De pronto recuerda algo más sobre aquel verano, algo que Bill le dijo un día: «Tienes una b-b-brújula en la c-c-cabeza, E-E-Eddie».
¡Qué complacido quedó con eso! Vuelve a sentirse complacido mientras el Cadillac 1984 vuela hacia el puesto de peaje. Aumenta la velocidad hasta el límite legal de cien kilómetros por hora y busca música tranquila en la radio. En aquellos tiempos habría podido morir por Bill, si hubiera sido necesario. Con que Bill se lo hubiera pedido, Eddie se habría limitado a responder: «Por supuesto, Gran Bill. ¿Tienes pensado cuándo?».
Eddie ríe ante eso. No es mucha risa, sólo un resoplido, pero basta para provocarle una risa de verdad. Últimamente no ríe casi nunca, y en ese negro peregrinaje no esperaba, por cierto, mucha risada (esa palabra era de Richie; quería decir carcajadas, como cuando preguntaba: «¿Alguna buena risada por tu lado en lo que va del día, Eds?»). Pero es de suponer que, si Dios tiene la crueldad de conceder a los fieles lo que más desean en la vida, bien puede caer en la perversidad de repartir una o dos risadas por el camino.
—¿Alguna buena risada por tu lado, últimamente, Eds? —pregunta en voz alta.
Y vuelve a reír. Joder, cómo detestaba que Richie le llamara Eds… Pero también, en cierto modo, le gustaba. Así como a Ben Hanscom terminó por gustarle, tal vez, que Richie le llamara Parva. Era algo así como… un nombre secreto. Una identidad secreta. Un modo de ser alguien completamente aparte de los miedos, las esperanzas, las exigencias constantes de los padres. Richie no sacaba bien una sola de sus bienamadas voces, pero tal vez sabía lo importante que era, para descastados como ellos, convertirse a veces en otras personas.
Eddie echa un vistazo al cambio alineado pulcramente sobre el tablero del Cadillac; acomodar el cambio es otra de las triquiñuelas automáticas del oficio. Cuando llegan los puestos de peaje, no conviene andar buscando la moneda correspondiente, sólo para descubrir que estamos en un peaje automático sin el cambio necesario.
Entre las monedas hay dos o tres dólares de plata falsa. Siempre tiene unos cuantos a mano, porque los peajes automáticos de las autopistas de Nueva York los aceptan.
Y eso enciende otra de esas luces en su mente: dólares de plata. Pero no esos sándwiches de cobre, sino dólares de plata de verdad, con la Libertad estampada en una cara, vestida de gasas. Los dólares de plata de Ben Hanscom. Sí, pero ¿no fue Bill, o Ben, o Beverly, quien una vez usó esas monedas de plata para salvarles la vida? No está muy seguro. En realidad, no está muy seguro de nada. ¿O es que no quiere recordar?
Allá dentro estaba oscuro —piensa súbitamente. Eso lo recuerda—. Allá dentro estaba oscuro.
Boston ya ha quedado bien atrás y la niebla comienza a levantarse. Hacia delante están MAINE N. H. y TODA NUEVA INGLATERRA. Hacia delante está Derry, y en Derry hay algo que debería haber muerto hace veintisiete años, pero que de algún modo no murió. Algo con tantas caras como Lon Chaney. Pero ¿qué es eso, en realidad? ¿Acaso no lo vieron, al final, como realmente era, con todas las máscaras descartadas?
Ah, recuerda tantas cosas…, pero no lo suficiente.
Recuerda que amaba a Bill Denbrough; recuerda muy bien eso. Bill nunca se burlaba de su asma. Bill nunca le llamaba «mariquita llorón». Quería a Bill como habría querido a un hermano mayor… o a su padre. Bill sabía qué hacer. A dónde ir. Qué cosas ver. Bill nunca era obstáculo para nada. Cuando se corría con Bill, se corría como si a uno lo llevara el diablo y se reía mucho… pero casi nunca se perdía el aliento. Y casi nunca perder el aliento era grandioso, qué joder, tanto que Eddie se lo diría a todo el mundo. Cuando uno corría con el gran Bill, había risadas todos los días.
—Claro, chico, toooodos los días —dice, en una de las voces de Richie Tozier, y vuelve a reír.
