It (Eso) – Stephen King

En el suelo, al otro lado de la cama, había un tocadiscos con un montón de ropa amontonada sobre la tapa. Bill dejó la ropa en los cajones del escritorio y sacó los discos. Los repasó hasta elegir seis que colocó en el eje del plato. En cuanto encendió el aparato, los Fleetwoods comenzaron a cantar Come Softly Darling.

Richie se apretó la nariz. Bill sonrió, aunque el corazón le daba tumbos.

—A e-e-ellos n-no les g-g-gusta el r-r-rock. Es-éste me lo reg-regalaron p-p-para mi c-c-cumpleaños. Y dos de P-Pat B-Boone y T-T-Tommy Sands. Guardo l-los de Lit-Little Ri-Richard y Scream Jay Hawkins p-p-para c-cuando ellos n-no est-están. P-pero si ella oye mú-música creerá que est-tamos e-en mi hab-bi-tación. V-va-vamos.

La habitación de George estaba al otro lado del pasillo con la puerta cerrada. Richie la miró, humedeciéndose los labios.

—¿No la tienen bajo llave? —susurró a Bill.

De pronto sintió deseos de que estuviera cerrada con llave. Le costaba creer que esa idea había sido suya.

Bill, pálido, sacudió la cabeza e hizo girar el pomo. Entró y miró a Richie. Al cabo de un momento, Richie lo siguió. Bill cerró la puerta tras ellos apagando el sonido de los Fleetwoods. Richie dio un pequeño salto ante el suave chasquido de la cerradura.

Miró alrededor, temeroso pero lleno de intensa curiosidad al mismo tiempo. Lo primero que notó fue el olor a hongos secos en el aire. Hace rato que aquí nadie abre una ventana —pensó—. Caramba, aquí ni siquiera se respira. Ésa es la sensación que da. Se estremeció levemente ante la idea y volvió a humedecerse los labios.

Sus ojos se detuvieron en la cama de George y pensó que el niño dormía ahora bajo un edredón de tierra en el cementerio. Pudriéndose. No tenía las manos cruzadas porque se necesitan dos manos para cruzar sobre el pecho y a Georgie lo habían enterrado con una sola.

De su garganta escapó un ruidito. Bill lo miró con aire inquisitivo.

—Tienes razón —dijo Richie, con voz ronca—. Esto da miedo. No me explico cómo soportas entrar solo.

—Él e-e-era m-mi her-hermano —dijo Bill, simplemente—. A veces m-m-me v-vienen g-g-ganas.

En las paredes había pósters para niños. En uno estaban los sobrinos del Pato Donald marchando hacia la espesura con el uniforme de los boy scouts. Otro, coloreado por el mismo George, mostraba a Mr. Do deteniendo el tráfico para que un grupo de niños cruzara la calle hacia la escuela. Abajo decía: Mr. Do dice ¡ESPERA LA SEÑAL DEL GUARDIA!

El niño no se preocupaba mucho por escribir recto —pensó Richie y enseguida se estremeció. El niño tampoco podría mejorar jamás su caligrafía. Richie miró la mesa que había junto a la ventana. La señora Denbrough había puesto allí todos los boletines de notas de George, entreabiertos. Al mirarlos, sabiendo que no habría ningún otro, sabiendo que George había muerto antes de aprender a no pasarse del borde al colorear, sabiendo que su vida había terminado eterna e irrevocablemente con esos pocos boletines de parvulario y primer grado, la ruda verdad de la muerte abrumó a Richie por primera vez. Era como si una gran caja de hierro cayera en su cerebro hundiéndose allí—. ¡Yo también puedo morir! —gritó su mente, de pronto, con traicionado horror—. ¡Cualquiera puede morir! ¡Cualquiera puede morir!

—Oh, Dios, Dios —balbuceó, con voz estremecida, y no pudo agregar nada más.

—Sí —dijo Bill, casi en un susurro. Se sentó en la cama de George—. Mira.

Richie siguió el dedo con que Bill señalaba y vio el álbum de fotografías cerrado en el suelo. MIS FOTOGRAFÍAS —leyó Richie—. GEORGE DENBROUGH, EDAD 6 AÑOS.

¡Seis años! —Chilló su mente, con el mismo tono de estridente traición—. ¡Seis años para siempre! ¡A cualquiera podría pasarle! ¡A cualquiera, joder!

—Est-estaba ab-ab-abierto —apuntó Bill—. Antes.

—Se cerró —dijo Richie, intranquilo, sentándose en el borde de la cama, junto a Bill, para mirar el álbum—. Muchos libros se cierran solos.

