Bill todavía no lo manejaba muy bien (y sospechaba, para sus adentros, que jamás llegaría a conseguirlo), pero consideraba que la advertencia del folleto estaba justificada. El grueso elástico tenía mucho impulso y cuando se acertaba a una lata, le hacía un agujero tremendo.
—¿Te va mejor con ella, Gran Bill? —preguntó Richie.
—Un p-p-poco —dijo Bill.
Era cierto sólo en parte. Después de mucho estudiar las ilustraciones del folleto, que se llamaban figuras (figura 1, figura 2…) y de practicar en el parque de Derry hasta dejarse el brazo entumecido, había llegado a dar en el blanco de papel que también venía con el tirachinas más o menos tres veces de cada diez intentos. Y una vez había hecho centro. Casi.
Richie tiró del elástico, lo hizo sonar y devolvió el arma sin decir nada. Para sus adentros, le parecía muy dudoso que prestara tanto servicio como la pistola de Zack Denbrough cuando de matar monstruos se tratara.
—¿Sí? —dijo—. Así que trajiste tu tirachinas. Vaya, gran cosa. Eso no es nada. Mira lo que traje yo, Denbrough.
Y sacó, de su propia chaqueta, un paquete con la caricatura de un gordo que decía AtCHUUU, con las mejillas bien infladas.
Los dos se miraron por un largo instante. Por fin estallaron en carcajadas palmeándose mutuamente la espalda.
—E-e-estamos preparados para c-c-cualquier eventualidad —dijo Bill, por fin, enjuagándose los ojos con la manga.
—Tu abuela, Bill el Tartaja.
—Escucha. Va-va-vamos a dejar tu b-b-bicic-c-cleta ahí abajo, en Los Barrens. D-donde yo dejo a S-S-Silver cuando jugamos. T-tú vendrás en m-m-mi cesta, p-p-por si t-tenemos q-q-que salir hu-hu-huyendo.
Richie asintió. No le parecía adecuado discutir, pues su pequeña Raleigh (a veces se golpeaba las rodillas contra el manillar, cuando pedaleaba muy rápido) parecía un pigmeo junto a esa construcción patilarga y encorvada que era Silver. Sabía que Bill era más fuerte y Silver, más veloz.
Llegaron al pequeño puente, donde Bill le ayudó a colgar su bicicleta. Después se sentaron y, con el ruido ocasional del tráfico sobre sus cabezas, Bill abrió la cremallera de su chaqueta y sacó la pistola de su padre.
—T-t-ten mucho c-c-cuidado, ¿quieres? —dijo, entregándola a Richie, que acababa de silbar su franca aprobación—. Es-este tipo de p-p-pistolas n-no-no tiene se-seguro.
—¿Está cargada? —preguntó Richie, lleno de temor reverencial.
La pistola, una Walther-PPK que Zack Denbrough había recogido durante la ocupación, parecía increíblemente pesada.
—T-t-todavía no —dijo Bill, palmeándose el bolsillo—. Aq-quí t-t-tengo algunas b-b-balas. Pero dice mi p-p-padre que s-s-si el arma te nota d-d-descuidado, s-s-se carga sola. P-p-para poder d-d-disparar c-c-contra ti.
Su rostro esbozó una extraña sonrisa, expresando que, si bien no creía en semejante tontería, la creía a pies juntillas.
Richie comprendió. Había en el arma un algo de mortífero que él nunca había percibido en los revólveres de su padre (aunque la escopeta tenía algo, ¿verdad?, en su modo de inclinarse contra el interior del armario, en el garaje, casi como si dijera: Podría ser muy malvada si me lo propusiera, créeme). Pero esa pistola, esa Walther, parecía fabricada exclusivamente para matar gente. Y Richie comprendió, con un escalofrío, que para eso la habían fabricado. ¿Qué otra cosa se podía hacer con una pistola? ¿Encender un cigarrillo?
Giró la boca del arma hacia sí, poniendo cuidado en mantener las manos lejos del gatillo. Le bastó echar un vistazo a ese negro ojo sin párpados para comprender a la perfección la peculiar sonrisa de Bill. Recordó lo que le había dicho su padre: Si recuerdas que las armas descargadas no existen, nunca tendrás problemas con las armas de fuego, Richie. Y la devolvió a Bill, aliviado de desprenderse de ella.
Bill volvió a guardársela bajo la chaqueta. De pronto, la casa de Neibolt Street parecía menos atemorizante… pero la posibilidad de que hubiera derramamiento de sangre adquiría, en cambio, nuevas fuerzas.
Miró a Bill, tal vez con intención de disuadirlo, pero interpretó su expresión y se limitó a decir:
—¿Listo?
