—Seguramente fue un sueño —dijo Richie, por fin. Vio que Ben hacía una mueca de dolor y se apresuró a agregar—: No te lo tomes a mal, Big Ben, pero tienes que comprenderlo: los globos no pueden ir contra el viento…
—Las fotografías tampoco pueden hacer guiños —apuntó Ben.
Richie paseó su mirada entre Ben y Bill, preocupado. Acusar a Ben de soñar despierto era una cosa, pero acusar a Bill, otra muy distinta. Bill era el líder, el tío a quien todos miraban con respeto. Nadie lo expresaba en voz alta, porque no hacía falta. Pero Bill era el de las ideas, el que siempre tenía algo que hacer en los días aburridos, el que recordaba juegos olvidados por los otros. Y de un modo muy extraño, todos sentían algo reconfortantemente adulto en Bill, tal vez era un sentido de responsabilidad. Todos presentían que Bill se haría cargo de la responsabilidad, cogería las riendas cuando hiciera falta. La verdad es que Richie creía la historia de Bill, por descabellada que fuera. Y tal vez no quería creer en la de Ben… ni en la de Eddie, en todo caso.
—A ti nunca te pasó nada de eso, ¿eh? —le preguntó Eddie.
Richie hizo una pausa, comenzó a decir algo, sacudió la cabeza y se detuvo otra vez. Por fin dijo:
—Lo más espantoso que he visto últimamente fue a Mark Prenderlist echándose una meada en el parque McCarron. Tiene la polla más asquerosa del mundo.
Ben dijo:
—¿Y tú, Stan?
—No —contestó Stan, apresuradamente.
Pero apartó la vista. Su cara estaba pálida; sus labios, de tan apretados, habían quedado blancos.
—¿T-t-t-te p-pasó algo, S-St-Stan? —preguntó Bill.
—¡No, te digo que no!
Stan se puso de pie y caminó hasta la orilla con las manos en los bolsillos, para mirar el curso de agua por encima del dique original.
—¡Vamos, Stanley! —clamó Richie, en agudo falsete.
Era otra de sus voces: la abuelita gruñona. Cuando hablaba como abuelita gruñona, Richie caminaba encorvado, con un puño contra la parte baja de la espalda y reía mucho entre dientes. De cualquier modo, se parecía más a Richie Tozier que a otra cosa.
—Confiesa, Stanley, cuéntale a tu abuelita de ese payaso malo-malo-malote y te daré una pastita de chocolate. Tú cuenta…
—¡Cállate! —chilló Stan, súbitamente, girando hacia Richie, que retrocedió un paso o dos, atónito—. ¡A ver si te callas!
—Sí, amo —dijo Richie, y se sentó.
Miraba a Stan Uris con desconfianza. Las mejillas del chico judío se habían encendido con dos manchas de color, pero aun así parecía más asustado que furioso.
—Bueno, bueno —dijo Eddie, en voz baja—. No importa, Stan.
—No fue un payaso —dijo Stanley.
Sus ojos los recorrieron uno a uno. Parecía estar debatiéndose consigo mismo.
—P-p-puedes c-c-contar —dijo Bill, también en voz baja—. N-n-nosotros lo hem-mos contado.
—No era un payaso. Era…
Fue entonces cuando los interrumpió la voz poderosa, enronquecida por el whisky, del señor Nell, que los hizo saltar como ante un disparo:
—¡Jesucristo en carroza de los cielos! ¡Miren que desastre! ¡Jeee-su-criiisto!
VIII. LA HABITACIÓN DE GEORGIE YLA CASA DE NEIBOLT STREET
1
Richard Tozier apaga la radio que ha estado bramando con Like a Virgin, de Madonna, en WZON (una emisora que declara, con algo de histérica frecuencia, ser la ¡AM estéreo rockera de Bangor!), sale al arcén y apaga el motor del Mustang que la gente de Avis le alquiló en el aeropuerto de Bangor. Baja del coche. Oye en sus oídos el tira y afloja de su propia respiración. Ha visto un letrero que le erizó la piel de la espalda.
Camina hasta la parte delantera del coche y apoya una mano en el capó. Oye que el motor tintinea suavemente, como para sus adentros, al enfriarse. Oye también el graznido breve de un arrendajo. Hay grillos. Eso es todo lo que hay de banda sonora.
