—¡Vuelve a tu lugar, chico! —ordenó, con la voz del policía irlandés.
Una nube blanca voló a la cara del hombre-lobo. Sus rugidos cesaron súbitamente. Miró a Richie con una sorpresa casi cómica y emitió un sonido sibilante, sofocado. Sus ojos, rojos y legañosos, giraron hacia el chico y parecieron grabárselo, de una vez para siempre.
Entonces empezó a estornudar.
Estornudó una y otra vez. Del hocico le brotaban kilos de saliva y el moco, negriverdoso, voló de las fosas nasales. Una de esas gotas salpicó la piel de Richie, quemándole como ácido. Se la enjugó con un alarido de dolor y asco.
Aún había furia en esa cara, pero también dolor. Era inconfundible. Bill podría haberlo herido con la pistola de su padre, pero Richie le había hecho más daño… primero, con la voz del policía irlandés; después, con el polvo que hacía estornudar.
Jolín, si tuviera un poco de polvo pica-pica y un vibrador de broma, tal vez podría matarlo, pensó.
En ese instante, Bill lo sujetó por el cuello de la ropa y tiró de él hacia atrás.
Fue oportuno. El hombre-lobo dejó de estornudar tan bruscamente como había empezado, y lanzó un zarpazo a Richie. Era increíblemente veloz.
Richie podría haberse quedado así, con el sobre vacío en una mano, mirando al hombre-lobo con aturdimiento de drogado, pensando en lo parda que era su piel, lo roja que era su sangre, pensando que en la vida real nada venía en blanco y negro. Podría haber seguido sentado allí hasta que esas garras se cerraran en torno a su cuello y sus largas uñas le arrancaran la garganta, pero Bill lo levantó de un tirón.
Richie lo siguió, a tropezones. Corrieron hacia el frente de la casa. Richie pensó: No se atreverá a perseguirnos. Ahora estamos en la calle, no se atreverá, no se atreverá, no se…
Pero los seguía. Le oían detrás de ellos, balbuceando, gruñendo…
Allí estaba Silver, aún inclinada contra el árbol. Bill subió de un salto y arrojó la pistola de su padre al cestillo donde tantos revólveres de juguete había llevado. Richie echó un vistazo atrás mientras trepaba a la cesta trasera y vio que el hombre-lobo cruzaba el prado hacia ellos a menos de seis metros de distancia. Sobre la chaqueta de la secundaria se estaban mezclando sangre y saliva. Por la sien derecha asomaba un fragmento de hueso blanco. Había manchas blancas de polvo para estornudar en su hocico. Y Richie vio otras dos cosas que parecieron completar el horror. En lugar de cremallera, la chaqueta de aquella cosa tenía grandes pompones naranja. Lo otro era peor. Era algo que le hizo sentir a punto de desmayarse, de entregarse, de dejarse matar: la chaqueta tenía un nombre bordado en hilo de oro.
En el sanguinolento bolsillo izquierdo, manchadas, pero legibles, se leían las palabras RICHIE TOZIER.
El hombre-lobo se arrojó contra ellos.
—¡Vamos, Bill! —aulló Richie.
Silver comenzó a moverse, pero lentamente, demasiado lentamente. Bill tardaba tanto en hacerla tomar velocidad…
El hombre-lobo cruzó el sendero marcado en el momento en que Bill pedaleaba hasta la mitad de la calle. Llevaba los vaqueros desteñidos manchados de sangre. Al mirar hacia atrás, con una horrible fascinación que era casi hipnótica, Richie vio que las costuras habían cedido en algunos lugares por los que asomaban mechones de pelo áspero.
Silver se bamboleó locamente. Bill iba de pie sobre los pedales, aferrado al manillar con las muñecas hacia arriba, la cara vuelta hacia el cielo nublado, con el cuello surcado de tendones salientes. Y los naipes aún disparaban tiros perdidos.
Una zarpa se estiró hacia Richie que soltó un grito angustioso y la esquivó. El hombre-lobo gruñó y esbozó una gran sonrisa. Estaba tan cerca que Richie le vio las córneas amarillentas y percibió olor a carne podrida en su aliento. Sus dientes eran colmillos torcidos.
El chico volvió a gritar ante un nuevo zarpazo. Estaba seguro de que iba a arrancarle la cabeza, pero la zarpa pasó frente a él fallando por dos centímetros escasos. La fuerza del manotazo le apartó el pelo sudoroso de la frente.
—¡Hai-oh, Silver, ARREEEE! —vociferó Bill, a todo pulmón.
