Ben y Bill instalaron una segunda tabla a medio metro de la primera, corriente abajo. Ben usó nuevamente la maza para asentarla y, mientras su compañero la sujetaba, comenzó a llenar el espacio entre las dos tablas con tierra arenosa de la ribera. Al principio, el material salía por los extremos de las tablas en nubes arenosas y a Eddie le pareció que aquello no iba a dar resultado, pero cuando Ben empezó a agregar rocas y barro del lecho, las nubes de arenisca empezaron a disminuir. En menos de veinte minutos, había creado un abultado canal de tierra y piedras entre las dos tablas, en medio del riachuelo. Para Eddie, aquello era como una ilusión óptica.
—Si tuviéramos cemento de verdad…, en vez de sólo… barro y piedras…, tendrían que cambiar de sitio toda la ciudad para mediados de la semana que viene —aseguró Ben, arrojando la pala a un lado.
Se sentó en la orilla para recobrar el aliento, mientras Bill y Eddie reían. Él les sonrió. Cuando sonreía, en las líneas de su cara aparecía el fantasma del apuesto hombre que llegaría a ser. El agua había comenzado ya a agolparse tras las tablas que hacían frente a la correntada.
Eddie preguntó qué iban a hacer para impedir que el agua escapara por los flancos.
—Hay que dejarla salir. No importa.
—¿No?
—No.
—¿Por qué?
—No sé explicarlo muy bien, pero hay que dejar pasar un poco.
—¿Cómo lo sabes?
Ben se encogió de hombros. Su gesto decía: «Qué sé yo; lo sé». Y Eddie guardó silencio.
Cuando hubo descansado, Ben cogió una tercera tabla, la más gruesa de las cuatro o cinco que había llevado laboriosamente a través de la ciudad, hasta los Barrens, y la puso cuidadosamente contra la tabla inferior acuñando un extremo en el lecho del arroyo y apretando el otro contra la tabla que Bill había estado sosteniendo. Así creó el soporte que había dibujado el día anterior.
—Bueno —dijo, echándose atrás con una gran sonrisa—, creo que ya podéis soltar. El material que hay entre las dos tablas soportará la mayor parte de la presión del agua. Y el soporte se hará cargo del resto.
—¿No se irá con el agua? —preguntó Eddie.
—No. El agua lo hará clavarse más hondo.
—Y si te equivocas, te ma-ma-mataremos —dijo Bill.
—Me parece bien —concordó Ben, amablemente.
Bill y Eddie se retiraron. Las dos tablas que formaban la base del dique crujieron un poco, se inclinaron un poco… y eso fue todo.
—¡Guau! —se asombró Eddie.
—Es g-g-genial —dijo Bill, sonriente.
—Sí —reconoció Ben—. Vamos a comer.
4
Se sentaron a comer en la ribera, sin hablar mucho, mientras contemplaban el agua acumulada tras el dique y las filtraciones por los extremos de las tablas. Eddie vio que ya habían alterado un poco la geografía del arroyo: la corriente desviada estaba abriéndole huecos a la costa. Ante la mirada de los chicos, el nuevo curso del arroyo socavó la orilla más alejada al punto de provocar una pequeña avalancha.
Corriente arriba, el agua formaba un estanque más o menos circular; en un punto había llegado a sobrepasar la orilla. Unos riachuelos brillantes, llenos de reflejos, corrían por el pasto y la maleza. Poco a poco, Eddie comenzó a comprender lo que Ben había sabido desde un principio: el dique ya estaba construido. Las aberturas entre las tablas y la ribera actuaban como esclusas. Ben no había podido explicarlo así porque no conocía el término. Sobre las tablas, el Kenduskeag había tomado un aspecto henchido. El sonido carcajeante del agua llana, que avanzaba parloteando entre piedras y guijarros, ya no existía; todas las rocas, corriente arriba a partir del dique, estaban cubiertas. De vez en cuando, un poco de césped y tierra, socavados por el arroyo ensanchado, caían a la corriente con un chapoteo.
Corriente abajo, el curso del agua estaba casi vacío. Unos hilos delgados e inquietos corrían por el centro, pero eso era casi todo. Las piedras, que habían estado bajo el agua por un tiempo incontable, se secaban al sol. Eddie las contempló maravillado… y con aquella sensación extraña. Ellos habían hecho eso, ellos. Vio que una rana pasaba saltando y la imaginó pensando: «¿Adónde diablos se ha ido el agua?». Entonces soltó una carcajada.
Ben estaba guardando pulcramente sus envolturas vacías en la bolsa que había llevado para el almuerzo. Tanto Eddie como Bill quedaron asombrados ante la abundancia de la merienda que Ben desplegó: dos bocadillos de mermelada y mantequilla de cacahuete, uno de fiambre, un huevo duro (con su pizca de sal en un trocito de papel encerado retorcido), dos barras de higo, tres pastas grandes de chocolate y un Twinkie.
