La puerta del baño estaba abierta. Allí estaba su padre: un hombre grandote que ya estaba perdiendo el pelo castaño rojizo, heredado por Beverly. No bebía, no fumaba, no iba con mujeres. En casa tengo todas las mujeres que me hacen falta, decía, a veces, y en esas ocasiones le cruzaba la cara una sonrisa peculiar, cargada de secretos; en vez de iluminarle el rostro, tenía el efecto contrario. Ver esa sonrisa era como observar la sombra de una nube viajando rápidamente por un terreno rocoso. Ellas se ocupan de mí y, cuando hace falta, yo me ocupo de ellas.
—Ahora dime de qué tontería se trata —preguntó al verla entrar.
Beverly sintió la garganta reseca. El corazón le volaba en el pecho y sintió ganas de vomitar. Había sangre en el espejo corriendo en largas chorreaduras. Había manchas de sangre en la bombilla; podía oler ese olor mientras se cocinaba en sus 40 vatios. La sangre corría también por los lados de porcelana cayendo en gordas gotas al piso de linóleo.
—Papá… —susurró ella, ronca.
Él se volvió, disgustado con ella (como ocurría con tanta frecuencia) y comenzó tranquilamente a lavarse las manos en la pileta ensangrentada.
—Habla, mujer, por Dios. No sabes el susto que me has dado. A ver si te explicas.
Se estaba lavando las manos en el lavabo. Beverly vio manchas de sangre en la tela gris de los pantalones, allí donde rozaban los bordes, si su frente tocaba el espejo (estaba muy cerca), tendría sangre también sobre la piel. La chica ahogó un grito en la garganta.
Él cerró el grifo. Tomó una toalla con dos abanicos de salpicaduras rojas y comenzó a secarse las manos. Beverly, casi desmayada, le vio llenarse de sangre los grandes nudillos y las líneas de la palma. Vio sangre bajo sus uñas como marcas de culpabilidad.
—¿Y bien? Estoy esperando —dijo al arrojar la toalla ensangrentada hacia el toallero.
Había sangre… sangre por todas partes… y su padre no la veía.
—Papá…
No tenía idea de lo que ocurriría a continuación, pero su padre la interrumpió:
—Me preocupas, Beverly —dijo—. Me parece que no vas a crecer nunca, Beverly. Te pasas correteando por ahí, no haces nada en la casa, no sabes cocinar, no sabes coser. Te pasas la mitad del día en las nubes, con la nariz metida en un libro y la otra mitad con ataques y caprichitos. Me preocupas.
Su mano salió disparada y le dio una dolorosa palmada en la nalga. Ella soltó un grito sin dejar de mirarlo fijamente. Él tenía una pequeña salpicadura en la poblada ceja derecha. Si la miro fijamente, fijamente, terminaré por volverme loca y ya nada de esto importará, pensó, turbiamente.
—Me preocupas mucho —agregó él y la golpeó otra vez, con más fuerza, por encima del codo.
Ese brazo lanzó un grito y pareció quedarse dormido. Al día siguiente, Beverly tendría un gran moretón entre amarillento y purpúreo.
—Muchísimo —dijo él, aplicándole un derechazo al estómago.
Contuvo el puño en el último instante, por lo que Beverly perdió sólo la mitad del aliento. Se dobló en dos, jadeando, con los ojos llenos de lágrimas. El padre la miraba, impasible. Se metió las manos ensangrentadas en los bolsillos del pantalón.
—Tienes que crecer, Beverly —dijo, y su voz era amable y condescendiente. ¿No te parece?
Ella asintió. Le palpitaba la cabeza. Lloró, pero en silencio. Si sollozaba, iniciando lo que su padre llamaba «gimoteos de bebé», no haría sino enfurecerlo. Al Marsh había pasado toda su vida en Derry; a quien quisiera saberlo (y a veces a quien no tenía interés) decía que allí pensaba ser enterrado, con un poco de suerte, a la edad de ciento diez años. «No hay motivo para que no viva eternamente —solía decir a Roger Aurlette, quien le cortaba el pelo una vez al mes—. No tengo vicios».
—Y ahora explícate —ordenó—, y que sea rápido.
—Había… —Beverly tragó saliva. Dolió, porque no tenía nada de humedad en la garganta—. Había una araña. Una araña grande, gorda, negra. Salió…, salió arrastrándose del desagüe y… creo que volvió a meterse.