—Las hoj-hoj-hojas, sí, p-p-pero la t-tapa nu-nunca. Y s-s-se cerró. —Bill miró a Richie con solemnidad, muy oscuros los ojos en su cara pálida y cansada—. P-p-pero qu-quiere que t-t-tú lo ab-ab-abras de n-n-nuevo. Creo.

Richie se levantó para acercarse lentamente al álbum. Estaba al pie de una ventana enmarcada por cortinas claras. Al mirar hacia fuera, vio el manzano de los Denbrough, en el patio, un columpio se balanceaba lentamente de una rama negra y retorcida.

Miró otra vez el libro de George.

Una mancha seca, parda, coloreaba el espesor de las hojas en el medio del libro. Parecía salsa de tomate reseca. Seguro: era muy fácil que George hubiera estado comiendo una hamburguesa mientras miraba su álbum; un mordisco y un poco de ketchup salpica el libro. Los peques siempre hacían torpezas como ésa. Podía ser ketchup. Pero Richie sabía que no lo era.

Tocó el álbum por un instante y enseguida apartó la mano. Estaba muy frío. Allí donde estaba, el fuerte sol de verano, apenas filtrado por esas livianas cortinas, debía de haber estado cayendo encima todo el día. Pero estaba frío.

Mejor lo dejo —pensó Richie—. De cualquier modo, no quiero mirar este álbum estúpido, lleno de gente que no conozco. Mejor le digo a Bill que cambie de opinión. Iremos a su habitación a leer revistas. Después me iré a casa a cenar y me acostaré temprano porque estoy cansado. Y mañana, cuando despierte, estaré seguro de que esto es sólo ketchup. Sí, señor.

Abrió el álbum con manos que parecían estar a mil kilómetros de él al final de largos brazos de plástico y vio caras y casas en el álbum de George, las tías, los tíos, los bebés, las plazas, los viejos Ford y Studebaker, las líneas telefónicas, los buzones, las verjas, baches llenos de agua lodosa, un tiovivo en la feria de Esty, la torre-depósito, las ruinas de la Fundición Kitchener…

Sus dedos pasaron las páginas cada vez más deprisa, hasta que de pronto las páginas aparecieron en blanco. Volvió atrás, no quería hacerlo, pero no pudo impedirlo. Allí había una foto del centro de Derry: las calles Main y Canal, tomada alrededor de 1930; más allá, nada.

—Aquí no hay ninguna foto escolar de George —dijo Richie, mirando a Bill con una mezcla de alivio y exasperación—. ¿Qué clase de trola quisiste hacerme tragar, Gran Bill?

—¿Q-q-qué?

—La última foto del álbum es ésta del centro. El resto de las páginas está en blanco.

Bill se levantó de la cama para reunirse con él. Contempló la foto de Derry tal como había sido casi treinta años antes, con sus coches y sus camiones anticuados, sus anticuadas farolas formadas por racimos de globos que parecían grandes uvas blancas y los peatones que caminaban junto al canal, captados en medio de un paso por el chasquido del obturador. Volvió la página y, tal como Richie acababa de decir, no había nada más.

No, un momento: nada no. Allí había un único esquinero, de los que se usan para montar fotografías en un álbum.

—Estaba aquí —dijo Bill, golpeando el esquinero con un dedo—. Mira.

—¡Cuernos! ¿Qué le habrá pasado?

—N-n-no s-s-sé.

Bill había cogido el álbum de manos de Richie y lo tenía ya en su regazo. Volvió las páginas buscando la foto de George. Renunció al cabo de un minuto, pero las páginas no: se volvieron solas girando lentamente, pero sin pausa, con grandes susurros decididos. Bill y Richie se miraron con los ojos dilatados y volvieron a fijar la vista en el libro.

Llegó otra vez a la última fotografía y las páginas dejaron de pasar. Allí estaba el centro de Derry en color sepia: la ciudad, tal como había sido mucho antes de que Bill y Richie nacieran.

—¡Eh! —exclamó Richie, súbitamente, quitando el álbum a Bill. En su voz ya no había miedo; de pronto, su cara estaba llena de extrañeza—. ¡Joder!

—¿Q-q-qué? ¿Qué p-p-pasa?

¡Nosotros! ¡Aquí estamos nosotros, Dios sagrado, mira!

Bill tomó una parte del libro. Inclinados sobre el álbum, compartiéndolo, ambos parecían niños ensayando en un coro. Bill aspiró profundamente y Richie comprendió que él también había visto.

