Eddie miró bajo el porche. Allí no había nadie. Eso no le sorprendió. Estaban en primavera y los vagabundos aparecían en Derry con más frecuencia a principios de otoño, en las seis semanas en que cualquiera podía conseguir trabajo en las fincas de los alrededores si se presentaba más o menos decente. Había patatas y manzanas que cosechar, cercas de nieve que reparar, graneros y techos que necesitaban remiendos antes de que llegase diciembre silbando.
No había vagabundos bajo el porche, pero sí abundantes señales de que habían andado allí: latas de cerveza vacías, botellas de licor vacías; una manta acartonada de roña apoyada contra los cimientos como un perro muerto; montones de periódicos arrugados, un zapato suelto y un olor como a basura. Había también una espesa capa de hojas marchitas allá abajo.
Sin querer hacerlo, pero incapaz de evitarlo, Eddie había entrado reptando bajo el porche. Sentía que el corazón le palpitaba en la cabeza lanzando manchas de luz blanca a través de su campo visual.
Allí abajo el olor era más fuerte: alcohol, sudor y el perfume pardo, oscuro, de las hojas putrefactas. Las hojas muertas ni siquiera crujían bajo las manos y las rodillas. Tanto ellas como los diarios viejos se limitaban a suspirar.
Soy un vagabundo —pensó Eddie, incoherente—. Soy un vagabundo que anda por las vías. Eso es lo que soy. No tengo dinero, no tengo casa, pero consigo una botella, un dólar y un lugar para dormir. Esta semana recogeré manzanas y patatas; la semana próxima, cuando la escarcha endurezca el suelo como si fuera dinero dentro de una caja fuerte, qué me importa, subiré a un vagón que huela a remolacha azucarera y me sentaré en un rincón. Y si hay un poco de heno, me cubriré con él, tomaré un traguito, masticaré un bocado y tarde o temprano llegaré a Portland o a Beantown, y si no me echa algún guardia del ferrocarril, tomaré un tren rumbo al Sur y cuando llegue recogeré limones o limas o naranjas. Y si me pescan, construiré carreteras para que viajen los turistas. Qué diablos, no será la primera vez, ¿no? Soy sólo un viejo vagabundo solitario, no tengo dinero, no tengo casa, pero algo tengo: tengo una enfermedad que me está comiendo. La piel se me cuartea, se me caen los dientes, ¿y sabes qué?: siento que me estoy pudriendo como una manzana. Lo siento, siento que eso me come desde dentro hacia fuera, me come, me come…
Eddie apartó a un lado la manta acartonada sujetándola con el pulgar y el índice e hizo una mueca al sentir su tejido apelmazado. Una de esas ventanas bajas del sótano estaba directamente a su espalda con un vidrio roto y el otro opaco de polvo. Se inclinó hacia adelante, sintiéndose casi hipnotizado. Se acercó a la ventana, se acercó a la oscuridad del sótano respirando olor a vejez, a moho y a podredumbre seca, se acercó cada vez más a lo negro, y sin duda el leproso lo habría atrapado si el asma no hubiera elegido ese momento, exactamente, para atacar. Le apretó los pulmones con un peso indoloro pero atemorizante; de inmediato, su respiración tomó ese sonido familiar, detestable, sibilante.
Retrocedió y fue entonces cuando apareció la cara. Su aparición fue tan súbita, tan sorprendente (pero también tan esperada) que Eddie no habría podido gritar, aun sin el ataque de asma. Sus ojos se dilataron. Su boca se abrió como una grieta. No era el vagabundo de la nariz carcomida, pero tenía cierto parecido. Un terrible parecido. Sin embargo… esa cosa no podía ser humana. Nada podía seguir con vida estando tan carcomida.
Tenía agrietada la piel de la frente. El hueso blanco, revestido por una membrana mucosa amarilla, espiaba por allí como la lente de un reflector empañado. La nariz era un puente de cartílago desnudo sobre dos canales rojos, muy abiertos. Un ojo era jubilosamente azul; el otro, una masa de tejido esponjoso de color negro pardusco. El labio inferior del leproso caía hacia abajo como hígado. No tenía labio superior; sus dientes asomaban en un anillo libidinoso.
Sacó bruscamente una mano por el vidrio roto. Sacó la otra a través del vidrio sucio de la izquierda reduciéndolo a fragmentos. Sus manos estaban llenas de llagas. Los escarabajos reptaban y trajinaban por ellas.