—¡Ah! —El padre sonrió un poquito, como si esa explicación lo complaciera—. ¿Era eso? ¡Pero…! Si me lo hubieras dicho, Beverly, no te habría pegado. Todas las niñas tienen miedo a las arañas. ¡Maldición! ¿Por qué no me lo dijiste?
Él se inclinó hacia el agujero; Beverly tuvo que morderse los labios para no gritar una advertencia…, pero otra vez hablaba, muy dentro de ella, una voz horrible, que no podía ser parte de su persona, sino, sin duda, la voz del mismo diablo: Deja que se lo lleve, si lo quiere. Deja que lo arrastre hacia abajo. Mira lo que te sacarás de encima.
Volvió la espalda a aquella voz, horrorizada. Permitir que ese pensamiento se quedara en su cabeza, siquiera por un instante, la condenaría al infierno, sin duda alguna.
Él miraba hacia el ojo del desagüe. Sus manos chapoteaban en la sangre que manchaba el lavabo y Beverly tuvo que luchar sombríamente con sus náuseas. Le dolía el estómago allí donde el padre la había golpeado.
—No veo nada —dijo él—. Estos edificios son viejos, Bev. Los desagües parecen autopistas, ¿sabes? Cuando yo trabajaba de portero allá, en la escuela secundaria vieja, de vez en cuando salían ratas ahogadas a los inodoros. Las chicas se volvían locas. —Rió amablemente al pensar en esos ataques y caprichitos femeninos—. Casi siempre cuando el Kenduskeag estaba alto. Hay menos bichos en las cañerías desde que instalaron el sistema nuevo, eso sí. —La rodeó con un brazo para estrecharla—. Mira, vete a la cama y no pienses más en el asunto, ¿de acuerdo?
Ella sintió su amor por él. Nunca te pego si no lo mereces, Beverly, le había dicho él, una vez, al protestar ella por un castigo injusto. Y tenía que ser cierto, claro, porque él era capaz de amar. A veces pasaba todo el día con ella, enseñándole a hacer cosas, charlando con ella o paseando por la ciudad, y en esas ocasiones Beverly pensaba que su corazón se iba a hinchar de felicidad hasta matarla. Lo amaba; trataba de aceptar que él debía corregirla con frecuencia porque, según decía, era el trabajo que le había dado Dios. A las hijas —decía Al Marsh—, hay que corregirlas más que a los chicos. Él no tenía hijos varones y Beverly sentía, vagamente, que eso también podría ser culpa de ella.
—Está bien, papá —dijo.
Fueron juntos hasta el pequeño dormitorio de la niña. El brazo derecho ya le dolía ferozmente por el golpe recibido. Ella miró por encima del hombro y vio la pileta ensangrentada, el espejo ensangrentado, la pared ensangrentada, el suelo ensangrentado y pensó: ¿Cómo voy a hacer para entrar aquí a lavarme? Por favor, Dios, Dios querido, perdóname por haber tenido malos pensamientos sobre papá. Puedes castigarme todo lo que quieras, porque me lo merezco. Haz que me caiga y me lastime o que tenga la gripe, como el año pasado, cuando tosía tanto que una vez vomité, pero por favor, Dios, haz que mañana la sangre no esté más, por favor, Diosito, ¿sí?
El padre la arropó, como todas las noches, y le dio un beso en la frente. Después se mantuvo un momento allí, de pie, en la postura que ella recordaría siempre como «su» modo de tenerse de pie, tal vez de ser: algo inclinado hacia adelante, con las manos profundamente hundidas en los bolsillos; los ojos azules la miraban desde arriba, desde una cara de perro salchicha luctuoso. En años posteriores, cuando hacía años que ya no pensaba en Derry, a veces veía a un hombre sentado en el autobús, o tal vez de pie en un rincón, con la comida en las manos, formas, oh, formas de hombres, a veces atisbadas cuando cerraba el día, a veces vistas al otro lado de una plaza, a la luz del mediodía, en un claro y ventoso día otoñal, formas de hombres, reglas de hombres, deseos de hombres: o Tom, tan parecido a su padre cuando se quitaba la camisa y se encorvaba ligeramente delante del espejo para afeitarse. Formas de hombres.
—A veces me preocupas, Bev —dijo, pero ya no había enfado ni turbación en su voz. Le tocó el pelo con suavidad, apartándoselo de la frente.