13
Como de costumbre, cuando Bill levantó el segundo pie del suelo, Richie tuvo la seguridad de que iban a estrellarse y se partirían la cabeza contra el implacable pavimento. La gran bicicleta se bamboleaba locamente de lado a lado. Los naipes sujetos a los radios dejaron de disparar tiros individuales para iniciar el fuego de ametralladora. Los bamboleos de borracho se hicieron más pronunciados. Richie cerró los ojos y esperó a que ocurriera lo inevitable.
Entonces Bill vociferó:
—¡Hai-oh, Silver, arreee!
La bicicleta tomó más velocidad y por fin cesó de marearlos con ese bamboleo. Richie aflojó las manos aferradas a la cintura de Bill y se sostuvo del cestillo montado sobre la rueda trasera. Bill cruzó Kansas Street en una línea diagonal, voló por las calles laterales a una velocidad cada vez mayor y se encaminó hacia Witcham Street como si corriera por estratos geológicos. Abandonaron Straphan Street y entraron en Witcham a una velocidad exorbitante. Bill inclinó a Silver hasta casi tumbarla, bramando otra vez:
—¡Hai-oh, Silver!
—¡Vamos, Gran Bill! —gritó Richie, tan asustado que estaba a punto de ensuciarse los vaqueros, pero riendo como loco—. ¡Échale el resto!
Bill respondió a esas palabras poniéndose de pie sobre los pedales, para imprimirles un ritmo lunático. Richie estudió su espalda, asombrosamente ancha, considerando que sólo iba para los doce años, y el movimiento de sus hombros bajo la chaqueta. De pronto, tuvo la seguridad de que eran invulnerables, de que vivirían por siempre jamás. Bueno, tal vez los dos no…, pero Bill sí, seguro. Bill no tenía idea de lo fuerte que era, tan seguro, tan perfecto.
Volaron por Witcham Street, entre casas cada vez más espaciadas, por intersecciones menos frecuentes.
—¡Hai-oh, Silver! —chilló Bill.
Y Richie aulló, con su voz de negro Jim, potente y aguda:
—¡Aio, Silver! ¡Eso é, amito, eso é! ¡Cómo core el amito, señó! ¡Aio, Silver, AREEEE!
Ya estaban cruzando terrenos verdes, planos y sin profundidad bajo el cielo gris. Richie distinguió, en la distancia, la vieja estación de ladrillos. A su derecha, los depósitos de hojalata marchaban en fila. Silver se sacudió sobre un par de vías del tren; luego cruzó otras.
Y allí estaba Neibolt Street, saliendo hacia la derecha. Bajo el cartel de su nombre, otro decía: A LA VÍA DEL TREN. Estaba oxidado y colgaba torcido. Más abajo había un tercer cartel, mucho más grande, de fondo amarillo con letras negras. Era casi un comentario a lo que eran las vías en sí. Decía: CALLEJÓN SIN SALIDA.
Bill viró hacia Neibolt, se acercó a la acera y bajó el pie.
—D-d-desde aquí ir-iremos c-c-caminando.
Richie se bajó de la cesta, con una mezcla de alivio y pena.
—Vale.
Caminaron por la acera, resquebrajada y llena de hierbas. Delante, en las vías, una locomotora diesel marchaba lentamente, dejaba apagar su ruido y volvía a empezar. Una o dos veces se oyó la música metálica de los acoples.
—¿Tienes miedo? —preguntó Richie a Bill.
Bill, que llevaba a Silver por el manillar, le dirigió una breve mirada.
—S-sí. ¿Y tú?
—Por supuesto.
Bill le contó que, la noche anterior, había interrogado a su padre sobre Neibolt Street. Al parecer, allí habían vivido muchos ferroviarios hasta el final de la Segunda Guerra Mundial: ingenieros, maquinistas, señaleros o peones. La calle había declinado junto con la estación. A medida que Bill y Richie avanzaban, las casas se iban separando cada vez más y se tornaban más sucias, más pobres. Las últimas tres o cuatro, a ambos lados, estaban vacías y cerradas con tablas, con los patios invadidos por la hierba. Un cartel de SE VENDE se balanceaba desoladamente en un porche. A ojos de Richie, ese letrero parecía tener mil años. La acera se interrumpió. Ahora caminaban por una senda apisonada, donde las hierbas crecían sin mucha convicción.
Bill se detuvo y señaló, diciendo con suavidad.
—A-a-ahí est-está.
