Boutillier y Rademacher intercambiaron una mirada. Boutillier levantó un solo dedo y se dio unos golpecitos en la mejilla. Aunque aquel tonto de las botas con flecos no lo sabía, estaba hablando de asesinato en primer grado.
—Y yo que no, que tengo que ir a casa, y Webby que si me da miedo pasar por el bar de los maricas. Entonces le digo: «¡No, qué coño!». Y Steve, que todavía está con esa píldora, dice: «¡Vamos a hacer puré de marica, vamos a hacer puré de marica, vamos a…!».
11
Las cosas se combinaron de manera tal que todo salió mal para todo el mundo. Adrian Mellon y Don Hagarty salieron del «Falcon» después de tomar un par de cervezas, pasaron junto a la terminal de autobuses y se cogieron de la mano. Ninguno de los dos reparó en lo que hacía; era, simplemente, una costumbre. Por entonces eran las diez y media. Llegaron a la esquina y giraron a la izquierda.
El Puente de los Besos distaba setecientos u ochocientos metros de allí, río arriba; ellos pensaban cruzar por el puente de Main Street, mucho menos pintoresco. El Kenduskeag estaba bajo, como todos los veranos; no había más de un metro veinte de agua deslizándose, inquieta, por entre las columnas de cemento.
Cuando el «Duster» se les adelantó (Steve Dubay los había visto salir del «Falcon»), estaban en el borde del vado.
—¡Crúzate, crúzate! —aulló Webby Garton. Los dos hombres acababan de pasar bajo una lámpara y él vio que iban de la mano. Eso lo enfureció… pero no tanto como ese sombrero. La gran flor de papel se meneaba locamente a un lado y a otro—. ¡Crúzate, maldición!
Y Steve obedeció.
Chris Unwin negaría su participación activa en lo que siguió, pero Don Hagarty contaba otra cosa. Según dijo, Garton había bajado del automóvil casi antes de que éste se detuviera; los otros dos lo siguieron de inmediato. Esa noche, Adrian no trató de mostrarse descarado ni falsamente coqueto; se daba cuenta de que estaban metidos en un lío.
—Dame ese sombrero —dijo Garton—. ¿No me has oído, marica?
—Si te lo doy, ¿nos dejarás en paz? —Adrian jadeaba de miedo. Casi llorando, paseaba la mirada entre Unwin, Dubay y Garton, aterrorizado.
—¡Tú dame esa mierda!
Adrian se lo entregó. Garton sacó una navaja del bolsillo y lo cortó en dos. Después de frotarse los trozos contra el fondillo de los vaqueros, los dejó caer a sus pies y los pisoteó.
Don Hagarty retrocedió un poco, mientras los muchachos dividían su atención entre Adrian y el sombrero; dijo que estaba tratando de divisar un policía.
—Ahora, ¿nos dejas en…? —comenzó Adrian.
Fue entonces cuando Garton lo golpeó en la cara arrojándolo contra la barandilla del puente, que le llegaba a la cintura. Adrian gritó, llevándose las manos a la boca. Por entre los dedos asomó la sangre, chorreante.
—¡Adri! —gritó Hagarty, y se adelantó otra vez a la carrera.
Dubay le puso una zancadilla. Garton le asestó una patada en el estómago, arrojándolo a la carretera. Pasó un automóvil. Hagarty se incorporó sobre las rodillas y lo llamó con un grito, pidiendo ayuda. No aminoró la marcha. Según dijo a Gardener y Reeves, el conductor ni siquiera giró la cabeza.
—¡Cállate, marica! —dijo Dubay y le dio otra patada en la cara.
Hagarty cayó de lado contra la alcantarilla, semiinconsciente. Pocos instantes después, oyó una voz, la de Chris Unwin; le decía que se fuera si no quería recibir lo mismo que su amigo. En su propia declaración, Unwin confirmó haber hecho esa advertencia.
Hagarty oyó golpes sordos y gritos de su amante. Adrian parecía un conejo cogido en una trampa, dijo a la policía. Él se arrastró hacia la esquina, hacia las luces de la terminal de autobuses. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió a mirar.
Adrian Mellon, que medía poco más de metro sesenta y podía pesar sesenta kilos con abrigo pesado, pasaba de Garton a Dubay y de Dubay a Unwin, en una especie de juego a tres bandas. Su cuerpo flojo parecía un muñeco de trapo. Lo estaban moliendo a puñetazos, desgarrándole las ropas. Mientras él miraba, dijo, Garton le golpeó en la entrepierna. Adrian tenía el pelo sobre la cara. De la boca le brotaba sangre, empapándole la camisa. Webby Garton llevaba dos gruesos anillos en la mano derecha: uno era de la secundaria de Derry; en el otro, que había hecho en la clase de taller, sobresalían las letras D. B. Eran las iniciales de Dead Bugs, un conjunto de heavy-metal que él admiraba mucho. Los anillos habían partido el labio superior de Adrian destrozándole tres dientes a la altura de la encía.