—¿Qué dijo tu madre cuando vio la que te habían dado? —preguntó Eddie.
—¿Eh? —Ben apartó la vista del estanque, cada vez más amplio, y disimuló un eructo tras el dorso de la mano—. Oh, bueno, yo sabía que ayer era su tarde de ir al supermercado. Llegué a casa antes que ella, me bañé y me deshice de la ropa que tenía puesta. No sé si dará cuenta de que ya no la tengo. Probablemente no note la falta de la sudadera porque tengo muchas, pero voy a tener que comprarme otros vaqueros antes de que se ponga a husmear en mis cajones.
La idea de desperdiciar el dinero en algo tan poco esencial arrojó una momentánea tristeza al rostro de Ben.
—¿Y d-d-de tus mo-mo-moretones?
—Le dije que, en el entusiasmo de terminar las clases, salí corriendo de la escuela y me caí por los escalones de entrada.
Ben puso cara de sorpresa algo ofendida al ver que Eddie y Bill reían. Bill, que estaba comiendo tarta de chocolate hecha por su madre, despidió un chorro de migas pardas y sufrió un ataque de tos. Eddie, que seguía aullando de risa, le dio unas palmadas en la espalda.
—Bueno, la verdad es que estuve a punto de caerme —dijo Ben—. Pero fue porque Victor Criss me empujó, no porque yo fuera corriendo.
—Con esa sudadera yo me cocinaría como en un asador —dijo Bill, acabando con el último bocado de tarta.
Ben vaciló. Por un momento pareció a punto de callar, pero al fin dijo:
—Cuando uno es gordo, conviene más. Usar sudaderas, digo.
—¿Por la panza? —preguntó Eddie.
Bill resopló.
—Por las t-t-t-t…
—Sí, por las tetas, y qué.
—Sí —dijo Bill, mansamente—, y qué.
Hubo un momento de torpe silencio. Luego Eddie dijo:
—Mirad qué oscura se pone el agua que sale por ese lado del dique.
—¡Jolín! —Ben se levantó de un salto—. ¡La corriente está llevándose el relleno! Ojalá tuviéramos cemento…
El daño fue reparado deprisa, pero hasta Eddie se dio cuenta de lo que pasaría cuando no hubiera nadie allí para rellenarlo a pala, casi constantemente; tarde o temprano, la erosión haría que la tabla superior se derrumbara contra la otra. Y entonces todo se vendría abajo.
—Podemos rellenar los lados —sugirió Ben—. Eso no impedirá la erosión, pero la frenará un poco.
—Si usamos arena y lodo, ¿no seguirá yéndose con el agua? —preguntó Eddie.
—Usaremos manojos de pasto.
Ben asintió, sonriendo, e hizo una O con el pulgar el índice de la mano derecha.
—Vamos. Yo sacaré los panes de césped y tú me dirás dónde ponerlos, Big Ben.
Desde atrás, una voz alegre y estridente exclamó:
—¡Dios mío! ¡Alguien ha hecho una piscina en Los Barrens, con bronceadores para el ombligo y todo!
Eddie se volvió, al notar que Ben se ponía tenso ante el sonido de aquella voz extraña y que sus labios se afinaban. A cierta distancia, corriente arriba, en el sendero que Ben había cruzado el día anterior, estaban Richie Tozier y Stanley Uris.
Richie bajó a saltos hasta el arroyo. Después de echar a Ben una mirada de cierto interés, pellizcó a Eddie en la mejilla.
—¡No hagas eso! ¡Detesto que hagas eso, Richie!
—Oh, si te encanta, Ed —aseguró Richie, radiante—. ¿Qué me cuentas? ¿Disfrutando de buenas risadas o no?
5
Hacia las cuatro, los cinco abandonaron el trabajo. Se sentaron en el barranco, mucho más arriba (el punto donde Bill, Ben y Eddie habían almorzado estaba ya bajo el agua), para contemplar la obra. Hasta a Ben le costaba creérselo. Sentía una mezcla de triunfo, cansancio e inquietud, casi miedo. Se descubrió pensando en la película Fantasía y en el ratón Mickey, aprendiz de brujo, que había sabido lo suficiente como para poner en marcha las escobas, pero no para detenerlas.
—Increíble, joder —dijo Richie Tozier suavemente, mientras se subía las gafas al puente de la nariz.
Eddie le echó un vistazo, pero aquello no era una de sus actuaciones: Richie estaba pensativo, casi solemne.
Al otro lado del arroyo, donde la tierra se elevaba para inclinarse luego colina abajo, habían creado un nuevo sector pantanoso. Los arbustos se erguían desde treinta centímetros de agua. Aun bajo sus miradas, el pantano seguía estirando nuevos pseudópodos hacia el oeste. Detrás del dique, el Kenduskeag, llano e inocuo esa misma mañana, se había convertido en una quieta y henchida extensión de agua.