Ha visto el cartel, lo deja atrás y, de pronto, está otra vez en Derry. Después de veinticinco años, Richie Bocazas Tozier ha vuelto a la ciudad natal. Ha…
Un ardoroso tormento le aguijonea los ojos cortándole limpiamente el aliento. Deja escapar un gritito estrangulado mientras sus manos vuelan a la cara. Sólo una vez sintió algo remotamente parecido a ese dolor quemante: en la universidad, cuando una pestaña se metió bajo una de sus lentillas, pero aquello fue en un solo ojo. Este dolor terrible es en los dos.
Antes de que pueda acercar las manos a la cara, el dolor ha desaparecido.
Baja otra vez las manos, lenta, pensativamente y contempla la carretera 7. Ha salido de la autopista de peaje en Etna-Haven, ya que, por algún motivo que no comprende, no desea llegar por la autopista de peaje que estaba en construcción en la zona de Derry cuando él y sus padres se sacudieron de los zapatos el polvo de esa pequeña y extraña ciudad para mudarse al Medio Oeste. No, la autopista de peaje habría sido un atajo, pero también un error.
Así que había conducido por la carretera 9 cruzando el soñoliento manojo de viviendas que componen Heaven Village, para coger luego la carretera 7. A medida que avanzaba, la luz del día se hacía más intensa.
Y ahora, esta señal. Es la misma clase de señal que marca los límites de seiscientas ciudades, en el estado de Maine, pero ¡cómo le ha estrujado el corazón!
Condado de
Penobscot
D
E
R
R
Y
Maine
Más allá, un letrero de los Elks, otro del Rotary Club y, para completar la trinidad, uno que proclama: ¡LOS LEONES DE DERRY RUGEN POR EL FONDO UNIDO! Más allá está sólo la carretera 7, que continúa en línea recta entre abultados grupos de pinos y abetos. Bajo esa luz silenciosa, mientras el día se va afirmando, esos árboles parecen tan soñadores como humo de cigarrillo, acumulado en el aire inmóvil de una habitación herméticamente cerrada.
Derry —piensa—. Derry, Dios me ayude, Derry. Apedreemos a los cuervos.
Allí está él, en la carretera 7. Ocho kilómetros más adelante, si el tiempo o algún tornado no se la han llevado en los años transcurridos, estará la Granja Rhulin, donde su madre compraba los huevos y la mayor parte de las verduras para la casa. Tres kilómetros más allá, esa carretera 7 se convierte en Witcham Road y, por supuesto, Witcham Road acaba por convertirse en Witcham Street, aleluya, amén. Y en algún punto entre la Granja Rhulin y la ciudad, pasará ante la casa de los Bowers y, después, ante la de los Hanlon. A unos ochocientos metros de la casa de los Hanlon vería el primer reflejo del Kenduskeag y la primera maleza extendida de verde venenoso: las fértiles tierras bajas a las que, por algún motivo, se llamaba Los Barrens.
En verdad, no sé si puedo enfrentarme a todo eso —piensa Richie—. Seamos francos aquí, por lo menos: no sé si puedo.
Toda la noche anterior ha pasado, para él, en un sueño. Mientras viajaba, mientras avanzaba y dejaba el camino atrás, el sueño prosiguió. Pero en ese momento se ha detenido (es decir, el cartel lo ha detenido) y acaba de despertar a una extraña verdad: el sueño era la realidad. Derry es la realidad.
Al parecer, no puede dejar de recordar. Piensa que sus recuerdos acabarán por volverlo loco, por eso se muerde los labios y junta las manos apretando palma contra palma como para no volar en pedazos. Siente que pronto volará en pedazos, pronto. Es como si hubiera en él una parte loca que en verdad ansía lo que puede estarle esperando. Pero la mayor parte de él sólo se pregunta cómo sobrevivirá a los días siguientes. Él…
Y ahora sus pensamientos vuelven a romperse.
Un venado ha salido a la carretera. Oye el ligero golpe de sus cascos blandos en el pavimento.
El aliento de Richie se interrumpe en medio de una exhalación; luego empieza otra vez lentamente. Mira, aturdido; una parte de él piensa que nunca vio algo así en Rodeo Drive. No, había hecho falta que volviese a la ciudad natal para ver algo así.
Es una hembra. Ha salido de los bosques a la derecha y se detiene en medio de la carretera 7, con las patas delanteras a un lado de la línea discontinua, las traseras al otro. Sus ojos oscuros miran mansamente a Richie Tozier. Él lee en esos ojos interés, pero no miedo.
