—Du-duele —se quejó Bill.
Tendió la mano a Richie, con la palma hacia abajo. Tenía tajos paralelos en el índice, el mayor y el anular. El pequeño apenas había tocado la superficie de la fotografía (si acaso tenía superficie) y no tenía corte alguno, pero Bill dijo a Richie, más tarde, que la uña había sido cortada limpiamente, como con tijeras de manicura.
—Maldita sea, Bill —dijo Richie. Tiritas; era lo único que se le ocurría. Por Dios, había tenido suerte; si él no hubiera tirado a Bill del brazo, esos dedos podrían haber sido amputados—. Tenemos que curar eso. Tu madre…
—N-n-no te p-preocupes p-por mi m-m-madre —interrumpió Bill.
Tomó otra vez el álbum salpicando el piso con sangre.
—¡No lo vuelvas a abrir! —exclamó Richie, tirándole frenéticamente del hombro—. ¡Por Dios, Billy, has estado a punto de perder los dedos!
Bill se lo sacudió. Mientras hojeaba el álbum, en su cara había una sombría decisión que asustó a Richie como nada en el mundo. Sus ojos parecían casi los de un loco. Sus dedos heridos marcaron el libro de George con sangre fresca; aún no parecía ketchup, pero lo parecería cuando hubiera tenido tiempo de secarse. Por supuesto.
Y allí estaba, otra vez, la escena del centro de Derry.
El Ford T estaba en medio de la intersección. Los otros coches, petrificados en sus primitivos lugares. El hombre que caminaba hacia la esquina sujetaba el ala de su sombrero; su sobretodo había vuelto a henchirse, en medio de un flameo.
Los dos niños habían desaparecido.
No había ningún niño en la fotografía. Pero…
—Mira —susurró Richie, señalando.
Tuvo cuidado de mantener la punta del dedo bien lejos de la foto. Sobre la pared de cemento, en el borde del canal, se veía un arco: la parte superior de algo redondo.
Algo así como un globo.
5
Salieron justo a tiempo de la habitación de George. La madre de Bill era una voz al pie de la escalera y una sombra en la pared.
—¿Habéis estado peleando, vosotros dos? —preguntó, ásperamente—. Oí un golpe.
—Un p-p-poquito, m-mamá. —Bill lanzó una mirada aguda a Richie. Decía: no abras la boca.
—Bueno, acabadla. Creí que el techo se me iba a caer en la cabeza.
—E-e-está b-bien.
Oyeron que ella volvía hacia la parte delantera de la casa. Bill se había envuelto la mano sangrante en un pañuelo; la tela se estaba poniendo roja y en cualquier momento empezaría a gotear. Fueron al baño, donde Bill puso la mano bajo el grifo hasta que dejó de sangrar. Una vez limpios, los cortes se veían finos, pero cruelmente profundos. Con sólo mirar esos labios blancos y la carne roja que contenían, a Richie se le revolvió el estómago. Los envolvió con tiritas tan rápido como pudo.
—C-cómo du-duele —dijo Bill.
—Bueno, ¿por qué tenías que meter la mano ahí, pedazo de idiota?
Bill miró con solemnidad sus anillos de apósitos; después levantó la mirada hacia Richie.
—E-era el p-p-payaso —dijo—. Era el p-p-payaso, hac-hac-haciéndose p-p-pasar por G-g-george.
—Eso —confirmó Richie—. Y también era el payaso haciéndose pasar por la momia cuando lo vio Ben. Y el payaso haciéndose pasar por vagabundo cuando lo vio Eddie.
—El le-le-leproso.
—Eso.
—Pero ¿e-e-es re-re-realmente un p-p-payaso?
—Es un monstruo —declaró Richie, secamente—. Algún tipo de monstruo. Algún tipo de monstruo que tenemos aquí mismo, en Derry. Y está matando a los chicos.
6
Un sábado, no mucho después del incidente del dique en Los Barrens, el señor Nell y la foto que se movía, Richie, Ben y Beverly Marsh se encontraron, cara a cara, no con un monstruo, sino con dos… y pagaron para verlos. Al menos, pagó Richie. Esos monstruos asustaban, pero no eran peligrosos de verdad. Acechaban a sus víctimas desde la pantalla del Teatro Aladdin, mientras Richie, Ben y Bev miraban desde la galería.