Había llegado a la parte más alta de una pequeña cuesta. No era mucho, pero bastó para dar impulso a Silver. Los naipes empezaron a zumbar. Bill subía y bajaba furiosamente aquellos pedales. Silver dejó de bambolearse y tomó un curso recto por Neibolt, hacia la carretera 2.
Gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios —pensaba Richie, incoherente—. Gracias a…
El hombre-lobo volvió a rugir (Oh, Dios mío, parece que estuviera JUSTO DETRÁS DE MÍ) y Richie perdió el aliento: algo tiraba de su camisa y de su chaqueta, estrangulándole la garganta. Emitió un ruido gorgoteante y logró aferrarse a Bill un segundo antes de verse fuera de la bicicleta. Bill se inclinó hacia atrás, pero siguió aferrado al manillar. Por un momento, Richie pensó que la gran bicicleta se limitaría a alzar la rueda delantera, arrojándolos a ambos. En ese instante su chaqueta, que ya estaba para la bolsa de trapos viejos, se desgarró por la espalda con un fuerte ruido que, extrañamente, sonó como un grotesco pedo.
Volvió la cabeza y se encontró directamente con esos ojos cenagosos, asesinos.
—¡Bill! —Trató de aullar el nombre, pero salió sin fuerza, sin sonido.
De cualquier modo, Bill pareció oírlo. Pedaleó aún más, más que nunca en su vida. Era como si las entrañas le estuvieran subiendo, perdiendo anclas. Sentía, en el fondo de la garganta, un cobrizo gusto a sangre. Los ojos le sobresalían de las órbitas. Su boca colgaba, abierta, tragando aire a paladas. Y lo llenó un descabellado, irresistible entusiasmo, algo salvaje, libre, totalmente suyo. Un deseo. Se irguió sobre los pedales, instándolos, castigándolos.
Silver siguió cobrando velocidad. Ya empezaba a sentir la carretera. Empezaba a volar.
—¡Hai-oh, Silver! —gritó otra vez—. ¡Hai-oh, Silver! ¡ARREEE!
Richie seguía escuchando el veloz golpeteo de los mocasines en el pavimento. Cuando se volvió a mirar, la zarpa del hombre-lobo lo golpeó por encima de los ojos con una fuerza entumecedora. Por un momento, Richie pensó que se le había desprendido la tapa de los sesos. Las cosas parecieron súbitamente opacas, carentes de importancia. Los sonidos iban y venían. El mundo perdió color. Giró hacia atrás aferrándose desesperadamente a Bill. La sangre caliente le chorreó hasta el ojo derecho, ardorosa.
La zarpa voló otra vez golpeando el guardabarros trasero. Richie sintió que la bicicleta se balanceaba locamente, a punto de caer, pero volvió a enderezarse. Bill gritó: «¡Hai-oh, Silver, arree!», pero eso también sonó lejano, sólo un eco oído en el momento de apagarse.
Richie cerró los ojos, agarrado a Bill, y esperó que llegara el final.
14
Bill también había oído el ruido de los mocasines y comprendió que el payaso aún no renunciaba, pero no se atrevió a mirar. Se enteraría en el caso de que eso los atrapara y los arrojara al suelo. Eso era todo lo que necesitaba saber.
Vamos, muchacho —pensó—. ¡Dámelo todo, todo lo que tengas para dar! ¡Vamos, Silver, VAMOS!
Una vez más, Bill Denbrough se encontró corriendo como si se lo llevara el diablo. Sólo que ahora huía de un diablo vestido de sonriente payaso, cuya cara sudaba pintura blanca, cuya boca se curvaba en una roja mueca vampiresa, cuyos ojos eran brillantes monedas de plata. Un payaso que, por algún lunático motivo, llevaba una chaqueta de la secundaria de Derry sobre su traje plateado, con volantes y pompones naranja.
Vamos, Silver, vamos. ¿Qué te parece, Silver?
Neibolt Street pasaba como un borrón. Silver empezaba a zumbar. ¿Era sólo idea suya o esos mocasines habían quedado un poco atrás? Aún no se atrevió a girarse Richie lo estaba estrujando, lo estaba dejando sin aliento. Bill hubiera querido decirle que aflojara un poco, pero tampoco se atrevió a gastar fuerzas en eso.
Allá delante, como un bello sueño, estaba el STOP que indicaba la intersección de Neibolt con la carretera 2. Los coches pasaban en ambas direcciones por Witcham Street. En su exhausto terror, a Bill le pareció casi un milagro.
En ese momento, porque tendría que aplicar los frenos un segundo después (o hacer algo realmente ingenioso), se arriesgó a mirar por encima del hombro.