Lo mira, maravillado, pensando que es un presagio, un portento, alguna de esas mierdas que dicen las adivinas. Y de pronto, inesperadamente, vuelve a él un recuerdo del señor Nell. ¡Cómo los asustó aquel día, al caer sobre ellos tras lo que acababan de contar Bill, Ben y Eddie! Todo el grupo había estado a punto de volar al cielo.
Mientras contempla al venado, Richie aspira profundamente y se descubre hablando con una de sus voces… pero es, por primera vez en veinticinco años o más, la voz del policía irlandés, incorporada a su repertorio después de aquel día memorable. Sale rodando en la mañana silenciosa, como una gran bola de bolos, más potente, más grande de lo que Richie hubiera podido creer.
—¡Por las barbas de Cristo! ¿Qué hace una buena chica como tú en esta tierra olvidada de Dios, animalito? ¡Je-su-criiisto! ¡Será mejor que te vayas a tu casa antes de que llame al padre O’Staggers!
Antes de que mueran los ecos, antes de que el primer arrendajo asustado pueda empezar a reñirle por su sacrilegio, el venado agita la cola como si fuera una bandera de tregua y desaparece entre los abetos humosos, al lado izquierdo de la carretera, dejando sólo un montoncito de píldoras humeantes para demostrar que, aun a los treinta y siete años, Richie Tozier sigue siendo capaz de soltarse uno bueno de vez en cuando.
Richie empieza a reír. Al principio es sólo una risita entre dientes, pero luego lo ataca su propia ridiculez: estar ahí, de pie a la luz del alba de una mañana de Maine, a cinco mil kilómetros de su casa, gritándole a un venado con acento de policía irlandés. Las carcajadas se convierten en risitas, las risitas se convierten en bufidos, los bufidos en aullidos y, finalmente, se ve obligado a apoyarse contra el coche porque las lágrimas le corren por la cara y se pregunta, confusamente, si no va a orinarse en los pantalones. Cada vez que empieza a dominarse, su vista cae sobre ese manojo de pelotitas y estalla en nuevos vendavales de risa.
Resoplando y gimiendo, por fin logra sentarse otra vez al volante y poner en marcha el Mustang. Un camión cargado de fertilizantes químicos pasa roncando en una ráfaga de viento. Después de dejarlo pasar, Richie sale a la carretera y reinicia la marcha hacia Derry. Ahora se siente mejor, más sereno… o tal vez es sólo porque se está moviendo, dejando el camino atrás, y el sueño ha vuelto a imponerse.
Vuelve a pensar en el señor Nell, en el señor Nell y aquel día junto al dique. El señor Nell preguntó a quién se le había ocurrido aquella travesura. Recuerda que los seis se miraron, intranquilos, hasta que Ben se adelantó un paso, pálido, con los ojos bajos, la cara temblorosa, luchando sombríamente por no balbucear. El pobre chico habrá pensado que iban a echarle de cinco a diez años de cárcel por inundar las alcantarillas de Witcham Street, piensa Richie, pero de cualquier modo se hizo responsable. Y con eso los obligó a todos a adelantarse para respaldarlo. Era eso o pasar por malas entrañas. Por cobardes. Todo lo que no eran sus héroes televisivos. Y eso los unió para siempre, como una soldadura, para bien o para mal. Por lo visto, los había mantenido unidos durante los últimos veintisiete años. A veces, los acontecimientos son como fichas de dominó. La primera derriba a la segunda, la segunda a la tercera y así sucesivamente.
Richie se pregunta cuándo se hizo demasiado tarde para retroceder ¿Cuando Stan y él aparecieron para ayudar a construir el dique? ¿Cuando Bill les contó que la fotografía de su hermano le había guiñado el ojo? Tal vez… Pero para Richie Tozier, las fichas de dominó comenzaron a caer en el momento en que Ben Hanscom dio un paso adelante y dijo: «Yo les enseñé…».
2
—… a hacerlo. Es culpa mía.
El señor Nell se limitó a mirarlo con los labios apretados y las manos remetidas bajo el chirriante cinturón de cuero negro. Apartó la vista de Ben para contemplar el estanque, cada vez más ancho detrás del dique, y luego volvió a mirar al chico. Su cara era la de quien no da crédito a sus ojos. Era un corpulento irlandés de pelo prematuramente blanco, peinado hacia atrás en pulcras ondas bajo la gorra azul de visera. Tenía pequeños ramilletes de capilares rotos en sus mejillas. Su estatura era mediana, pero para los cinco chiquillos enfrentados a él parecía medir, como poco, dos metros y medio.