu padre no beba, Bewie.

—Lo hago —respondió Beverly. Era cierto.

—Creo que ella va a perder el empleo, y él no dura en ninguno. —Un tono de lúgubre horror se filtró en la voz de Elfrida—. Tendrán que vivir del gobierno, supongo.

Era lo peor que se le podía ocurrir a Elfrida Marsh. No se comparaba siquiera con perder un hijo o descubrir que una tenía cáncer. Se podía ser pobre; una podía pasarse toda la vida rascando el fondo de la olla, como ella decía. Pero por debajo de todo, aun por debajo de las alcantarillas, estaba el momento en que uno tuviera que vivir del gobierno y comer con el sudor de los otros como limosna. Y ésa era la perspectiva a la que se enfrentaba Cheryl Tarrent.

—Cuando hayas limpiado los cristales y sacado la basura, puedes ir a jugar un rato, si quieres. Tu padre va a la bolera esta noche, así que no tienes que prepararle la cena. Pero quiero que estés en casa antes del oscurecer. Ya sabes por qué.

—Está bien, mamá.

—Dios mío, cómo creces —dijo Elfrida. Miró, por un momento, los bultitos en la sudadera. Su mirada reflejaba amor, pero ninguna compasión—. No sé qué voy a hacer aquí cuando estés casada y tengas tu propio hogar.

—Creo que me quedaré aquí toda la vida —dijo Beverly, sonriendo.

La madre la abrazó brevemente y le besó la comisura de la boca con sus labios secos y calientes.

—No me engaño —replicó—. Pero te quiero, Bewie.

—Yo también te quiero, mamá.

—Cuando termines con esas ventanas, revisa para estar segura de que no queden marcas —recomendó mientras recogía su cartera y se acercaba a la puerta—. De lo contrario, te las verás negras con tu padre.

—Ya las revisaré. —En el momento en que la madre abría la puerta para salir, Beverly preguntó, tratando de fingir indiferencia—. ¿No has visto nada raro en el baño, mamá?

Elfrida la miró, con el entrecejo algo fruncido.

—¿Raro?

—Bueno…, anoche vi una araña. Salió del desagüe. ¿No te lo dijo papá?

—¿Anoche hiciste enfadar a tu padre, Bewie?

—¡No! No, no. Le dije que había salido una araña del desagüe y que me había asustado. Él me contó que en la escuela vieja, a veces encontraban ratas ahogadas en los inodoros. Por los desagües. ¿No te contó lo de la araña?

—No.

—Oh, bueno, no importa. Sólo quería saber si la habías visto.

—No vi ninguna araña. Ojalá pudiéramos comprar un linóleo nuevo para ese baño. —Miró al cielo azul y sin nubes—. Dicen que cuando una mata a una araña, viene lluvia. No la mataste, ¿verdad?

—No —aseguró Bev—, no la maté.

La madre volvió a mirarla, con los labios tan apretados que casi desaparecían.

—¿Segura que no hiciste enfadar a tu padre anoche?

—¡Segura!

—Bewie…, ¿alguna vez te toca?

—¿Qué? —Beverly miró a su madre, totalmente perpleja. Dios, su padre la tocaba todos los días—. No entiendo qué…

—No importa —cortó Elfrida—. No te olvides de sacar la basura. Y si esos cristales quedan manchados, no solo con tu padre te las verás negras.

—No me

(¿alguna vez te toca?)

olvidaré.

—Y vuelve antes de que oscurezca.

—Sí.

(él)

(se preocupa mucho)

Elfrida se fue. Beverly volvió a su cuarto para seguirla con la vista hasta la esquina, como a su padre. Cuando estuvo segura de que su madre iba, definitivamente, en camino hacia la parada del autobús, sacó el balde, el limpiacristales y algunos trapos de bajo el fregadero. Volvió a la sala y empezó con las ventanas. El apartamento parecía demasiado silencioso. Cada vez que crujía el suelo o se golpeaba una puerta, daba un respingo. Cuando alguien hizo correr el agua en el inodoro de los Bolton, en el piso contiguo, Beverly soltó una exclamación que era casi un grito.

Y no podía dejar de vigilar la puerta cerrada del baño.

Por fin se acercó, la abrió otra vez y miró adentro. Su madre lo había limpiado esa mañana y la mayor parte de la sangre acumulada bajo el lavabo había desaparecido, al igual que las marcas del borde. Pero aún quedaban vetas marrones secándose en la pileta misma, manchas y salpicaduras en el espejo, chorreaduras en el empapelado.

Mientras contemplaba su pálida imagen se dio cuenta, con súbito y supersticioso miedo, de que la sangre del espejo causaba el efecto de que era su propia cara la que sangraba. Volvió a pensar: ¿Qué voy a hacer con esto? ¿Me he vuelto loca? ¿Me lo estoy imaginando?

De pronto, el sumidero emitió una risa gorjeante.

Beverly lanzó un alarido y salió dando un portazo. Cinco minutos después, las manos aún le temblaban tanto que estuvo a punto de dejar caer la botella de limpiacristales mientras limpiaba las ventanas de la sala.

5

Eran cerca de las tres de la tarde cuando Beverly Marsh, con el apartamento cerrado y la llave bien guardada en el bolsillo de sus vaqueros, cogió Richard Street, un paso estrecho que conectaba las calles Main y Center. Allí tropezó con Ben Hanscom, Eddie Kaspbrak y un niño llamado Bradley, que estaban jugando a arrimar monedas…

—¡Hola, Bev! —saludó Eddie—. ¿Tuviste pesadillas, después de ver esas películas?

