—¿Qué promesa hiciste? —preguntó Kay.
Beverly sacudió la cabeza.
—No puedo decírtelo, Kay, por mucho que me gustaría.
Kay masticó esa respuesta y acabó por asentir.
—De acuerdo. Es justo. ¿Qué vas a hacer con Tom cuando vuelvas de Maine?
Y Bev, que empezaba a tener la seguridad de que jamás volvería de Derry, se limitó a responder:
—Primero vendré a verte y lo decidiremos juntas. ¿Te parece bien?
—Muy bien —dijo Kay—. ¿Eso también es una promesa?
—En cuanto vuelva —dijo Bev, con firmeza—. Puedes contar con eso.
Y abrazó a Kay con fuerza.
Con el importe del cheque en el bolsillo y los zapatos de Kay en los pies, decidió coger un autobús rumbo al norte, hasta Milwaukee, temiendo que Tom hubiera ido a buscarla al aeropuerto O’Hare. Kay, que la acompañó al banco y a la estación trató de disuadirla.
—O’Hare está lleno de guardias de seguridad, querida —le dijo—. No tienes por qué preocuparte. Si él se acerca, bastará con que grites a todo pulmón.
Beverly sacudió la cabeza.
—Quiero mantenerme muy lejos de él. Es el único modo de hacer las cosas.
Kay la miró con astucia.
—Tienes miedo de que él te disuada, ¿verdad?
Beverly recordó al grupo de siete chicos de pie en el arroyo; pensó en Stanley y en su trocito de botella de Coca-Cola, refulgente al sol; pensó en el dolor fino al cortarle él la palma con un tajo en diagonal; pensó en las manos cogidas en circulo y en la promesa de volver si aquello volvía a empezar…, de volver para matarlo definitivamente.
—No —dijo—. No podría disuadirme de esto. Pero podría hacerme daño, con guardias o sin ellos. No sabes cómo se puso anoche, Kay.
—Sé cómo se ha puesto en otras ocasiones —dijo Kay, frunciendo el ceño—, ese idiota que se cree tan hombre.
—Estaba como enloquecido —dijo Bev—. Los guardias de seguridad tal vez no podrían detenerlo. Así es mejor, créeme.
—Está bien —aceptó Kay, a desgana.
Y Bev pensó, algo sorprendida, que a Kay la desilusionaba la falta de una confrontación, de una gran ruptura.
—Cobra ese cheque cuanto antes —le indicó Bev, una vez más— , porque él no dejará de cancelar las cuentas. Ya verás.
—Claro —dijo Kay—. Si lo hace, iré a verlo con un látigo y me cobraré en especies.
—No te acerques a él —prohibió Beverly, áspera—. Es peligroso. Kay. Créeme. Anoche estaba… —Estaba como mi padre, era lo que temblaba en los labios. Pero en cambio dijo—. Estaba como loco.
—Está bien —prometió Kay—. Quédate tranquila, querida. Ve a cumplir con tu promesa. Y piensa un poco en lo que vendrá después.
—Si —aseguró Bev.
Pero era mentira. Tenía demasiado en que pensar: en lo que había pasado aquel verano, cuando ella tenía once años, por ejemplo. En Richie Tozier, a quien había enseñado a hacer el dormilón, por ejemplo. En las voces del desagüe, por ejemplo. Y en algo que había visto, algo tan horrible que aun entonces, mientras abrazaba a Kay por última vez, junto al largo flanco plateado del ronroneante autobús, su mente no le permitía ver.
Ahora, mientras el avión del pato en el flanco inicia su largo descenso hacia la zona de Boston, su mente retorna a eso otra vez… y a Stan Uris… y al poema sin firma que llegó en una postal… y a las voces… y a esos pocos segundos en los que estuvo cara a cara con algo que era, tal vez, infinito.
Mira por la ventanilla, mira hacia abajo y piensa que la malignidad de Tom es algo insignificante comparada con la malignidad que la está esperando en Derry. Si existe alguna compensación, es que allá estará Bill Denbrough… y hubo un tiempo en que una niña de once años llamada Beverly Marsh, amó a Bill Denbrough. Recuerda la postal con el hermoso poema escrito en el dorso, y recuerda haber sabido, en otros tiempos, quién lo escribió. Ya no lo recuerda, como tampoco recuerda exactamente qué decía el poema…, pero piensa que pudo haber sido de Bill. Si, bien pudo haber sido obra de Bill Denbrough, el Tartaja.