—¡Socorro! —chilló Hagarty—. ¡Socorro, socorro! ¡Lo están matando!
Los edificios de Main Street permanecían oscuros y secretos. Nadie acudió a ayudarlo, ni siquiera de la única isla de luz blanca que señalaba la terminal de autobuses. Hagarty no pudo entenderlo: allí había gente. Él la había visto al pasar con Adri. ¿Era posible que nadie acudiese en su ayuda? ¿Nadie en absoluto?
—¡SOCORRO, SOCORRO! ¡LO ESTÁN MATANDO, SOCORRO, POR EL AMOR DE DIOS!
—Socorro —susurró una voz muy baja, a la izquierda de Don Hagarty… y luego se oyó una risita.
—¡Al agua! —chillaba Garton en ese momento, muerto de risa. Los tres habían estado riendo mientras castigaban a Adrian—. ¡Al agua con este marrano! ¡Por la borda!
—¡Al agua, al agua, al agua! —cantó Dubay, riendo.
—Socorro —volvió a decir la vocecita.
Y aunque sonaba grave, se repitió aquella risita aguda. Era como la voz de un niño que no puede contenerse.
Hagarty bajó la vista y vio al payaso. Fue en ese punto cuando Gardener y Reeves comenzaron a restar crédito a cuanto Hagarty decía, pues el resto fue un delirio de lunático. Más tarde, sin embargo, Harold Gardener se encontró vacilando. Al descubrir que el muchacho Unwin también había visto a un payaso (al menos, eso decía), tuvo sus dudas. Su compañero no las tuvo; al menos, jamás las reconoció.
El payaso, dijo Hagarty, parecía una mezcla de Ronald McDonald y Bozo, aquel viejo payaso de la tele; al menos, eso pensó en un principio. Eran los mechones de pelo color naranja los que le llevaban a esa comparación. Pero más tarde, al pensarlo mejor, se dijo que el payaso no se parecía a ninguno de aquellos dos. La sonrisa pintada sobre el maquillaje blanco no era color naranja sino rojo, y sus ojos despedían un extraño brillo plateado. Lentes de contacto, quizá… Pero una parte de él había pensado entonces, y seguía pensando, que tal vez aquellos ojos tenían, en verdad, el color de la plata. Llevaba un traje abolsado, con grandes botones color naranja. En las manos llevaba guantes de caricatura.
—Si necesitas ayuda, Don —dijo el payaso—, puedes servirte un globo.
Y le ofreció el manojo que tenía en una mano.
—Flotan —dijo—. Aquí abajo todos flotamos. Muy pronto, tu amigo también flotará.
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—Conque ese payaso lo llamó por su nombre —dijo Jeff Reeves, con voz totalmente inexpresiva.
Miró a Harold Gardener, por encima de la cabeza inclinada de Hagarty, y guiñó un ojo.
—Sí —confirmó Hagarty, sin levantar la vista—. Adelante, piensen lo que quieran.
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—Entonces lo arrojaste —dijo Boutillier—. Al agua.
—¡Yo no! —replicó Unwin, levantando la vista. Se apartó el pelo de los ojos con una mano y los miró fijamente con ansiedad—. Cuando vi que lo decían en serio, traté de apartar a Steve a tirones. Temí que el marica se hiciese daño. Hasta el agua hay como tres metros…
Había seis metros noventa. Uno de los hombres de Rademacher ya había tomado la medida.
—Pero él estaba como loco. Los dos seguían gritando: «¡Al agua, al agua!». Y lo levantaron. Webby lo sostenía por los brazos y Steve por el culo, y… y…
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Cuando Hagarty vio lo que intentaban hacer corrió hacia ellos, gritando a todo pulmón:
—¡No, no, no!
Chris Unwin lo empujó hacia atrás. Hagarty cayó hecho un bulto, rechinando los dientes.
—¿Quieres ir al agua tú también? —susurró—. ¡Mejor sal corriendo, nene!
Arrojaron a Adrian Mellon por el puente, al agua. Hagarty oyó el chapuzón.
—¡Larguémonos! —exclamó Steve Dubay.
Él y Webby ya retrocedían hacia el automóvil. Chris Unwin se acercó a la barandilla para mirar. Vio primero a Hagarty que bajaba resbalando, a manotazos, por el terraplén lleno de hierbas y sembrado de basura, hacia el agua. Luego vio al payaso. El payaso estaba sacando a Adrian por el otro lado, con un brazo; en la otra mano sostenía los globos. Adrian gemía, empapado, sofocado. El payaso volvió la cabeza hacia Chris con una amplia sonrisa. Chris le vio los ojos plateados, brillantes, y los dientes descubiertos. Dientes grandes, dijo.
