El señor Nell abrió la boca para hablar, pero antes de que lo hiciera, Bill Denbrough se puso junto a Ben.
—L-l-la id-id-dea f-fue mí-mía —se las compuso para decir.
Tragó una gigantesca bocanada de aire y, mientras el señor Nell lo miraba, impasible, con el sol arrancando destellos imperiales a su insignia, consiguió tartamudear el resto de lo que necesitaba decir: que no era culpa de Ben, que él había pasado por casualidad y les había enseñado a mejorar lo que ya estaban haciendo, aunque mal.
—Yo también —dijo Eddie, abruptamente, y se puso al otro lado de Ben.
—¿Qué es eso de Yotambién? —preguntó el señor Nell—. ¿Es tu nombre o tu dirección, muchacho?
Eddie se ruborizó intensamente; el color le llegó hasta las raíces del pelo.
—Yo estaba aquí con Bill antes de que Ben llegara —dijo—. Solo quería decir eso.
Richie dio un paso adelante para situarse junto a Eddie. Por la cabeza le pasó la idea de que una o dos voces podrían alegrar un poco al señor Nell e inspirarle pensamientos alegres. Al pensarlo mejor (cosa que Richie hacía rara vez y que, por tanto, era algo extraordinario), decidió que una o dos voces bien podían empeorar las cosas. El señor Nell no parecía tener lo que Richie solía denominar «humor risáceo». Más aún, las risas parecían ser lo último que cabía esperar de él. Por eso se limitó a decir en voz baja:
—Yo también estuve en esto.
Y se obligó a cerrar la boca.
—Y yo —dijo Stan, poniéndose junto a Bill.
Ahora los cinco estaban en hilera ante el señor Nell. Ben miró a un lado y otro, más que aturdido, estupefacto por el apoyo recibido. Por un momento, Richie pensó que el viejo Parva iba a estallar en lágrimas de gratitud.
—¡Jesús! —dijo el señor Nell, otra vez. Y aunque parecía profundamente disgustado, su cara pareció de pronto a punto de reír—. Nunca había visto tan desastrada banda de mocosos. Si sus viejos supieran dónde estaban, creo que esta noche habría unos cuantos fondillos calientes. De cualquier modo, creo que los habrá.
Richie no pudo contenerse más; su boca se abrió sencillamente y echó a correr, como el hombrecito de jengibre, cosa que ocurría con mucha frecuencia:
—¿Cómo andan las cosas allá en la vieja patria, señor Nell? —trompeteó, imitando el acento irlandés del policía—. Ah, usted es un festín para los ojos, ya lo creo, un hombre encantador, todo un orgullo para la vieja patria.
—Seré todo un orgullo para tus fondillos en menos de tres segundos, mi querido amiguito —dijo el señor Nell, secamente.
Bill giró hacia él, gruñendo:
—¡Por el a-a-amor de D-d-dios, R-Richie, c-c-cá-cállate!
—Buen consejo, Master William Denbrough —dijo el señor Nell—. Seguro que Zack no sabe que estás aquí, en Los Barrens, jugando entre las cagarrutas flotantes, ¿verdad?
Bill bajó los ojos y negó con la cabeza. En sus mejillas ardieron rosas silvestres.
El señor Nell miró a Ben.
—No recuerdo tu nombre, hijo.
—Ben Hanscom, señor —susurró el chico.
El señor Nell asintió y volvió la vista a la presa.
—¿Esto fue idea tuya?
—Cómo construirla sí, señor. —El susurro de Ben se había vuelto casi inaudible.
—Bueno, eres un demonio de ingeniero, muchachote, pero no sabes una mierda de estos llamados Barrens ni del sistema de drenaje de Derry, ¿verdad?
Ben sacudió la cabeza.
No sin amabilidad, el señor Nell le explicó:
—El sistema tiene dos partes. Una parte lleva los desechos humanos sólidos (la mierda, si no ofendo vuestros tiernos oídos, chicos). La otra, el agua residual: el agua de los retretes y la que va a las tuberías desde los fregaderos, las lavadoras y las duchas, junto con la que corre por las alcantarillas de la ciudad. Bueno, vosotros no habéis causado problemas en el paso de los desechos sólidos, gracias a Dios, porque todo eso se bombea al Kenduskeag algo más abajo. Probablemente, algunos buenos cagarros se están secando al sol a un kilómetro de aquí, gracias a lo que habéis hecho, pero al menos podéis estar seguros de que no hay mierda pegada al techo de ninguna casa. Pero en cuanto a las aguas residuales…, bueno, no hay bombas para las aguas residuales. Corren colina abajo por algo que los ingenieros llaman drenajes de gravedad. Y tú has de saber dónde terminan todos drenajes de gravedad, ¿verdad, grandullón?
