It (Eso) – Stephen King

Mientras se prosternaba frenéticamente delante del sorprendido y azorado Ben Hanscom, Richie usó la Voz que llamaba «del negro Jim».

—¡Pero vean, vean, si es Parva Calhoun! —vociferó—. ¡No se me caiga encima, señó Parva, señó! ¡Me va’ce puré, señó! Ciento cincuenta kilos de ca’ne que se mueve, un metro de teta a teta, Parva huele iguá que mie’da de pantera. Lo llevo donde quiera, señó, pero no se caiga encima, encima de este pobre negrito.

—No te preocupes —dijo Bill—. As-s-sí es Ri-richie. E-e-está chi-chi-flado.

Richie se levantó de un salto.

—Oí muy claramente eso, Denbrough. Si no me deja en paz, le arrojaré encima a Parva, aquí presente.

—La m-m-mejor p-p-parte de ti se es-escurrió p-p-por las pi-piernas de t-t-tu padre.

—Cierto —dijo Richie—, pero mira cuánto material de primera quedó. ¿Cómo estás, Parva? Richie Tozier, Hacedor de Voces por profesión, a tu servicio.

Tendió la mano. Ben, completamente aturdido, iba a estrechársela cuando Richie la retiró. Ben se quedó parpadeando. Por fin Richie le estrechó la mano.

—Me llamo Ben Hanscom, por si te interesa —dijo Ben.

—Te he visto en la escuela. —Richie señaló con un amplio ademán el estanque, cada vez más extenso—. Seguramente eso ha sido idea tuya. Estos inútiles no sabrían encender un petardo con un lanzallamas.

—Tu abuela, Richie —dijo Eddie.

—Ah, ¿eso significa que la idea fue tuya, Eds? Caramba, disculpa. —Se arrojó a los pies de Eddie y comenzó otra vez con sus locas reverencias.

—¡Basta, levántate, que me estás salpicando de barro! —chilló Eddie.

Richie volvió a levantarse de un salto y le pellizcó la mejilla.

—¡Ay, qué rico! —exclamó.

—¡Basta! ¡Detesto eso que haces!

—Confiesa, Eds: ¿quién construyó el dique?

—B-B-Ben nos enseñó c-c-cómo se hacía —dijo Bill.

—Muy bien. —Richie giró en redondo y descubrió a Stanley Uris de pie tras él, con las manos en los bolsillos, observando tranquilamente la actuación de su compañero—. Te presento a Stan el Galán. Uris, Parva. Stan es judío. Él mató a Jesucristo. Al menos, eso es lo que Victor Criss me dijo un día. Desde entonces le hago la pelota. Imagínate: si es tan viejo, ha de tener edad para comprarnos unas latas de cerveza. ¿No es cierto, Stan?

—Creo que ése debe haber sido mi padre —aclaró Stan, en voz baja y agradable.

Eso hizo que todos se deshicieron en risas, incluido Ben. Eddie rió hasta quedar jadeante y con lágrimas en las mejillas.

—¡Uno bueno! —exclamó Richie, paseándose con los brazos sobre la cabeza, como los árbitros de fútbol para señalar que un tanto ha sido válido—. ¡Stan el Galán soltó uno bueno! ¡Vivimos un momento histórico! ¡Aleluya!

—Hola —dijo Stan a Ben, como si no prestara la menor atención a Richie.

—Hola —respondió Ben—. En segundo curso estuvimos juntos. Tú eras el chico que…

—… nunca decía nada —terminó Stan, sonriendo un poco.

—Eso.

—Stan no es capaz de decir «mierda» aunque la tenga en la boca —dijo Richie—. Y mira que muchas veces tiene la boca llena de eso. ¡Alelu…!

—B-b-basta, Richie —dijo Bill.

—Bueno, pero primero debo deciros otra cosa, aunque me duela en el alma. Creo que estáis perdiendo el dique. El valle está a punto de inundarse, compinches. Saquemos primero a las mujeres y a los niños.

Y Richie, sin molestarse en arremangarse los pantalones, ni siquiera en quitarse las zapatillas, saltó al agua y empezó a plantar panes de césped contra el ala más próxima de la represa, donde la persistente correntada empezaba a brotar en arroyos lodosos. Sus anteojos tenían una patilla remendada con cinta adhesiva, y el extremo suelto le flameaba contra el pómulo mientras trabajaba. Bill sorprendió la mirada de Eddie y sonrió un poco, encogiéndose de hombros. Así era Richie. Era capaz de volverlo a uno loco de atar… pero resultaba agradable como compañía.