Atrapados bajo la lustrosa superficie de esa vieja fotografía en blanco y negro, dos niños caminaban por Main hacia la intersección con Center, punto donde el canal se hacía subterráneo a lo largo de dos kilómetros. Los dos se destacaban claramente contra el bajo muro de cemento que bordeaba el canal. Uno llevaba zapatillas. El otro estaba vestido con una especie de traje marinero y una gorra de tweed. Estaban en escorzo en relación con la cámara, como si miraran algo al otro lado de la calle. El niño de las zapatillas era Richie Tozier, sin lugar a dudas. Y el de la gorra de tweed, Bill el Tartaja.

Se miraron a sí mismos, hipnotizados, en una fotografía que los triplicaba en edad o poco menos. Richie sintió súbitamente que el interior de la boca se le ponía seco como polvo, liso como vidrio. Pocos pasos más adelante de los niños, en la foto, un hombre sujetaba el ala de su sombrero, con el sobretodo congelado eternamente en un flameo, arrebatado por una ráfaga que llegaba de atrás. En la calle había un Ford T, un Pierce-Arrow y un Chevrolet con estribos.

—N-n-no p-p-puedo cre-creer… —comenzó Bill.

Y fue entonces cuando la foto comenzó a moverse.

El Ford T que habría debido permanecer eternamente inmóvil en medio del cruce de calles (al menos, hasta que los productos químicos de la vieja foto acabaran de disolverse) pasó a través de ella exhalando una niebla de vapores por el escape y siguió rumbo a Up-Mile Hill. Una mano pequeña y blanca asomó por la ventanilla del conductor para indicar giro a la izquierda. Giró en Court Street y pasó más allá del blanco borde de la foto perdiéndose de vista.

El Pierce-Arrow, los Chevrolet, los Packard, todos comenzaron a circular. Después de veintiocho años, los faldones de aquel sobretodo concluyeron, por fin, su flameo y el hombre se ajustó el sombrero en la cabeza para seguir caminando.

Los dos chicos completaron el giro quedando de frente. Un momento después, Richie vio que ambos habían estado mirando a un perro callejero que venía trotando por Center. El niño del traje de marinero, Bill, se llevó dos dedos a las comisuras de la boca y silbó. Richie aturdido hasta la incapacidad de moverse o de pensar, notó que oía el silbido, así como oía los motores irregulares de los automóviles. Eran ruidos leves, como si los oyera a través de un vidrio grueso, pero allí estaban.

El perro echó un vistazo a los dos niños y siguió corriendo. Los chicos se miraron, riendo como tontos. Iban a seguir caminando, pero el Richie de zapatillas tomó a Bill del brazo y señaló el canal. Entonces giraron en esa dirección.

No —pensó Richie—, no, no hagáis eso…

Se acercaron al muro de cemento y súbitamente el payaso asomó sobre el borde como de una horrible caja de sorpresas, un payaso con la cara de Georgie Denbrough, el pelo aplastado hacia atrás, la boca convertida en una odiosa sonrisa de pintura grasosa, sangrante, agujeros negros en los ojos. Una mano llevaba tres globos en un cordel. La otra se alargó hacia el niño del traje de marinero y lo tomó del cuello.

—¡N-n-no! —gritó Bill, estirando la mano hacia la foto.

Hacia el interior de la foto.

—¡No, Bill! —gritó Richie y lo sujetó.

Llegó casi demasiado tarde. Vio que la punta de los dedos de Bill atravesaban la superficie de la foto para entrar en ese otro mundo. Vio que la punta de aquellos dedos perdían el rosa cálido de la carne viva para tomar el color de crema momificada que pasa por blanco en las fotos viejas. Al mismo tiempo, se volvieron pequeñas y desconectadas. Era como esa peculiar ilusión óptica que vemos al hundir la mano en un cuenco de vidrio lleno de agua: la mano hundida parece estar flotando, descarnada, a varios centímetros del brazo que aún tenemos fuera del agua.

Una serie de cortes en diagonal tajeaban los dedos de Bill allí donde dejaban de ser sus dedos para convertirse en dedos de foto; era como si hubiera metido la mano entre las paletas de un ventilador y no en una fotografía.

Richie lo tomó del brazo y le dio un tremendo tirón. Ambos cayeron hacia atrás. El álbum de George golpeó contra el suelo y se cerró con un sonido seco. Bill se metió los dedos en la boca, con lágrimas de dolor en los ojos. Richie vio que hilos de sangre le corrían por la palma hasta la muñeca, en arroyos finos.

—Déjame ver —dijo.

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