Maullando y jadeando, Eddie se arrastró hacia atrás. Apenas podía respirar. Su corazón era una locomotora desbocada. El leproso parecía vestir los harapientos restos de algún extraño traje plateado. Por entre los mechones pardos de su cabeza, reptaban cosas vivas.
—¿Quieres que te la chupe, Eddie? —graznó la aparición, sonriendo con los restos de su boca y canturreando—: Bobby cobra sólo diez y quince por otra vez y si quieres lo hace tres. —Guiñó el ojo—. Ése soy yo, Eddie: Bob Gray. Y ahora que nos hemos presentado debidamente…
Una de sus manos se aplastó contra el hombro derecho de Eddie. El chico lanzó un grito débil.
—No te asustes —dijo el leproso.
Y Eddie vio, con terror de pesadilla, que estaba saliendo por la ventana. El escudo de hueso que tenía tras la frente medio pelada rompió el fino soporte de madera que separaba los dos vidrios. Sus manos se agarraron a la tierra musgosa cubierta de hojas. Las hombreras plateadas de su traje…, de su disfraz, o lo que fuera…, comenzaron a pasar por la abertura. Aquel único ojo azul y centelleante no se apartaba de la cara de Eddie.
—Aquí vengo, Eddie, no te asustes —graznó—. Te gustará estar aquí abajo, con nosotros. Aquí abajo hay algunos amigos tuyos.
Su mano se estiró otra vez. En algún rincón de su mente enloquecida por el pánico, casi aullante, Eddie tuvo la súbita y fría seguridad de que, si aquella cosa tocaba su piel desnuda, él también empezaría a pudrirse. La idea quebró su parálisis. Reptó hacia atrás a cuatro patas, luego giró en redondo y se arrojó de cabeza hacia el otro extremo del porche. La luz del sol, que caía en rayos estrechos y polvorientos por entre las rendijas de las tablas del porche, rayaba su cara de momento en momento. Su cabeza empujó a través de las sucias telarañas que se le asentaban en el pelo. Miró sobre su hombro y vio que el leproso ya tenía medio cuerpo fuera.
—De nada te servirá correr, Eddie —anunció.
El chico había llegado al otro extremo del porche, donde había una verja de madera a través de la cual pasaba el sol imprimiendo diamantes de luz en su frente y sus mejillas. Bajó la cabeza y se arrojó contra ella sin vacilar, arrancando la verja con un chirrido de clavos herrumbrosos. Detrás había una maraña de rosales y Eddie pasó por ella, levantándose a tropezones, sin sentir las espinas que le abrían leves cortes en los brazos, la cara y el cuello.
Giró en redondo y retrocedió sobre sus piernas flojas, sacando el inhalador del bolsillo para aplicárselo. Todo eso no podía estar ocurriendo. Él había estado pensando en el vagabundo y su mente…, bueno…
le había montado un numerito
le había mostrado una película, una película de terror, como las de la matinée del sábado, con Frankenstein y el Hombre Lobo, de las que daban a veces en el Bijou, el Gem o el Aladdin. Seguro, eso era todo. ¡Se había asustado solo! ¡Qué tonto!
Tuvo tiempo hasta de emitir una risa temblorosa ante la insospechada vividez de su imaginación, antes de que las manos podridas salieran disparadas de bajo el porche, lanzando zarpazos a los rosales con demencial ferocidad, arrancándolos, imprimiendo en ellos gotas de sangre.
Eddie lanzó un chillido.
El leproso estaba saliendo. Vestía un traje de payaso, un traje de payaso con grandes botones naranja en la pechera. Al ver a Eddie, sonrió. Su semiboca se abrió dejando salir la lengua. Eddie volvió a chillar, pero nadie hubiera podido oír su chillido sofocado por el estrépito de la locomotora diesel en las vías. La lengua del leproso no se había limitado a asomar. Medía casi un metro y se desenroscaba como los cornetines de papel que reparten en las fiestas. Terminaba en una punta de flecha que se arrastraba por la tierra. Por ella corría una espuma espesa y viscosa, amarillenta. La recorrían varios bichos.
Los rosales, que al pasar Eddie mostraban los primeros toques de verde primaveral, adquirieron un color negro muerto y hojaldroso.
—Te la chupo —susurró el leproso, mientras se levantaba.
Eddie corrió a su bicicleta. Fue una carrera igual a la de antes, sólo que ésta tenía algo de pesadilla, como cuando no podemos movernos sino con una torturante lentitud por mucha prisa que nos demos… y en esos sueños, ¿no se oye, no se percibe siempre algo, un eso, que nos va alcanzando? ¿No se huele siempre su aliento hediondo, como Eddie lo estaba oliendo?