Había sido idea de Bill hacer ese dique en Los Barrens, y en cierto modo fue el dique lo que los unió a todos. Ben Hanscom fue el que les mostró cómo construirlo… y lo hicieron tan bien que se metieron en líos con el señor Nell, el policía de la zona. Pero había sido idea de Bill. Y aunque todos, menos Richie, habían visto, en Derry, cosas muy extrañas, terroríficas, desde principios de ese año, fue Bill el primero en reunir valor para decir algo en voz alta.
Ese dique.
Ese maldito dique.
Se acordó de Victor Criss: «Adios, mocosos. Era un diquecito de mierda, de veras. Estaréis mejor sin eso».
Un día después, Ben Hanscom, sonriente, les decía:
«Podríamos.
»Podríamos inundar.
«Podríamos inundar Los»
2
Barrens enteros, si quisiéramos.
Bill y Eddie miraron a Ben con cara de duda; luego, las cosas que Ben había llevado: algunas tablas (sustraídas del patio trasero del señor McKibbon, sin duda, pero eso no importaba, porque el señor McKibbon, probablemente, se las había sustraído a alguien), una maza y una pala.
—No sé —dijo Eddie, mirando a Bill de reojo—. Ayer, cuando probamos, no funcionó muy bien. La corriente se llevaba los palos.
—Pero con esto va a funcionar —aseguró Ben.
Él también miraba a Bill, esperando la decisión final.
—B-bueno, p-p-probemos —dijo Bill—. E-e-e-esta ma-mañana llamé a R-r-richie Tozier. Va a v-v-venir más t-t-tarde, dijo. A lo mejor él y St-St-Stanley quieren ay-ayudar.
—¿Qué Stanley? —preguntó Ben.
—Uris —completó Eddie.
Estaba observando cautelosamente a Bill; ese día se le notaba algo diferente, menos entusiasmado con la idea de hacer un dique. Bill estaba pálido ese día, como distante.
—¿Stanley Uris? Creo que no lo conozco. ¿Va a la Derry?
—Es de nuestra edad, pero ya terminó cuarto —aclaró Eddie—. Empezó la escuela un año después, porque cuando era pequeño siempre estaba enfermo. Si crees que ayer te dieron una buena paliza, deberías alegrarte de no estar en el pellejo de Stan. A Stan siempre lo están moliendo a palos.
—Es j-j-judío —explicó Bill—. A m-m-muchos chi-chicos no les g-gusta porque es ju-ju-judío.
—¿Ah, sí? —se extrañó Ben, impresionado—. ¿Judío? —Después de una pausa, añadió, con cautela—: ¿Es como ser turco… o más bien como ser egipcio?
—Creo que m-m-más bien como ser tur-tur-turco —dijo Bill. Cogió una de las tablas que Ben había traído y la estudió. Medía alrededor de un metro ochenta de largo y casi un metro de ancho—. Mi p-p-papá dice que c-c-casi todos los ju-judíos son na-narigones y t-t-tienen muchi-muchísima pasta p-p-p-pero St-St-St…
—Pero Stan tiene una nariz como todas y nunca tiene un centavo —le ayudó Eddie.
—Sí —confirmó Bill, y esbozó una verdadera sonrisa por primera vez en el día.
Ben sonrió.
Eddie sonrió.
Bill arrojó la tabla a un lado y se levantó para sacudirse los vaqueros. Cuando bajó al borde del arroyo, los otros dos le siguieron. Bill hundió las manos en los bolsillos traseros, con un hondo suspiro. Eddie estaba seguro de que su amigo iba a decir algo grave. Bill miró a Eddie, luego a Ben y, finalmente, a Eddie otra vez. Ya no sonreía, y Eddie tuvo miedo de pronto.
Pero Bill sólo dijo:
—¿Tienes tu inhalador, E-Eddie?
El chico se dio una palmada en el bolsillo.
—Estoy armado —dijo.
—Oye, ¿cómo fue lo de la chocolatada? —preguntó Ben.
Eddie se echó a reír.
—¡Grandioso! —confirmó.
Él y Ben rompieron en una carcajada, mientras Bill los miraba, sonriente, pero desconcertado. Cuando Eddie le explicó el asunto, él hizo una señal de asentimiento.
—L-l-la ma-madre de Eddie t-t-tiene mi-miedo de que él se rompa y no co-co-consiga re-repuesto.
