Stan apostó a Eddie cuatro cómics a que Neil Sedaka era blanco y los dos se desviaron juntos hacia la casa de Eddie para arreglar el asunto.
Y allí estaban Bill y Richie, siguiendo un rumbo que, al cabo de un rato, los llevaría a la casa de Bill. Ninguno de los dos decía gran cosa. Richie se descubrió pensando en el relato de Bill sobre la fotografía que le había guiñado el ojo. A pesar de su cansancio, se le ocurrió una idea. Era una locura, pero también tenía su atractivo.
—Billy, macho —dijo—, hagamos un alto. Cinco minutos. Estoy muerto.
—Ojalá —refunfuñó Bill, pero se detuvo.
Puso a Silver cuidadosamente en el borde del verde prado del seminario teológico y se sentó con Richie en los amplios escalones de piedra que llevaban al gran edificio victoriano.
—Q-q-qué día —protestó Bill, sombrío. Tenía ojeras purpúreas y estaba muy pálido—. S-s-será mejor q-q-que llames a tu casa cu-cu-cuando lleg-lleguemos a la mía. P-p-para q-q-que tus p-p-padres no se preocupen.
—Claro. Seguro. Oye, Bill…
Richie hizo una momentánea pausa pensando en la momia de Ben, en el leproso de Eddie y en lo que Stan había estado a punto de contarles. Por un segundo, algo nadó en su propia mente, algo acerca de esa estatua de Paul Bunyan que había en el centro municipal. Pero eso había sido sólo un sueño, por el amor de Dios.
Apartó esos pensamientos irrelevantes y se lanzó de cabeza:
—Vamos a tu casa, ¿qué te parece? Echemos un vistazo a la habitación de Georgie. Quiero ver esa foto.
Bill miró a Richie, espantado. Trató de hablar, pero no pudo. Su tensión era demasiado grande. Se conformó con sacudir violentamente la cabeza.
Richie dijo:
—Ya escuchaste lo que contó Eddie. Y lo de Ben. ¿Crees en lo que dijeron?
—N-n-no s-s-sé. C-C-Creo que v-v-vieron a-a-algo.
—Sí. Yo también. Con todos esos chicos que han asesinado por aquí, creo que ellos también habrían tenido cosas para contar. La única diferencia entre Ben, Eddie y esos otros chicos es que a Ben y a Eddie no los atraparon.
Bill levantó las cejas, pero no mostró mucha sorpresa. Richie esperaba esa actitud. Bill no podía hablar muy bien, pero no era nada tonto.
—Pensemos un rato en esto, gran Bill —dijo—. Cualquiera puede vestirse de payaso y asesinar chicos. No sé para qué, pero nadie entiende por qué los locos hacen sus locuras, ¿no?
—S-s-s…
—Sí. No se diferencia mucho del Joker de las historietas de Batman.
El sólo oír en voz alta sus ideas entusiasmaba a Richie. Por un momento fugaz, se preguntó si estaba tratando de demostrar algo o sólo arrojando una cortina de humo hecha de palabras para poder ver esa habitación, esa foto. A fin de cuentas, probablemente no importaba. A fin de cuentas, tal vez bastaba con ver que los ojos de Bill se encendían con el mismo entusiasmo.
—¿P-p-pero qué t-t-tiene q-q-que ver la f-f-foto?
—¿Qué te parece a ti, Billy?
En voz baja, sin mirarlo, Bill opinó que no tenía nada que ver con los asesinatos.
—C-c-creo que f-f-fue el fa-fa-fantasma de G-g-georgie.
—¿Un fantasma en una fotografía?
Bill asintió con la cabeza.
Richie lo pensó bien. La idea de un fantasma no forzaba en absoluto su mente infantil. Estaba seguro de que esas cosas existían. Sus padres eran metodistas; Richie iba a la iglesia todos los domingos y, además, a las reuniones de la Juventud Metodista, los jueves por la noche. Ya sabía bastante de la Biblia y sabía que la Biblia aceptaba todo tipo de cosas raras. Según la Biblia, el mismo Dios era un Espíritu, al menos una tercera parte y eso era sólo el comienzo. Uno se daba cuenta de que la Biblia creía en los demonios porque Jesús había expulsado a unos cuantos del cuerpo de un fulano. Bastante divertida la cosa. Cuando Jesús preguntó al tío que los tenía cómo se llamaba, los demonios contestaron por él diciéndole que se fuera a la Legión Extranjera o algo así. Algunas de las cosas que contaba la Biblia eran aún mejores que las historietas de terror. Siempre estaban hirviendo a la gente en aceite o la gente se ahorcaba sola, como Judas Iscariote. Y eso del perverso rey Acab, que se había caído del trono y todos los perros fueron a lamer su sangre. Y los asesinatos en masa de bebés que habían acompañado a los nacimientos de Moisés y Jesucristo. Y los tipos que salían de sus tumbas o volaban por el aire. Y los soldados que derribaban murallas. Y los profetas que veían el futuro y peleaban contra los monstruos. Todo eso estaba en la Biblia y era verdad, palabra por palabra. Eso decía el reverendo Craig, eso decían los padres de Richie y eso decía Richie. Estaba perfectamente dispuesto a dar como posible la explicación de Bill. Era la lógica lo que le preocupaba.