Pasaron una hora más trabajando en el dique. Richie obedecía de muy buena gana las órdenes de Ben (que se habían vuelto algo vacilantes, con otros dos chicos bajo su mando) y cumplía con ellas a ritmo frenético. Cuando cada misión quedaba satisfecha, se presentaba nuevamente ante Ben para recibir otra misión, ejecutando una venia al estilo británico, mientras entrechocaba los talones mojados de sus zapatillas. De vez en cuando arengaba a los otros con una de sus Voces, ya la del comandante alemán, ya la de Toodles, el mayordomo inglés, el senador del Sur (que se parecía bastante al Gallo Claudio y, con el correr del tiempo, originaría un personaje llamado Buford Kissdrivel) y el locutor de Noticiarios Cinematográficos.

La obra no avanzaba: volaba. Y ahora, poco antes de las cinco, mientras descansaban sentados en la ribera, parecía que ya tenían el asunto dominado. La portezuela de coche, la lámina de acero arrugado y los viejos neumáticos se habían convertido en la segunda etapa del dique, todo ello sostenido por una enorme colina de tierra y piedras. Bill, Ben y Richie fumaban; Stan estaba tendido de espaldas. Un extraño habría pensado que estaba mirando el cielo, pero Eddie lo conocía mejor. Stan estaba observando los árboles al otro lado del arroyo, atento a cualquier pájaro que pudiera anotar en su libreta esa noche. Eddie se había sentado con las piernas cruzadas, placenteramente cansado y bastante feliz. En ese momento, los otros le parecían los mejores tíos con quienes uno podía entablar amistad. Encajaban bien; era como si los bordes de cada uno coincidieran con los de los otros. No hubiera podido explicarlo mejor, y en realidad no había por qué explicarlo. Decidió que bastaba con que fuera así.

Miró a Ben, que sostenía con torpeza su cigarrillo a medio fumar escupiendo con frecuencia, como si no le gustara su sabor. Le vio apagarlo y cubrir con tierra la larga colilla.

Ben levantó la vista. Al ver que Eddie lo observaba, desvió los ojos, avergonzado.

Entonces Eddie se volvió hacia Bill y vio en su cara algo que no le gustó. Bill estaba mirando los árboles y los matorrales, al otro lado del arroyo, con los ojos grises y pensativos. Esa expresión cavilosa estaba otra vez allí. Se lo veía casi como perseguido por fantasmas.

Como si le leyera los pensamientos, Bill se giró hacia él. Eddie le sonrió, pero no hubo respuesta a su sonrisa. Bill apagó su cigarrillo y paseó la vista entre los otros. Hasta Richie se había retirado al silencio de sus propias cavilaciones, algo que ocurría con la frecuencia de los eclipses lunares.

Eddie sabía que Bill rara vez decía algo de importancia, a menos que el silencio fuera absoluto, porque le costaba mucho hablar. Y de pronto lamentó no tener nada que decir. Deseó que Richie se lanzara con una de sus Voces. Tuvo la súbita seguridad de que Bill iba a abrir la boca para decir algo terrible, algo que lo cambiaría todo. Eddie tomó automáticamente su inhalador y lo retuvo en la mano, sin darse cuenta.

—O-o-oíd, ¿p-p-puedo cont-contaros a-a-algo? —pregunto Bill.

Todos lo miraron. ¡Suelta un chiste, Richie! —pensó Eddie—. Suelta un chiste, di algo muy ridículo, avergüénzalo. Lo que sea, me da igual. Cualquier cosa, con tal de que se calle. No sé qué va a decir, pero no quiero escuchar. No quiero que las cosas cambien. No quiero tener miedo.

En su mente, un susurro tenebroso graznó: Te cobraré sólo diez centavos.

Eddie se estremeció y trató de imitar esa voz, junto con la súbita imagen que despertaba en su mente: la casa de Neibolt Street, con su jardín delantero lleno de hierbas; a un lado, gigantescos girasoles cabeceando en el patio descuidado.

—Por supuesto, Gran Bill —dijo Richie—. ¿De qué se trata?

Bill abrió la boca (más aflicción para Eddie), la cerró (bendito alivio para Eddie) y volvió a abrirla (aflicción renovada).

—S-s-si o-os r-r-reís, n-n-no v-volveré a jun-juntarme c-c-con esta pandilla —dijo Bill—. P-p-parece c-c-cosa de lo-lo-locos, pero os juro que no es m-m-mentira.

—No vamos a reír —aseguró Ben. Miró a los otros—. ¿Verdad?

Stan sacudió la cabeza. Richie hizo lo mismo.

Eddie quería decir: Sí que vamos a reír, Billy. Nos reiremos hasta que se nos caiga la cabeza y diremos que eres estúpido ¿Por qué no te callas? Pero no lo dijo, por supuesto. Después de todo, era el Gran Bill. Sacudió la cabeza, angustiado. No, no reiría. Nunca en su vida había tenido menos ganas de reír.