Lo que vio le hizo invertir los pedales de Silver con un brusco movimiento. Silver patinó, estampando goma con la rueda trasera, frenada, y la cabeza de Richie golpeó dolorosamente el hombro derecho de Bill.
La calle estaba completamente desierta.
Pero a veinticinco metros de distancia, más o menos, junto a la primera de las casas abandonadas que formaban una especie de cortejo fúnebre junto a las vías del tren, había un objeto pequeño de un naranja intenso. Estaba junto a una alcantarilla abierta en el bordillo.
—Ehhh…
Casi demasiado tarde, Bill se dio cuenta de que Richie se estaba cayendo. Tenía los ojos vueltos hacia arriba, en blanco, y la patilla remendada de sus gafas colgaba, torcida. De la frente le brotaba un lento manantial de sangre.
Bill lo sujetó por el brazo y los dos se deslizaron a la derecha. Al perder Silver el equilibrio, se estrellaron contra la calle en una maraña de brazos y piernas. Bill se despellejó la frente y gritó de dolor. Eso hizo que Richie parpadeara.
—Voy a mostrarle cómo llegar al tesoro, señor, pero ese tal Dobbs es muy peligroso —dijo, con ronco acento español.
Era su voz de Pancho Villa, pero su cualidad flotante, desconectada, asustó terriblemente a Bill. Vio que había varios pelos ásperos pegados a la herida de Richie; eran algo rizados, como el vello púbico de su padre. Eso le dio más miedo aún. Entonces propinó a Richie una buena bofetada.
—¡Yau! —chilló el chico. Sus ojos parpadearon y se abrieron por completo—. ¿Por qué me pegas, Gran Bill? Me vas a romper las gafas. Ya están bastante estropeadas, por si no te has dado cuenta.
—M-m-me p-p-pareció que t-t-te estabas mu-mu-muriendo o algo así —dijo Bill.
Richie se incorporó lentamente en la calle y se llevó una mano a la cabeza, gruñendo.
—¿Qué pas…?
Entonces lo recordó. Sus ojos se ensancharon de súbito espanto y se arrastró de rodillas, jadeando.
—N-n-no —dijo Bill—. S-s-se fue, R-R-Richie. Se fue.
Richie vio la calle desierta donde nada se movía y estalló en lágrimas. Bill lo miró por un momento. Luego lo rodeó con los brazos para estrecharlo. Richie se aferró a su cuello y lo estrechó a su vez. Quería decir algo ingenioso, algo así como que Bill debería haber probado la Bullseye contra el hombre-lobo, pero no le salió nada. Salvo sollozos.
—N-n-no, Richie —dijo Bill—. No llo-llo…
Entonces él también rompió a llorar. Así quedaron, abrazados y de rodillas en la calle, junto a la bicicleta tumbada, mientras las lágrimas formaban surcos limpios en sus mejillas, cubiertas de polvo de carbón.
IX. LA LIMPIEZA
1
En algún lugar del cielo del estado de Nueva York, en la tarde del 29 de mayo de 1985, Beverly Rogan empieza a reír otra vez. Sofoca la risa con ambas manos, temerosa de que alguien la crea loca, pero no puede contenerse.
En aquel entonces reíamos mucho —piensa. Es algo más, otra luz en la oscuridad—. Teníamos siempre miedo, pero no podíamos dejar de reír, tal como no puedo ahora.
El hombre sentado junto a ella es joven y guapo, de pelo largo. Le ha dirigido varias miradas apreciativas desde que el avión despegó de Milwaukee, a las dos y media (de eso hace casi dos horas y media, con una escala en Cleveland y otra en Filadelfia), pero ha respetado su evidente deseo de no conversar; después de algunos intentos de conversación, a los que ella respondió con cortesía, pero nada más, ha abierto su bolso para sacar una novela de Robert Ludlum.
Ahora la cierra, marcando la página con un dedo, y pregunta, algo preocupado:
—¿Se siente bien?
Ella asiente, tratando de ponerse seria, pero bufa una nueva carcajada. Él sonríe un poco, intrigado, interrogante.
—No es nada —dice ella, tratando de ponerse seria una vez más. Pero no sirve de nada; cuanto más lo intenta, más quiere su cara deshacerse en risas. Como en los viejos tiempos—. Es que, de buenas a primeras, me di cuenta de que no sabía en qué aerolínea estaba viajando. Sólo sé que tenía un pato grande en el lado…
Pero sólo el pensarlo es demasiado. Rompe en nuevos vendavales de alegres carcajadas. La gente la mira; hay algunos ceños fruncidos.