Hacia las dos, el estanque ensanchado tras el dique había socavado tanto la ribera que las esclusas habían tomado el tamaño de riachos. Todos, menos Ben, salieron en una expedición de emergencia por el vertedero en busca de más materiales. Ben, mientras tanto, rellenaba metódicamente las filtraciones.
Los expedicionarios volvieron, no sólo con tablas, sino con cuatro neumáticos viejos, la portezuela herrumbrada de un Hudson 1949 y una gran chapa de acero corrugado. Bajo la dirección de Ben, agregaron dos alas al dique original bloqueando la salida del agua por los lados. Con esas alas inclinadas hacia atrás, contracorriente, el dique funcionaba aún mejor que antes.
—Cómo arreglaste a ese maldito —dijo Richie—. Eres un genio, tío.
Ben sonrió.
—No ha sido nada.
—Tengo cigarrillos —dijo Richie—. ¿Os apetece?
Sacó el arrugado paquete blanco y rojo de sus pantalones y lo pasó. Eddie lo rechazó pensando en lo que podía hacer un cigarrillo a su asma. Stan también rehusó. Bill tomó uno y Ben lo imitó, tras un instante de vacilación. Richie sacó un librillo de cerillas y encendió primero el de Ben y luego el de Bill. Estaba a punto de encender el suyo cuando Bill le apagó la cerilla de un soplido.
—Muchas gracias, Denbrough, pedazo de capullo —dijo Richie.
Bill sonrió, como pidiendo disculpas.
—Tres con un solo fós-fós-fósforo —dijo—. T-t-t-trae ma-mala suerte…
—Mala suerte la de tus padres, cuando tú naciste —replicó Richie.
Y encendió otra cerilla para su cigarrillo. Después se acostó y cruzó los brazos detrás de la cabeza. El cigarrillo brotaba hacia arriba entre los dientes.
—El sabor de la calidad —dijo, repitiendo la propaganda de esa marca. Después giró la cabeza para mirar a Eddie con un guiño—. ¿Verdad, Eds?
Eddie vio que Ben lo miraba con una mezcla de admiración y cautela. Era comprensible. Él conocía a Richie Tozier desde hacía cuatro años, pero aún no lo entendía. Richie sacaba nueves y dieces en su boletín de calificaciones, pero también regulares y deficientes en conducta. El padre le armaba un escándalo y la madre lloraba cada vez que pasaba eso. Entonces Richie juraba portarse mejor y tal vez cumplía… por quince o veinte días. El problema era que Richie no podía quedarse quieto por más de un minuto seguido; en cuanto a mantener la boca cerrada, jamás. Allí abajo, en Los Barrens, eso no le provocaba muchos problemas, pero Los Barrens no eran la Tierra de Nunca Jamás. Ellos sólo podían ser los Niños Salvajes por unas pocas horas diarias (la idea de que un niño salvaje llevara un inhalador en el bolsillo trasero hizo sonreír a Eddie). Lo único malo de Los Barrens era que uno siempre tenía que irse. Allá fuera, en el mundo adulto, las tonterías de Richie siempre causaban líos… entre los adultos, lo cual era grave, y entre tipos como Henry Bowers, lo que era todavía peor.
Su llegada, esa tarde, había sido un ejemplo perfecto. Ben apenas había tenido tiempo de decir «hola» antes de que Richie cayera de rodillas a sus pies iniciando una serie de grotescas reverencias con los brazos y las manos abofeteando el barro cada vez que se inclinaba. Al mismo tiempo, comenzó a hablar con una de sus Voces.
Richie tenía diez o doce Voces diferentes. Una tarde de lluvia había dicho a Eddie, en la buhardilla del garaje de los Kaspbrak, mientras leían revistas de La pequeña Lulú, que su ambición era llegar a ser el mayor ventrílocuo del mundo. Sería mejor que Edgar Bergen y participaría todas las semanas en El Show de Ed Sullivan. Eddie lo admiraba por esa ambición, pero preveía dificultades. Para empezar, todas las Voces de Richie se parecían mucho a la voz de Richie Tozier. Eso no impedía que Richie fuera divertido, de vez en cuando, porque lo era. Cuando se refería a las agudezas verbales y a los pedos audibles, la terminología de Richie era la misma: para él, eso era soltarse uno bueno y se pasaba la vida soltándose buenos de ambas especies, generalmente cuando no debía. En segundo término, cuando Richie oficiaba de ventrílocuo, movía los labios un poco en todos los sonidos y en los de «p» y «b» los movía mucho. Tercero, cuando Richie decía que iba a hacer imitaciones con la voz, habitualmente no la proyectaba muy lejos. Casi todos sus amigos eran demasiado buenos (o se divertían demasiado con el encanto le Richie, a veces agotador) como para mencionarle esos pequeños fallos.