El 29 de Neibolt Street había sido, en otros tiempos, una pulcra vivienda roja, al estilo de Cape Cod. Tal vez, pensó Richie, ahí había vivido un ingeniero, un soltero que no usaba pantalones sino vaqueros, y muchos guantes de cuero duro, y cuatro o cinco gorras acolchadas. Un tipo que iba a esa casa una o dos veces al mes, para pasar tres o cuatro días escuchando la radio mientras atendía el jardín. Un tipo que comía casi todo frito (y sin verduras, aunque las cultivaría para sus amigos) y que, en las noches ventosas, pensaba en la muchacha que quedó atrás.
Ahora, la pintura roja se había desteñido hasta un rosa debilucho que se estaba descascarillando en feos parches parecidos a llagas. Las ventanas eran ojos ciegos, cerrados por tablas. Casi todas las tejas habían desaparecido. La hierba crecía a ambos lados de la casa y el césped estaba cubierto de dientes de león, los primeros de la temporada. A la izquierda, una alta cerca de madera, cuyo blanco, tal vez níveo algún día, había tomado un gris opaco casi igual al del cielo cubierto, se inclinaba a un lado y otro, entre los arbustos, como si estuviera ebria. Por la mitad de esa cerca, Richie divisó un monstruoso bosquecillo de girasoles; los más altos parecían superar el metro y medio. Tenían un aspecto saciado, horripilante, que no le gustó. La brisa los sacudía, haciendo que cabecearan entre sí, como diciendo: Han llegado los chicos. Qué bien, ¿no? Más chicos. Para nosotros. Richie se estremeció.
Mientras Bill apoyaba cuidadosamente a Silver contra un olmo, Richie estudió la casa. Vio que una rueda asomaba entre el pasto denso, cerca del porche, y lo señaló para beneficio de su compañero. Bill asintió; era el triciclo caído que había mencionado Eddie.
Miraron calle arriba y calle abajo. El chug-chug de la locomotora subió, bajó y volvió a acentuarse. El ruido parecía pender como un hechizo con el cielo nublado. Neibolt estaba completamente desierta. Richie oía algún coche, de vez en cuando, por la carretera 2, pero no lo podía ver.
La locomotora se oyó más cerca y más lejos, más cerca y más lejos.
Los enormes girasoles cabeceaban con aire sabio. Chicos frescos. Que buenos niños. Para nosotros.
—¿L-l-listo? —preguntó Bill.
Richie dio un saltito.
—¿Sabes una cosa? Estaba pensando que los últimos libros que saqué de la biblioteca vencen hoy —dijo Richie—. Tendría que…
—C-c-corta el r-rollo, R-r-richie. ¿Est-estás listo o no?
—Creo que sí —dijo Richie, sabiendo que no estaba listo ni lo estaría nunca.
Cruzaron el césped lleno de hierbas hasta el porche.
—M-m-mira es-eso —apuntó Bill.
En el lado izquierdo, el enrejado del porche estaba inclinado hacia fuera, contra una maraña de arbustos. Los dos niños vieron clavos herrumbrados que se habían desprendido. Allí había viejos rosales; aunque las rosas florecían descuidadamente a ambos lados de la parte desprendida, las que estaban alrededor y enfrente de esa abertura tenían un aspecto esquelético y muerto.
Bill y Richie se miraron sombríamente. Todo lo que Eddie había dicho se estaba confirmando; siete semanas después, allí estaban las pruebas.
—En realidad no quieres ir ahí abajo, ¿verdad? —rogó Richie.
—N-n-no —dijo Bill—, p-p-pero voy a i-ir.
Y Richie, con el corazón encogido, vio que hablaba muy en serio. La luz gris había vuelto a sus ojos y relumbraba allí, sin pausa. En las líneas de su cara había una pétrea voluntad que lo hacía parecer mayor. Richie pensó: Creo que está decidido a matarlo, si lo encuentra aquí. Tal vez quiera matarlo y llevar la cabeza a su padre, para decirle: «Mira, esto es lo que mató a Georgie; ahora puedes volver a hablar conmigo por las noches, a contarme cómo te fue en el trabajo o a quién le tocó pagar el café esta mañana».
—Bill… —dijo.
Pero Bill ya no estaba allí. Iba caminando hacia el extremo derecho del porche, por donde Eddie debía de haberse escurrido. Richie tuvo que correr para seguirlo y estuvo a punto de caer sobre el triciclo enredado en el pastizal, al que la herrumbre convertía poco a poco en tierra.
Alcanzó a Bill en el momento en que éste se ponía en cuclillas para mirar bajo el porche. En ese extremo no había verja; alguien, algún vagabundo, la habría arrancado largo tiempo atrás, para refugiarse allí abajo, donde no llegara la nieve del invierno, la fría lluvia otoñal ni los chubascos de verano.