—Allá arriba —dijo Ben, señalando la zona inmediatamente posterior a la presa que había quedado sumergida en gran parte. Lo hizo sin levantar la vista. Por las mejillas empezaban a correrle grandes lágrimas lentas. El señor Nell fingió no darse cuenta.
—En efecto, así es, mi voluminoso amiguito. Todos los drenajes de gravedad alimentan arroyos que van a Los Barrens. En realidad, muchos de esos arroyuelos que corren por aquí abajo son aguas residuales, pura y simplemente, que salen de alcantarillas tan escondidas en la maleza que no se las ve. La mierda va por un lado y todo lo demás por el otro, Dios bendiga la inteligencia del hombre. ¿Y se os ha pasado por la cabeza que habéis estado todo el día chapoteando en los meados y el agua sucia de toda Derry?
De pronto, Eddie comenzó a jadear y tuvo que usar su inhalador.
—Lo que habéis hecho ha devuelto el agua a seis, siete u ocho depósitos centrales que sirven a Witcham, Jackson, Kansas y cuatro o cinco callejas transversales. —El señor Nell clavó en Bill Denbrough una mirada seca—. Una de ellas sirve a tu propio hogar, joven Master Denbrough. Y así estamos, con sumideros que no desaguan, lavadoras que no desaguan, tuberías exteriores descargando alegremente el agua en los sótanos…
Ben dejó escapar un sollozo seco que era casi un ladrido. Los otros lo miraron por un instante, luego apartaron la vista. El señor Nell apoyó una manaza en el hombro del chico, estaba encallecida y áspera, pero en ese momento también era tierna.
—Bueno, bueno. No hay por qué tomárselo tan a pecho; grandullón. A lo mejor no es tan grave, al menos por ahora. A lo mejor exageré un poquito para que me entendieras bien. Me enviaron a ver si algún árbol había caído en el arroyo. De vez en cuando pasa. Nos haremos la cuenta de que fue eso y sólo vosotros cinco y yo sabremos que no fue así. En esta ciudad tenemos últimamente problemas peores que un poco de agua acumulada. Pondré en el informe que localicé la obstrucción y que algunos niños vinieron a ayudarme a despejarla. No voy a mencionar los nombres. No habrá citaciones por construir presas en Los Barrens.
Los estudió a los cinco. Ben se estaba secando furiosamente los ojos con el pañuelo. Bill miraba el dique, pensativo. Eddie tenía el inhalador en una mano. Stan tenía a Richie aferrado por un brazo, listo para apretar con fuerza si el chico mostraba el menor síntoma de decir cualquier cosa que no fuera muchas gracias, señor.
—No tenéis nada que hacer en un lugar tan infecto como éste, chicos —prosiguió el señor Nell—. Han de haber sesenta enfermedades diferentes cultivándose aquí abajo. El basural por un lado, arroyos llenos de pis y agua sucia, mierda, bichos, pantanos… No tenéis nada que hacer en un lugar tan sucio, no. Cuatro lindos parques para que juguéis a la pelota todo el día y os encuentro aquí. ¡Je-su-criiisto!
—N-n-nos g-g-gusta est-estar aquí —expresó Bill, súbitamente desafiante—. Aq-q-quí ab-b-bajo nadie n-n-nos da la estática.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el señor Nell a Eddie.
—Ha dicho que aquí abajo nadie nos da la estática —repitió Eddie, con voz débil y sibilante, pero también inconfundiblemente firme—. Y tiene razón. Cuando los chicos como nosotros vamos al parque y decimos que queremos jugar a béisbol, nos dicen que sí, que cómo no, que si queremos ser segunda base o tercera.
Richie carcajeó:
—¡Eddie se soltó uno bueno! Y… ¡ha llegado!
El señor Nell giró la cabeza para mirarlo. Richie se encogió de hombros.
—Disculpe. Pero él tiene razón. Y Bill también. Nos gusta estar aquí.
Richie pensó que el señor Nell se enojaría ante eso, pero el canoso policía lo sorprendió —los sorprendió a todos— con una sonrisa.
—Ayuh —dijo—, a mí también me gustaba esto cuando era niño, la verdad. Y no os lo voy a prohibir. Pero escuchad bien lo que voy a deciros. —Les apuntó con un dedo y todos lo miraron seriamente—. Si venís a jugar aquí, hacedlo en grupo, como ahora. Juntos. ¿Me entendéis?
Ellos asintieron.