—Pero dices que te asustaste. ¿Qué motivos tenía el fantasma de George para asustarte, Bill?
—Ha d-d-de estar fuf-fuf-furioso conmigo. P-p-por hacerlo ma-matar. F-f-fue c-c-culpa mí-mía. Yo-yo-yo lo hice salir c-c-con el ba… con el ba…
Como no podía sacar la palabra, meció la mano en el aire. Richie asintió para demostrar que comprendía lo que Bill quería decir… pero no para mostrarse de acuerdo.
—No lo creo —dijo—. Si lo hubieras apuñalado en la espalda sería otra cosa. O si, por ejemplo, le hubieras dado un revólver de tu padre cargado para que jugara y él se hubiera matado de un tiro. Pero no era un revólver, sólo un barquito. No quisiste hacerle daño. Por el contrario —agregó Richie, levantando un dedo para agitarlo ante Bill con aires de abogado—, sólo querías que el pequeño se divirtiera un poco, ¿no?
Bill recordó, pensó con desesperada intensidad. Lo que Richie acababa de decir lo hacía sentir mejor con respecto a la muerte de George, por primera vez en meses enteros, pero una parte de él insistía, con tranquila firmeza, en que no podía sentirse mejor. Claro que fue culpa tuya, insistía esa parte de él; no del todo, tal vez, pero sí en parte.
De lo contrario, ¿por qué hay un sitio tan frío en el sofá, entre tu padre y tu madre? De lo contrario, ¿por qué nadie dice nada en la mesa durante la cena? Ahora sólo se oyen los tenedores y los cuchillos hasta que tú no aguantas más y preguntas si p-p-puedes levantarte, p-p-por favor.
Se hubiera dicho que él mismo era el fantasma, una presencia que hablaba y se movía, pero sin ser oída ni vista, apenas una cosa vagamente percibida, pero nunca aceptada como real.
No le gustaba la idea de ser culpable, pero la única alternativa que se le ocurría para explicar la conducta paterna era mucho peor: que todo el amor y la atención recibidos antes de sus padres habían sido, de algún modo, provocados por la presencia de George; al desaparecer George, no quedaba nada para él. Y todo eso había pasado al azar, sin motivo alguno. Y si uno aplicaba el oído a esa puerta podía oír los vientos de locura que soplaban dentro.
Por eso repasó lo que había hecho, sentido y dicho el día de la muerte de Georgie; una parte de él tenía la esperanza de que Richie tuviera razón; otra parte deseaba, con igual fuerza, que no fuera así. Él no había sido un santo con George, por cierto. Se habían peleado muchas veces, muchas. ¿Ese día, tal vez?
No, no se habían peleado. Para empezar, Bill todavía no estaba lo suficientemente repuesto como para pelearse con su hermano. Había estado durmiendo, soñando algo, soñando con
una tortuga
un animalito curioso, no recordaba cuál. Al despertar, la lluvia estaba amainando y George murmuraba para sus adentros, tristemente, en el comedor. Preguntó a George qué pasaba. Él pequeño fue a decirle que estaba tratando de hacer un barco de papel como lo enseñaba su Libro de Actividades, pero que le salía siempre mal. Bill le dijo que le llevara el libro. Y allí, sentado junto a Richie en los escalones del seminario, recordó cómo se habían encendido los ojos de su hermanito cuando el barco de papel salió bien y lo feliz que se había sentido también él porque Georgie lo tenía por un tipo estupendo, capaz de cualquier cosa. Se había sentido, en suma, como un gran hermano mayor.
El barquito había matado a George, pero Richie tenía razón: no era como haber dado a George un revólver cargado para que jugara. Bill no había tenido modo alguno de adivinar lo que iba a pasarle.
Aspiró hondo, estremecido, sintiendo algo así como si una roca (y el nunca había sabido que estaba allí), cayera rodando desde su pecho. De pronto se sintió mejor, mucho mejor con respecto a todo.
Abrió la boca para decírselo a Richie, pero en cambio rompió en llanto.
Alarmado, su amigo lo rodeó con un brazo (después de mirar alrededor, para asegurarse de que no estaban a la vista de nadie que pudiera tomarlos por dos maricas).