Uno de los monstruos era un hombre lobo representado por Michael Landon. Y estaba estupendo, porque hasta cuando era lobo tenía un corte de pelo a lo cola de pato. El otro era un corredor de coches muerto, estrellado, representado por Garry Conway. Era resucitado por un descendiente de Víctor Frankenstein, quien arrojaba las partes que no le hacían falta a unos cocodrilos que tenía en el sótano. El programa incluía también un noticiero de MovieTone que mostraba la última moda de París y las últimas explosiones de cohetes Vanguard en Cabo Cañaveral, dos dibujos animados de Warner Brothers, uno de Popeye y otro de Pingüi (por algún motivo, el gorro que usaba Pingüi siempre hacía que Richie reventara de risa), y los AVANCES DE PRÓXIMOS ESTRENOS. Los próximos estrenos incluían dos películas que Richie puso inmediatamente en su lista de cosas a ver: Me casé con un monstruo del espacio exterior y The Blob.
Durante la función, Ben estuvo muy callado. El viejo Parva había estado a punto de ser descubierto por Henry, Belch y Victor, algo antes, y Richie supuso que eso lo tenía preocupado. Pero Ben ni siquiera se acordaba de esos malvados (estaban sentados abajo, cerca de la pantalla, arrojándose envolturas de palomitas y silbando). El motivo de su silencio era Beverly. Su proximidad lo abrumaba a tal punto que estaba casi enfermo. El cuerpo le estallaba en carne de gallina y un momento después, con sólo sentir que ella se movía en la butaca, se le encendía la piel como con una fiebre tropical. Cuando la mano de Beverly rozaba la suya, al tomar palomitas de maíz, él temblaba de exaltación. Más tarde pensaría que esas tres horas en la oscuridad, junto a Beverly, habían sido las más largas y las más cortas de su vida.
Richie, sin saber que Ben estaba en las afiladas garras del primer amor, se sentía de maravilla. Para él había muy pocas cosas mejores que un par de películas de terror en un cine lleno de chicos que chillaban y gritaban en las partes sanguinarias. Por cierto, no relacionó ninguno de los sucesos de esas dos películas baratas con lo que estaba pasando en la ciudad… al menos, no por el momento.
El viernes por la mañana había visto el anuncio de Doble Terror en Sábado Matiné publicado en el News y casi de inmediato olvidó lo mal que había dormido la noche anterior… hasta que había tenido que levantarse a encender la luz del armario, cosa de chiquillos, sin duda, pero hasta entonces no había podido pegar un ojo. Sin embargo, a la mañana siguiente las cosas parecían otra vez normales… o casi. Empezaba a pensar que tal vez él y Bill habían compartido la misma alucinación. Claro que los cortes en los dedos de Bill no eran alucinaciones; o tal vez se los había hecho con las hojas del álbum. Era papel grueso. Podía ser. Tal vez. Además, ¿quién lo obligaba a pasarse los diez años siguientes pensando en eso? Nadie.
Por lo tanto, tras una experiencia que habría puesto a cualquier adulto a la búsqueda del psiquiatra más cercano, Richie Tozier se levantó, desayunó abundantemente con tortitas, vio el anuncio de las dos películas de terror en la página de Espectáculos, revisó sus fondos, descubrió que estaban un poco escasos (tal vez «inexistentes» sería la palabra más adecuada) y empezó a fastidiar a su padre pidiéndole tareas para hacer.
El padre, que había bajado a la mesa con la bata de dentista ya puesta, dejó el suplemento de deportes y se sirvió la segunda taza de café. Era un hombre de aspecto agradable y cara bastante flaca. Llevaba gafas con montura de acero, estaba quedándose calvo por atrás y moriría de cáncer de laringe en 1973. Miró el aviso que Richie señalaba.
—Películas de terror —dijo Wentworth Tozier.
—Sí —confirmó Richie, muy sonriente.
—Y tienes la sensación de que no puedes perdértelas.
—¡Sí!
—Probablemente morirías en convulsiones de desilusión si no vieras esas dos basuras.
—¡Sí, sí, en efecto! ¡Estoy seguro! ¡Graaag!
Richie cayó de la silla al suelo apretándose el cuello con la lengua afuera.
Era su modo (peculiar, admitido) de poner en marcha su encanto.
—Oh, Dios, Richie, ¿por qué no dejas de hacer eso? —pidió la madre desde el fogón donde estaba friéndole un par de huevos para completar las tortitas.
—Vaya, Richie —dijo el padre, mientras el chico volvía a su silla—, supongo que el lunes pasado me olvidé de darte tu asignación. No se me ocurre otro motivo para que hoy, viernes, necesites más dinero.
—Bueno…
—¿Desapareció?
—Bueno…
—Ese es un tema sumamente profundo para un niño de mente tan superficial —observó Wentworth Tozier. Apoyó el codo en la mesa y el mentón en la palma de la mano mirando a su único hijo, según parecía, con intensa fascinación—. ¿Adónde habrá ido a parar?