De pronto piensa en el momento de irse a la cama, la noche después de haber visto aquellas dos películas de terror, con Richie y Ben. Después de su primera cita. Se había hecho la chistosa con Richie, al decir eso; en aquellos tiempos ésa era su defensa en la calle; pero una parte de ella se había sentido conmovida, entusiasmada y algo asustada. En realidad, había sido su primera cita aunque hubiera dos chicos en vez de uno. Richie le había pagado la entrada y todo, como en una verdadera cita. Más tarde, tras la persecución de aquellos matones, pasaron el resto de la tarde en Los Barrens. Y Bill Denbrough apareció con otro niño. No recuerda quién era, pero si recuerda el modo en que los ojos de Bill se posaron en ella por un momento y la sacudida eléctrica que eso le provocó…, una sacudida y un rubor que pareció calentarle todo el cuerpo.
Recuerda haber pensado todo eso mientras se ponía el camisón e iba al baño para lavarse la cara y los dientes. Recuerda haber pensado que le llevaría mucho tiempo conciliar el sueño, esa noche, porque había mucho en que pensar… y sería bonito pensar en todo eso, porque ellos parecían chicos buenos, chicos con los que uno podía trabar amistad, tal vez compartir un poco de confianza. Eso sería bonito. Eso sería…, bueno, como el paraíso.
Y pensando en todo eso, tomó la esponja y se inclinó sobre el lavabo para mojarla. Y entonces la voz
2
salió del sumidero, susurrando:
—Ayúdame…
Beverly retrocedió, sobresaltada; la esponja seca cayó al suelo. Sacudió un poco la cabeza, como para despejarse, y volvió a inclinarse sobre el lavabo, mirando el sumidero con curiosidad. El baño estaba en la parte trasera de un apartamento de cuatro habitaciones. Se oía, débilmente, algo en la televisión, una película que parecía ambientada en el Oeste. Cuando terminara, probablemente su padre sintonizara un partido de béisbol o una pelea, y después se quedaría dormido en la poltrona.
El empapelado del baño tenía un detestable dibujo de ranas sobre lirios de agua. Hacía bultos y ondulaba sobre el yeso desparejo de la pared. En algunos lugares tenía humedad; en otros se estaba desprendiendo. La bañera tenía manchas de óxido y el asiento del inodoro estaba rajado. Por encima del lavabo asomaba una bombilla completamente descubierta. Beverly creía recordar que, en otros tiempos, habían tenido allí un aplique, pero se había roto hacía algunos años, sin ser reemplazado jamás. El suelo estaba cubierto de un linóleo que había perdido ya el dibujo, salvo un pequeño sector bajo el lavabo.
No era una habitación muy alegre, pero Beverly estaba tan habituada a ella que ya no reparaba en su aspecto.
También el lavabo tenía manchas de agua. El desagüe era, simplemente, un círculo de unos cinco centímetros de diámetro con un tope en cruz de donde el cromado había desaparecido tiempo atrás. Había también una tapa de goma que colgaba de una cadena arrojada de cualquier manera sobre el grifo marcado «F». El agujero de desagüe estaba muy oscuro; al inclinarse hacia él, Beverly notó, por primera vez, un olor desagradable, como a pescado, que surgía del agujero. Arrugó la nariz, asqueada.
—Ayúdame…
Ahogó una exclamación. Había, sí, una voz. Beverly había pensado que podía ser un estremecimiento de las tuberías… o tal vez sólo su imaginación: un resto de esas películas.
—Ayúdame, Beverly.
La invadieron oleadas alternadas de frío y calor. Se había quitado la banda de goma del pelo que caía sobre sus hombros en una cascada luminosa. Sintió que sus raíces trataban de erizarse.
Sin darse cuenta de lo que hacía, se inclinó otra vez hacia el lavabo, susurrando a medias:
—¿Sí? ¿Hay alguien ahí?
La voz del desagüe parecía la de un niño muy pequeño que apenas sabía hablar. Y a pesar de la carne de gallina, su mente buscó una explicación racional. Aquélla era una casa de apartamentos. Los Marsh vivían en la parte posterior de la planta baja. Había otras cuatro unidades. Tal vez hubiera en el edificio una criatura que se entretenía hablando dentro de la tubería. Y algún efecto acústico…
—¿Hay alguien ahí? —preguntó al desagüe del baño, ahora en voz más alta.
De pronto se le ocurrió que, si su padre entraba en ese momento, la creería loca.
No hubo respuesta del desagüe, pero ese olor desagradable pareció acentuarse. Le hizo pensar en las cañas de bambú de Los Barrens y en el vertedero, más allá; convocaba imágenes de fuegos lentos, amargos, y de barro negro que trataba de quitarle a una los zapatos a fuerza de chupar.