—Eso significa estar juntos todo el tiempo. Nada de jugar al escondite ni a nada que os separe. Sabéis lo que está pasando en esta ciudad. De cualquier modo, bien, no os prohíbo que vengáis, sobre todo porque no me haríais caso. Pero por vuestro propio bien, en cualquier parte de Los Barrens, manteneos juntos. —Miró a Bill—. ¿Está en desacuerdo conmigo, joven Bill Denbrough?
—N-n-no, señor —dijo Bill—. N-n-nos ma-ma-mant-t-t…
—Está bien, entiendo —interrumpió el señor Nell—. A ver esa mano.
Bill tendió la mano derecha y el señor Nell se la estrechó.
Richie se sacudió a Stan y dio un paso adelante.
—¡Seguro que sí, señor Nell, oh príncipe entre los hombres, seguro que sí! ¡Gran hombre! ¡Gran, gran hombre! —Alargó la mano, tomó la enorme zarpa del señor Nell y la sacudió furiosamente sin dejar de sonreír. A los divertidos ojos del irlandés, el chico parecía una horrible parodia de Roosevelt.
—Gracias, chico —dijo, recuperando la mano—. Tendrás que practicar un poco ese tono; por el momento pareces tan irlandés como Groucho Marx.
Los otros chicos rieron, sobre todo de alivio. Aún mientras reía, Stan disparó hacia Richie una mirada de reproche: ¡A ver si creces de una vez!
El señor Nell les estrechó la mano a todos. A Ben, el último.
—No tienes nada de que avergonzarte, salvo de una equivocación, grandullón. En cuanto a ese dique…, ¿lo viste en algún libro?
Ben negó con la cabeza.
—¿Te lo montaste tú solo?
—Sí, señor.
—¡Vaya, vaya! Algún día construirás cosas grandes, grandullón, estoy seguro. Pero Los Barrens no son buen lugar para eso. —Miró alrededor, pensativo—. Aquí nunca se hará nada grande. Es un lugar horrible. —Suspiró—. Desmontad eso, queridos niños. Desmontadlo ahora mismo. Creo que me voy a sentar aquí a la sombra de estos matojos, a mirar cómo lo hacéis —dijo, exagerando su acento irlandés y mirando a Richie con ironía, provocándolo a otra salida de chiflado.
—Sí, señor —dijo Richie, humilde, y eso fue todo.
El policía asintió, satisfecho, y los chicos pusieron manos a la obra. Una vez más, se volvieron hacia Ben, esta vez para que les enseñara el modo más rápido de deshacer lo que les había enseñado a construir. Mientras tanto el señor Nell sacó un botellín pardo de algún bolsillo interior y tomó un largo trago. Tosió, recobró el aliento en un suspiro explosivo y miró a los niños con ojos acuosos, benignos.
—Y qué tendrá el señor en su botella, ¿eh? —preguntó Richie, con su nueva voz irlandesa, desde el arroyo, hundido en el agua hasta las rodillas.
—Richie, ¿no puedes cerrar el pico? —siseó Eddie.
—¿Aquí? —El señor Nell miraba a Richie con leve sorpresa. Miró otra vez la botella. No tenía ninguna etiqueta—. Esto es el remedio para la tos que toman los dioses, hijo mío. Ahora veamos si puedes doblar el espinazo tan rápido como mueves la lengua.
3
Algo más tarde, Bill y Richie iban caminando juntos por Witcham Street. Bill empujaba a Silver. Después de erigir y derribar la presa, no le quedaban energías para llevar la bicicleta a velocidad de crucero. Los dos estaban sucios, desaliñados y cansadísimos.
Stan les preguntó si querían ir a su casa para jugar al Monopoly, a las damas o algo así, pero ninguno aceptó. Se estaba haciendo tarde. Ben, cansado y deprimido, dijo que iría a su casa para ver si alguien había devuelto los libros que había sacado de la biblioteca. Tenía alguna esperanza de que así fuera, porque la biblioteca municipal insistía en escribir la dirección de quien llevaba el libro, no sólo su nombre, en la tarjeta de devolución de cada volumen. Eddie dijo que iría a ver el Show del rock, por televisión, porque actuaría Neil Sedaka y él quería saber si Sedaka era negro. Stan le dijo que no fuera estúpido; bastaba oírlo para darse cuenta de que era blanco. Eddie aseguró que con oírlo no podía saber nada; hasta el año anterior había estado completamente seguro de que Chuck Berry era blanco, pero cuando se presentó en Bandas de América resultó ser negro.
—Por suerte, mi madre todavía lo cree blanco —dijo—. Si descubriera que es negro, probablemente no me dejaría escucharlo más.