—No —dijo Beverly, sentándose en cuclillas para observar el juego—. ¿Cómo estás tan enterado?

—Me lo contó Parva —replicó Eddie, señalándolo con el pulgar a Ben, que estaba furiosamente ruborizado sin motivo aparente.

—¿Qué películas? —preguntó Bradley.

Y entonces Beverly lo reconoció: había ido a Los Barrens con Bill Denbrough. Iban juntos a la terapeuta de Bangor. Beverly casi lo descartó de su mente. Si se le hubiera preguntado, tal vez habría dicho que, por algún motivo, le parecía menos importante que Ben y Eddie, como si estuviera menos allí.

—Un par de cosas de monstruos —le dijo y se acercó hasta ponerse entre Ben y Eddie—. ¿Tiras tú?

—Sí —dijo Ben; la miró rápidamente y desvió los ojos.

—¿Quién va ganando?

—Eddie —informó Ben—. Tiene buena mano.

Bev miró a Eddie que se frotaba solemnemente las uñas en la pechera de la camisa y soltó una risita.

—¿Me dejáis jugar?

—Por mí, sí —dijo Eddie—. ¿Tienes monedas?

Bev buscó en el bolsillo y sacó tres monedas de un centavo.

—Por Dios, ¿cómo te animas a salir de tu casa con semejante fortuna? —preguntó Eddie—. Yo me moriría de miedo.

Ben y Bradley Donovan se echaron a reír.

—Oh, las chicas también solemos ser valientes —respondió Beverly muy seria.

Un momento después, todos reían.

Bradley tiró el primero; luego, Ben; después, Beverly. Eddie, que iba ganando, tenía el último turno. Arrojaba las monedas hacia la pared posterior de la farmacia. A veces, se quedaban cortos; a veces la moneda rebotaba contra la pared. Al final de cada ronda, el que había tirado la moneda más cercana a la pared recogía los cuatro centavos. Cinco minutos después, Beverly tenía veinticuatro centavos. Había perdido una sola ronda.

—¡Eza chica haze trampa! —protestó Bradley, disgustado, y se levantó para irse. Había perdido el buen humor. Miró a Beverly con enfado y humillación a un tiempo—. No habría que dejar que laz chicaz…

Ben se levantó de un salto. Era sobrecogedor ver a Ben Hanscom levantarse de un salto.

—¡Retira eso!

Bradley miró a Ben boquiabierto.

—¿Qué?

—¡Que retires lo que has dicho! ¡Ella no hizo trampa!

Bradley miró a Ben, a Eddie, a Beverly que aún estaba de rodillas. Después, otra vez a Ben.

—¿Quierez un labio gordo para que haga juego con el rezto de tu perzona, eztúpido?

—Seguro —dijo Ben.

Súbitamente, una sonrisa le cruzó la cara. Algo en la cualidad de esa sonrisa hizo que Bradley diera un paso atrás, sorprendido e inquieto. Tal vez lo que vio en ella fue, simplemente, que después de haberse enredado con Henry Bowers y salir indemne, no una, sino dos veces, Ben Hanscom no iba a dejarse aterrorizar por el escuálido de Bradley Donovan, que tenía las manos llenas de verrugas, además de ese catastrófico ceceo.

—Claro, y después se me echarán todos encima —dijo Bradley, dando otro paso atrás. Su voz había tomado una ondulación incierta y había lágrimas en sus ojos—. ¡Zon todoz unoz trampozoz!

—Retira lo que has dicho de ella —repitió Ben.

—No importa, Ben —dijo Beverly. Tendió a Bradley el puñado de monedas—. Toma las tuyas. De cualquier modo, yo no jugaba por el dinero.

Desde las pestañas inferiores de Bradley resbalaron lágrimas de humillación. Dio un golpe en la palma de Beverly tirándole las monedas al suelo, y corrió hacia Center. Los otros se quedaron mirándolo, boquiabiertos. Cuando estuvo a distancia segura, Bradley giró en redondo para gritar:

—¡Lo que paza ez que erez una perra! ¡Trampoza, trampoza! ¡Tu madre ez una puta!

Beverly ahogó una exclamación. Ben corrió hacia Bradley, pero sólo consiguió tropezar con un cajón vacío e irse de bruces. Bradley había desaparecido y el gordo se dio cuenta de que no se dejaría alcanzar. Entonces volvió junto a Beverly para ver si estaba bien. Esa palabra lo había espantado tanto como a ella.

Beverly vio preocupación en su rostro. Abrió la boca para decir que estaba bien, que no se afligiera, que los palos y las piedras rompen los huesos pero que los insultos no hacen daño…, y de pronto aquella extraña pregunta que su madre le había hecho

(¿alguna vez te toca?)

volvió a ella. Extraña pregunta, sí; simple pero sin sentido, llena de matices ominosos, turbia como café frío. En vez de decir que los insultos jamás le harían daño, rompió en llanto.

Eddie la miró, incómodo, y sacó el inhalador del bolsillo para tomar una bocanada. Después se agachó y empezó a recoger los centavos desparramados. En su cara había una expresión concentrada y cuidadosa.

Ben se acercó a ella por instinto para abrazarla y consolarla, pero se detuvo. Era demasiado bonita. Ante una cara tan bonita, se sentía inerme.

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