En realidad, no había niños pequeños en el edificio, eso era lo curioso. Los Tremont tenían un niño de cinco y dos niñas menores, pero el señor Tremont había perdido su empleo en la zapatería de la avenida Tracker y, después de atrasarse en el pago del alquiler, un buen día desapareció poco antes de que terminaran las clases, en el destartalado camión del padre. En el primer apartamento del primer piso vivía Skipper Bolton, pero tenía catorce años.
—Todos queremos conocerte, Beverly…
Se llevó la mano a la boca, con ojos dilatados de horror. Por un momento…, sólo por un momento, creyó haber visto que algo se movía allá abajo. Tuvo súbita conciencia de que el pelo le caía sobre los hombros en dos gruesos mechones, cerca, muy cerca del desagüe. Algún claro instinto la obligó a erguir la espalda para apartar de ahí su pelo.
Miró alrededor. La puerta del baño estaba firmemente cerrada. Se oía débilmente la televisión; Cheyenne Bodie estaba advirtiendo al malo que dejara el revólver antes de que alguien saliera herido. Ella estaba sola. Exceptuando, claro está, aquella voz.
—¿Quién eres? —preguntó al lavabo, en un susurro.
—Matthew Clements —murmuró la voz—. El payaso me trajo aquí abajo, a los caños, y me morí y muy pronto va a ir a buscarte, Beverly. Y a Ben Hanscom, y a Bill Denbrough y a Eddie…
Ella se llevó las manos a las mejillas y se las apretó con fuerza. Sus ojos se ensanchaban… se ensanchaban. Sintió que el cuerpo se le ponía frío. De pronto, la voz sonaba ahogada y viejísima… pero aun así reptaba en ella una corrupta alegría.
—Flotarás aquí abajo con tus amigos, Beverly, todos flotamos aquí abajo. Di a Bill que Georgie le envía saludos, di a Bill que Georgie lo echa de menos, pero que lo verá pronto, dile que Georgie estará en el armario una noche de éstas, quizá con un trozo de alambre para hundírselo en el ojo, dile…
La voz se quebró en una serie de hipos ahogados; de pronto, una brillante burbuja roja se infló en el agujero y estalló, enviando gotas de sangre a la porcelana descolorida.
En ese momento, la voz ahogada hablaba con celeridad y al hablar iba cambiando: ya era la voz del niño que se había oído primero, ya la de una chica adolescente, ya (horriblemente) se convertía en la de una niña a quien Beverly conocía: Veronica Grogan. Pero Veronica había muerto. La habían encontrado en una boca de alcantarilla, muerta.
—Soy Matthew…, soy Betty…, soy Veronica…, estamos aquí abajo…, aquí abajo, con el payaso…, y la bestia… y la momia… y el hombre lobo… y contigo, Beverly, estamos aquí abajo contigo y flotamos, cambiamos…
Una bocanada de sangre brotó súbitamente del sumidero salpicando el lavabo, el espejo y el empapelado con su diseño de lirios y ranas. Beverly lanzó un alarido, súbito y penetrante. Retrocedió, apartándose del lavabo, chocó contra la puerta, rebotó en ella, la abrió a zarpazos y corrió hacia la sala, donde su padre estaba levantándose.
—¿Qué demonios te pasa? —preguntó él con las cejas muy unidas.
Aquella noche estaban solos en la casa; la madre de Bev trabajaba en el turno de tres a once en Green’s, el mejor restaurante de Derry.
—¡El baño! —gritó, histérica—. ¡El baño, papá, en el baño…!
—¿Alguien estaba espiándote, Beverly? ¿Eh?
La mano del padre salió disparada para sujetarla por el brazo, con fuerza, clavándosele en la carne. En su cara había preocupación, pero una preocupación codiciosa, algo más atemorizante que consolador.
—No… el lavabo… en el lavabo… el… la —rompió en sollozos histéricos antes de poder decir nada más. El corazón le tronaba con tanta fuerza que temió ahogarse.
Al Marsh la arrojó a un lado con una expresión que decía: «Oh, Dios, y ahora qué», y entró en el baño. Estuvo allí tanto tiempo que Beverly volvió a asustarse. Por fin bramó:
—¡Beverly! ¡Ven inmediatamente aquí!
No era cuestión de desobedecer. Si los dos hubieran estado de pie al borde de un acantilado y él hubiera ordenado dar un paso hacia el frente (ahora mismo, niña), su obediencia instintiva la habría hecho franquear el borde, casi con certeza, antes de que su mente racional pudiera intervenir.