Por un momento sintió una descabellada esperanza: tal vez eso era, en verdad, una pesadilla. Tal vez despertaría en su propia cama, bañado en sudor, tal vez hasta llorando… pero vivo. A salvo. Luego apartó la idea. Su encanto era mortífero; su consuelo, fatal.
No trató de subir inmediatamente a su bicicleta; corrió, en cambio, con ella, con la cabeza gacha, empujando el manillar. Se sentía como si se estuviera ahogando, no en agua, sino dentro de su propio pecho.
—Te la chupo —susurró el leproso otra vez—. Vuelve cuando quieras, Eddie. Trae a tus amigos.
Sus dedos podridos parecieron tocarle la parte posterior del cuello, pero tal vez fue sólo un hilo de telaraña desprendido del porche, adherido a su pelo, que rozaba su carne temerosa. Eddie subió de un salto a su bicicleta y se marchó a todo pedal sin importarle que su garganta se hubiera cerrado otra vez, sin importarle un bledo el asma, sin mirar hacia atrás. No miró atrás hasta que se encontró casi en su casa. Y por entonces, por supuesto, ya no había nada a su espalda, salvo dos chicos que iban hacia el parque a jugar a la pelota.
Esa noche, tendido en su cama, tieso como un atizador, con una mano aferrando el inhalador y la mirada perdida en las sombras, oyó otra vez el susurro del leproso: De nada te servirá correr, Eddie.
8
—Caray —dijo Richie, respetuosamente.
Era la primera vez que uno de ellos abría la boca desde que Bill Denbrough terminara su relato.
—¿T-t-t-tienes otro ci-ci-cigarrillo, R-R-Richie?
Richie le dio el último del paquete que había sacado, casi vacío, del escritorio de su padre. Hasta se lo encendió.
—¿No lo soñaste, Bill? —preguntó Stan, súbitamente.
Bill sacudió la cabeza.
—N-no fue ningún s-s-sueño.
—Real —agregó Eddie, en voz baja.
Bill lo miró duramente.
—¿Q-qué?
—Real, dije. —Eddie lo miraba casi con resentimiento—. Eso ocurrió de verdad. Fue real.
Y, sin poder contenerse, aun antes de que supiera que iba a decirlo, se encontró narrando la historia del leproso que había salido del sótano en Neibolt, 29. A mitad de la historia tuvo que usar el inhalador. Y al final estalló en estridentes lágrimas, con el flaco cuerpo estremecido.
Todos lo miraban como si estuvieran incómodos. Por fin, Stan le apoyó una mano en la espalda. Bill le dio un abrazo torpe, mientras los otros apartaban la vista, abochornados.
—Es-s-s-está bien, Eddie. N-n-no imp-importa.
—Yo también lo vi —dijo Ben Hanscom, súbitamente, con voz seca, áspera, asustada.
Eddie levantó la vista con el rostro todavía anegado en lágrimas, los ojos enrojecidos y al descubierto.
—¿Qué?
—Vi al payaso —dijo Ben—. Pero no era como tú has dicho… al menos, cuando yo lo vi. No estaba todo viscoso. Estaba…, estaba seco. —Hizo una pausa, con la cabeza gacha y la vista fija en sus manos, pálidas sobre sus muslos elefantiásicos—. Creo que era la momia.
—¿Como en las películas? —preguntó Eddie.
—Como esas, pero no igual —aclaró Ben, lentamente—. En las películas se nota el truco. Da miedo, pero uno se da cuenta de que es todo montaje, ¿no? Todos esos vendajes están demasiado bien puestos, como quien dice. Pero este tipo… creo que así deben ser las momias de verdad. Si uno encontrara alguna en un cuarto, bajo una pirámide. A excepción del traje.
—¿Q-q-qué t-tra-traje?
Ben miró a Eddie:
—Un traje plateado, con grandes botones naranja en la pechera.
Eddie quedó boquiabierto. Cerró la boca y dijo:
—Si estás bromeando, dilo. Todavía…, todavía sueño con ese tío del porche.
—No bromeo —aseguró Ben.
Y comenzó a contar su historia. La contó con lentitud, comenzando con su ofrecimiento voluntario para ayudar a la señora Douglas con los libros y terminando con sus propias pesadillas. Hablaba despacio, sin mirar a los otros, como si estuviera profundamente avergonzado de su propia conducta. No levantó la cabeza hasta haber terminado.