Allí sentados, por encima de la represa que Ben les había enseñado a construir, pasearon la vista entre la cara de Bill y el estanque, cada vez más amplio, y el pantano que también se extendía más allá, para volver a la cara de Bill, escuchando, en silencio. Él les contó lo que le había pasado al abrir el álbum de fotografías de George: que el George de la fotografía escolar había girado la cabeza para guiñarle un ojo, que el libro había sangrado al arrojarlo él al otro lado de la habitación. Fue un relato largo y penoso. Cuando Bill terminó, estaba enrojecido y sudando. Eddie nunca le había oído tartamudear tanto.

Pero al fin la historia quedó contada. Bill los miró sucesivamente, a un tiempo temeroso y desafiante. Eddie vio una expresión idéntica en las caras de Ben, Richie y Stan. Era de miedo solemne y respetuoso, sin el menor tinte de incredulidad. Entonces sintió el impulso de levantarse bruscamente gritando: ¡Tonterías! ¡Quién va a creer semejante idiotez! Y aunque tú la creas, no pensarás que nosotros nos la tragamos, ¿no? ¡Las fotografías no guiñan el ojo! ¡Los álbumes no sangran! ¡Estás más loco que una cabra, Gran Bill!

Pero no podía hacerlo porque ese miedo solemne estaba también en su cara. No podía verlo, pero lo sentía.

Vuelve, chico —susurró aquella voz áspera—: Te la chuparé gratis. ¡Vuelve!

No —gimió Eddie—. Vete, por favor. No quiero pensar en eso.

Vuelve, chico.

Y entonces Eddie vio algo más. En la cara de Richie no (al menos, le pareció que no), pero en la de Stan y la de Ben sí, seguro. Comprendió que había algo más; lo comprendió porque sentía la misma expresión en su propia cara.

La identificación de algo conocido.

Te la chuparé gratis.

La casa de Neibolt Street, número 29, estaba situada ante los ferrocarriles de Derry. Era vieja y tenía las aberturas cerradas con tablas. Su porche se iba hundiendo poco a poco en la tierra. Su jardín era un montón de hierbas crecidas. En esas hierbas crecidas había un viejo triciclo, enmohecido y tumbado, con una rueda asomada en ángulo.

Pero en el lado izquierdo del porche había un enorme sector desnudo y allí se veían las sucias ventanas del sótano abiertas en los derruidos cimientos de la casa. En una de esas ventanas, Eddie Kaspbrak había visto por primera vez la cara del leproso, seis semanas antes.

6

Los sábados, si Eddie no tenía con quien jugar, solía bajar a los ferrocarriles, sin motivo alguno; simplemente, le gustaba estar allí.

Salía en su bicicleta por Witcham Street y luego cortaba hacia el noroeste, por la carretera 2. La escuela religiosa de Neibolt Street estaba emplazada en la esquina de Neibolt con la carretera 2. Era un edificio de madera, desvencijado pero limpio, con una gran cruz arriba y las palabras DEJAD QUE LOS NIÑOS VENGAN A MÍ, escritas sobre la puerta principal con letras doradas de sesenta centímetros. A veces, los sábados, Eddie oía allí dentro música y canciones. Era música evangélica, pero el que tocaba el piano lo hacía más como Jerry Lee Lewis que como un pianista de iglesia. Tampoco las canciones sonaban muy religiosas a los oídos de Eddie, aunque se hablaba mucho de «la bella Sión» y de «lavarse en la sangre del cordero» y de qué gran amigo teníamos en Jesús. Pero los que cantaban parecían estar divirtiéndose mucho para que fueran cantos sacros, a su modo de ver. De cualquier modo, aquello le gustaba tanto como Jerry Lee Lewis cuando hablaba de sacudir el esqueleto. A veces se detenía por un rato en la acera de enfrente con la bicicleta apoyada contra un árbol, y fingía leer en el césped, aunque en realidad se movía al compás de la música.

Otros sábados, la iglesia estaba cerrada y en silencio. Entonces él continuaba hacia los ferrocarriles sin detenerse, hasta donde Neibolt terminaba en un aparcamiento lleno de hierbas crecidas en las grietas del asfalto. Allí apoyaba la bicicleta contra la cerca de madera y se quedaba contemplando el ir y venir de los trenes. Pasaban muchos en sábado. La madre le había dicho que, en los viejos tiempos, se podía tomar un tren de pasajeros en ese lugar que entonces era la estación de Neibolt. Pero los trenes de pasajeros habían dejado de pasar al iniciarse la guerra de Corea.

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