—Está bien —dijo—. Ya ha pasado todo, Bill, ¿verdad? Vamos, cierra las compuertas.
—¡Yo n-n-no que-quería que lo m-m-ma-mataran! —sollozó Bill—. ¡NI SIQUIERA SE ME PASÓ POR LA CABEZA!
—Joder, Billy, ya lo sé —aseguró Richie—. Si querías sacártelo de encima, lo habrías empujado por la escalera o algo así. —Richie le palmeó el hombro y le dio un pequeño abrazo, un poco duro, antes de soltarlo—. Vamos, basta de lloriqueos, ¿eh? Pareces un bebé.
Poco a poco, Bill se calmó. Aún dolía, pero ese dolor parecía más limpio, como si se hubiera abierto de un tajo para sacarse algo que se le estaba pudriendo dentro. Y ese alivio aún estaba allí.
—No quería que lo m-m-mat-mataran —repitió—. Y s-s-si dices a al-al-alguien que est-que estuve llorando, t-t-te par-t-t-to la cara.
—No se lo diré a nadie —prometió Richie—, no te preocupes. Era tu hermano, qué coño. Si mataran a mi hermano, yo lloraría hasta que se me cayera la cabeza, joder.
—T-t-tú no t-t-tienes herm-hermano.
—Sí, pero si lo tuviera.
—¿Llo-llorarías?
—Claro. —Richie hizo una pausa, fijando en Bill su mirada cautelosa. Trataba de decidir si a Bill se le había pasado del todo. Aún seguía enjugándose los ojos enrojecidos con el trapo de los mocos, pero probablemente ya estaba bien—. Yo sólo quería decir que George no tiene motivos para perseguirte. Así que la foto puede tener alguna relación con… bueno, con eso otro. Con el payaso.
—A-a-a l-lo mejor Geor-George no s-s-sabe. A-l-lo me-mejor cree…
Richie comprendió lo que Bill estaba tratando de expresar y lo descartó con un ademán.
—Cuando uno estira la pata sabe todo lo que la gente pensaba de uno, Gran Bill. —Hablaba con el aire indulgente de un gran maestro que corrigiera las fatuas ideas de un patán—. Está en la Biblia. Allí dice: «Sí, aunque ahora no podemos ver mucho en el espejo, veremos a través de él como a través de una ventana cuando muramos». Eso está en la Primera a los Tesalonicenses o en la Segunda de Babilonios, ya lo olvidé. Es decir…
—Ya m-m-me d-d-doy c-c-cuenta —dijo Bill.
—Bueno, ¿y qué te parece?
—¿Qué?
—¿Vamos a ese cuarto a echar un vistazo? A lo mejor encontramos una pista sobre quién está matando a los chicos.
—T-t-tengo mu-mucho mi-miedo.
—Yo también —dijo Richie.
Pensaba que era sólo una tontería, algo para poner a Bill en movimiento. Pero entonces algo pesado se dio la vuelta en su estómago y descubrió que era cierto: estaba verde de miedo.
4
Los dos chicos entraron en la casa de los Denbrough como si fueran fantasmas.
El padre de Bill todavía estaba trabajando. Sharon Denbrough leía un libro sentada en la mesa de la cocina. El olor de la cena (pescado) se filtraba hasta el vestíbulo. Richie llamó a su casa para informar a su madre que no había muerto, que estaba en casa de Bill.
—¿Quién anda ahí? —preguntó la señora Denbrough cuando Richie colgó. Los chicos quedaron petrificados mirándose con aire de culpabilidad. Por fin Bill anunció:
—S-s-soy yo, mamá. Y Ri-ri-ri.
—Richie Tozier, señora —chilló su amigo.
—Hola, Richie —saludó, a su vez, la señora Denbrough, con voz desconectada, casi como si no estuviera allí—. ¿Quieres quedarte a cenar?
—Gracias, señora, pero mi madre va a pasar a buscarme dentro de media hora.
—Salúdala de mi parte, ¿quieres?
—Sí, señora, por supuesto.
—V-v-vamos —susurró Bill—. Ba-ba-basta de chá-chá-a-chara.
Subieron a la habitación de Bill. Estaba ordenada como habitación de chico, lo que significaba que sólo con echarle un vistazo habría dado a la madre un leve dolor de cabeza. Los estantes estaban atestados con una variada colección de libros y cómics. Había más revistas en el escritorio junto a una vieja máquina de escribir Underwood para oficinas que le habían regalado sus padres por Navidad, dos años antes; a veces Bill escribía cuentos con ella. Lo hacía con más frecuencia desde la muerte de George. La ficción parecía calmarle la mente.