Entonces ella estuvo a punto de gritar. ¡El baño está lleno de sangre, papá! ¿No la has visto? ¡Hay sangre por todas partes! ¿No la has VISTO? Pero guardó silencio, mientras él salía y cerraba la puerta tras de sí, llenando su cuarto de oscuridad.
Aún estaba despierta, con la vista perdida en las sombras, cuando llegó su madre, a las once y media, y cuando se apagó el televisor. Oyó que sus padres entraban en el cuarto matrimonial; oyó también el ruido del somier cuando hicieron su acto sexual. Beverly había oído una conversación entre Greta Bowie y Sally Muller, comentando que ese acto sexual dolía como fuego y que ninguna chica decente quería hacerlo: «Al final, el hombre te mea todo ahí abajo», dijo Greta, y Sally había exclamado: «¡Oh, puaj, yo jamás dejaría que un muchacho me hiciera eso!». Si dolía tanto como Greta decía, la madre de Bev se lo guardaba muy bien; Bev la había oído gritar una o dos veces, con voz contenida, pero no parecía en absoluto un grito de dolor.
El lento crujir de los elásticos se aceleró hasta un ritmo tan rápido que llegó casi a lo frenético; luego se interrumpió. Hubo un período de silencio; después, algo de charla en voz baja; por fin, los pasos de su madre que iba al baño. Beverly contuvo el aliento. Esperando a que su madre gritara o no.
No hubo grito alguno, sólo el ruido del agua corriendo en el lavabo seguido por un chapoteo. Luego el agua resbaló por el sumidero con su familiar gorgoteo, la madre estaba lavándose los dientes. Momentos después, el somier de la cama grande volvió a crujir, cuando su madre volvió a acostarse.
Más o menos cinco minutos después, el padre comenzó a roncar.
Un miedo negro le envolvió el corazón cerrándole la garganta. Descubrió que tenía miedo de volverse sobre el lado derecho (su posición favorita para dormir) porque podía haber algo mirándola por la ventana. Por eso se limitó a permanecer de espaldas, tiesa como un atizador, contemplando el cielo raso. Algo después (minutos u horas después, no había modo de saberlo), cayó en un sueño inquieto y frágil.
3
Beverly siempre despertaba cuando sonaba el despertador de sus padres. Tenía que ser rápida, porque apenas sonaba el timbre su padre lo apagaba de un manotazo. Se vistió deprisa mientras el padre usaba el baño y se detuvo por un instante frente al espejo (como casi todos los días) para mirarse el pecho, tratando de detectar si sus senos habían crecido algo durante la noche. Habían comenzado a aparecer a fines del año anterior. En un principio había dolido un poco, pero ya no. Eran muy pequeños, apenas manzanitas de primavera, pero allí estaban. Era cierto: terminaría la niñez, ella sería mujer.
Sonrió a su imagen y puso una mano tras la cabeza levantándose la cabellera y sacando pecho. Rió con la risa natural de una chiquilla… y de pronto se acordó de la sangre que había brotado del desagüe, en el baño, la noche anterior. Las risitas terminaron abruptamente.
Se miró el brazo y descubrió el moretón que se había formado allí durante la noche, una mancha amoratada entre el hombro y el codo, una mancha con muchos dedos marcados.
El inodoro se cerró de un manotazo y sonó el flujo del depósito.
Moviéndose con rapidez para que su padre no se enfadase con ella esa mañana (esa mañana era mejor que no reparara en ella siquiera), Beverly se puso unos vaqueros y la sudadera de la secundaria de Derry. Y entonces, porque ya no podía seguir postergándolo, abandonó su habitación para ir al baño. Se cruzó en la sala con el padre que volvía a su habitación para vestirse. El pijama azul batía por su amplitud. Gruñó algo que ella no pudo entender. De cualquier modo, respondió:
—Está bien, papá.
Se detuvo por un momento frente a la puerta cerrada del baño tratando de prepararse para lo que podía encontrar dentro. Al menos, es de día, pensó, y eso la consoló un poco. No mucho, pero al menos un poco. Aferró el pomo de la puerta, lo hizo girar y entró.
4
Para Beverly fue una mañana muy atareada. Preparó el desayuno para su padre: zumo de naranja, huevos revueltos y tostadas, en la versión de Al Marsh (con el pan caliente, pero nada tostado, en realidad). Él se sentó a la mesa, parapetado tras el News, y lo comió todo.
—¿Dónde está el beicon?
—No hay más, papá. Lo terminamos ayer.