Richie adoptó inmediatamente la Voz de Toodles, el mayordomo inglés.
—Vaya, la gasté, qué te parece, jefe. Pip-pip-cherió y todas esas tonterías que dicen las canciones. Fue mi contribución al esfuerzo de guerra. Todos debemos combatir a los sanguinarios hunos, cada uno a su modo, ¿no? Qué cosa terrible, ¿eh-wot? Qué cosa espantosa, ¿wot-wot? Qué cosa…
—Que cosa de mierda —dijo Went, amistosamente, mientras cogía la mermelada de frambuesa.
—Nada de vulgaridades a la hora del desayuno, por favor —dijo Maggie Tozier a su esposo, mientras traía los huevos de Richie a la mesa. Y a Richie—: No me explico por qué quieres llenarte la cabeza con esas porquerías.
—Oh, mamá —dijo Richie.
Por fuera suplicaba; por dentro, se sentía jubiloso. Conocía a sus padres como la palma de sus manos (queridas y usadas manos) y estaba seguro de conseguir lo que buscaba: trabajo que hacer y permiso para ir a la matinée del sábado.
Went se inclinó hacia Richie, con una amplia sonrisa.
—Creo que te tengo exactamente donde quería —dijo.
—¿De veras, papi? —Richie también sonrió… algo intranquilo.
—Oh, sí. ¿Conoces nuestro césped, Richie? ¿Te has fijado en nuestro césped?
—Por cierto que sí, jefe —respondió Richie, tratando otra vez de convertirse en Toodles—. Un poco desastrado, ¿eh-wot?
—Wot-wot —concordó el padre—. Y tú, Richie, te encargarás de remediar ese estado.
—¿Yo?
—Tú. Lo cortarás, Richie.
—Sí, papá, por supuesto —dijo Richie.
Pero una sospecha terrible acababa de florecer en su mente. Tal vez su padre no se refería sólo al césped del frente.
La sonrisa de Wentworth Tozier se ensanchó hasta convertirse en la mueca sanguinaria de un tiburón.
—Todo, oh estúpida criatura de mis ingles. El del frente, el de atrás y el de los lados. Cuando termines, te cruzará la palma con dos piezas de papel verde, con el retrato de Washington a un lado.
—No entiendo, papá —dijo Richie, pero temía entender.
—Dos dólares.
—¿Dos dólares por todo el césped? —exclamó Richie, auténticamente ofendido—. ¡Pero si es el más grande de la manzana! ¡Caramba, papá!
Went suspiró y volvió a tomar el periódico. Richie leyó el titular de la primera plana: «NUEVOS TEMORES POR LA DESAPARICIÓN DE UN NIÑO». Pensó por un instante en el extraño álbum de George Denbrough, pero eso había sido una alucinación, seguramente… y de cualquier modo, eso había sido ayer y hoy era hoy.
—Supongo que no tienes tantas ganas de ver esas películas, después de todo —dijo Went, desde atrás del periódico.
Un momento después, sus ojos aparecieron por arriba, estudiando a Richie. Estudiándolo con un aire bastante presumido, a decir verdad. Estudiándolo como el jugador que tiene cuatro cartas de un mismo palo estudia a su adversario por encima del abanico de cartas.
—Cuando se lo encargas a los mellizos Clark, le das dos dólares a cada uno.
—Eso es cierto —admitió Went—. Pero ellos no quieren ir mañana al cine, que yo sepa. De lo contrario, han de tener fondos suficientes, porque últimamente no han aparecido para verificar el estado del verdor que rodea nuestro domicilio. Tú, por el contrario, deseas ir y careces de los fondos necesarios. Esa presión que sientes en la cintura puede deberse a los cinco panqueques y a los dos huevos de tu desayuno, Richie, o a que te tengo agarrado. ¿Wot-wot?
Los ojos de Went volvieron a perderse tras el periódico.
—Me está extorsionando —dijo Richie a su madre, que sólo tomaba una tostada. Estaba tratando otra vez de perder unos kilos—. Esto es extorsión, espero que te des cuenta.
—Sí, querido, me doy cuenta —dijo su madre—. Tienes huevo en el mentón.
Richie se limpió el huevo del mentón.
—¿Tres dólares si tengo todo listo cuando vuelvas a casa, esta noche? —preguntó al periódico.
Los ojos de su padre volvieron a aparecer brevemente.
—Dos con cincuenta.
—Oh, vaya —suspiró Richie—. Eres peor que Rico MacPato.[18]