—Como los del león del circo —dijo—. Es decir, así de grandes.
Entonces, dijo, vio que el payaso tiraba de uno de los brazos de Adrian Mellon, hasta pasárselo por encima de los hombros.
—¿Y entonces, Chris? —dijo Boutillier.
Esa parte lo aburría. Los cuentos de hadas lo aburrían desde los ocho años.
—No sé —dijo Chris—. Porque en ese momento Steve me agarró y me empujó hacia el coche. Pero… creo que le mordió el sobaco. —Volvió a levantar la vista, ya inseguro—. Creo que eso fue lo que hizo. Morderle el sobaco.
»Como si quisiera comérselo, hombre. Como si quisiera comerle el corazón.
15
No ocurrió así, dijo Hagarty, cuando le dieron a leer la declaración de Chris Unwin. El payaso no había arrastrado a Adri hasta la ribera contraria; al menos, él no lo había visto. Y podía asegurar que, a esas alturas, había sido algo más que un observador desinteresado. A esas alturas estaba fuera de sí, qué coño.
El payaso, dijo, estaba de pie cerca de la ribera opuesta con el cuerpo chorreante de Adrian entre los brazos. El brazo derecho de Adri asomaba, tieso, por detrás de la cabeza del payaso. Y era cierto que la cara del payaso estaba contra la axila derecha de Adri, pero no lo mordía: estaba sonriendo. Hagarty le vio mirar por debajo del brazo de su amigo, sonriendo.
El payaso apretó los brazos de Adrian y Hagarty oyó un crujir de costillas.
Adri gritó.
—Flota con nosotros, Don —dijo el payaso, con su boca roja y sonriente.
Y entonces señaló con una mano enguantada hacia debajo del puente.
Contra la parte inferior del puente flotaban globos: no diez ni cien sino miles, rojos, azules, verdes, amarillos. Y en cada uno se leía, impreso: I ♥ DERRY!
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—Bueno, parece que había muchos globos —dijo Reeves, dedicando otro guiño a Harold Gardener.
—Ya sé lo que puede pensar —reiteró Hagarty con la misma voz cansada.
—Y usted vio todos esos globos —dijo Gardener.
Don Hagarty levantó lentamente las manos hasta ponerlas frente a su cara.
—Los vi con tanta claridad como veo mis propios dedos en este momento. Miles de globos. Ni siquiera se podían ver los pilares del puente. Ondulaban un poco y parecían saltar. Se oía un ruido. Un ruido extraño, grave, chirriante. Era el que hacían al frotarse entre sí. Y cordeles. Había una selva de cordeles blancos colgando. Parecían blancas hebras de telaraña. El payaso se llevó a Adri allá abajo. Vi que su traje rozaba aquellos cordeles. Adri estaba haciendo unos ruidos horribles, como si se ahogara. Eché a andar hacia él… y el payaso volvió la cabeza. Entonces le vi los ojos y de inmediato comprendí quién era.
—¿Quién era, Don? —preguntó Harold Gardener, suavemente.
—Era Derry —dijo Don Hagarty—. Era esta ciudad.
—¿Y qué hizo usted entonces? —quiso saber Reeves.
—Eché a correr, pedazo de idiota —respondió Hagarty. Y estalló en lágrimas.
17
Harold Gardener se mantuvo tranquilo hasta el 13 de noviembre, un día antes de que John Garton y Steven Dubay fueran juzgados en el tribunal de Derry por el asesinato de Adrian Mellon. Ese día fue a ver a Tom Boutillier, fiscal auxiliar. Quería hablar de ese payaso. Boutillier no. Pero cuando vio que Gardener podía cometer alguna estupidez si no se le aconsejaba un poco, lo hizo.
—No había ningún payaso, Harold. Los únicos payasos, esa noche, eran esos tres muchachos. Lo sabes tan bien como yo.
—Pero hay dos testigos…
—Oh, esas chorradas. Unwin decidió sacar a relucir al Manco, con lo de «Nosotros no matamos al marica, pobrecito, fue el manco», en cuanto se dio cuenta de que se había metido en aguas profundas. En cuanto a Hagarty, estaba histérico. Había visto asesinar a su mejor amigo. No me sorprendería que hubiese visto ovnis.
Pero Boutillier tenía otras ideas. Gardener se lo leyó en los ojos. Eso de que el fiscal auxiliar esquivara la responsabilidad, lo irritó.