Eddie resopló e hizo ademán de empujarlo al arroyo.
—Cuidado con lo que haces, caraculo —dijo Bill, imitando curiosamente la voz de Henry Bowers—. Te voy a volver la cara de un puñetazo y podrás mirarte cuando te limpies.
Ben cayó al suelo, chillando de risa. Bill le dirigió una mirada, sin dejar de sonreír, con las manos en los bolsillos traseros del pantalón. Sonreía, sí, pero algo lejano, algo distraído. Miró a Eddie y después señaló a Ben con la cabeza.
—El ch-chico está m-medio t-t-tocado —dijo.
—Sí —concordó Eddie. Pero algo le hacía sentir que se limitaban a representar un rato agradable. Bill tenía algo en la cabeza. Probablemente lo diría cuando estuviese dispuesto. Ahora bien: ¿Eddie tenía ganas de enterarse?—. Este chico es mentalmente retardado.
—Petardeado —sugirió Ben, aún riendo.
—¿V-v-vas a enseñ-ñ-ñarnos c-c-cómo se hace un dique o p-p-piensas pasarte el día con el c-c-culo en el suelo?
Ben volvió a levantarse. Miró primero el arroyo, que discurría a velocidad moderada. El Kenduskeag no era muy ancho en esa parte de Los Barrens, pero el día anterior los había derrotado. Ni Bill ni Eddie habían podido descubrir el modo de resistirse a la corriente. Pero Ben sonreía con la sonrisa de alguien que piensa hacer algo nuevo, algo divertido, pero no muy difícil. Eddie pensó: Él sabe cómo hacerlo; creo que sabe, sí.
—Bueno —dijo—. Tendrán que sacarse los zapatos, chicos, porque se van a mojar los piececillos.
La madre mental que Eddie llevaba en la cabeza habló de inmediato, severa y autoritaria como un agente de tráfico: ¡Ni se te ocurra Eddie! ¡Ni se te ocurra! Mojarse los pies es un modo entre mil de pescar un resfriado. Y el resfriado lleva a la neumonía. ¡Así que ni se te ocurra!
Bill y Ben ya estaban sentados en la orilla, quitándose las zapatillas y los calcetines. Ben se enrollaba trabajosamente las perneras del vaquero. Bill miró a Eddie con ojos claros y cálidos llenos de simpatía. De pronto, Eddie tuvo la seguridad de que el Gran Bill conocía exactamente sus pensamientos. Y se sintió avergonzado.
—¿V-v-vienes?
—Sí, claro —dijo Eddie.
Se sentó en la ribera para descalzarse, mientras la madre rezongaba dentro de su cabeza…, pero su voz se estaba tornando cada vez más lejana y hueca. Fue un alivio notarlo; era como si alguien hubiera enganchado la espalda de su blusa con un anzuelo muy gordo y se la estuviera llevando lejos de él por un pasillo muy largo.
3
Era uno de esos perfectos días de verano que, en un mundo donde todo estuviera en su sitio, uno jamás olvidaría. Una brisa moderada mantenía lejos a la mayor parte de los mosquitos y los tábanos. El cielo tenía un color azul seco y brillante. La temperatura andaba por los veintidós o veintitrés grados. Los pájaros, cantando, se ocupaban de sus pajariles asuntos en los matorrales y en los árboles crecidos. Eddie tuvo que usar su inhalador una sola vez, pero su pecho se alivió de inmediato y su garganta pareció ensancharse como por arte de magia, hasta tomar el tamaño de una autopista. Pasó el resto de la mañana con el chisme olvidado en el bolsillo trasero.
Ben Hanscom, que el día anterior pareció tan tímido e inseguro, se convirtió en un general lleno de confianza en sí mismo, una vez dedicado de lleno a la construcción del dique. De vez en cuando, subía a la barranquilla y allí se erguía, con las manos lodosas en las caderas, observando la obra en marcha, mientras murmuraba para sí. A veces se mesaba el pelo, que, hacia las once de la mañana, estaba erguido en descabellados y cómicos picos.
Eddie sintió, en un principio, inseguridad; después, una sensación de júbilo; por fin, algo totalmente extraño, a un tiempo misterioso, atemorizante y productor de entusiasmo. Era una sensación tan ajena a su temperamento habitual que no pudo darle nombre hasta que se fue a la cama, por la noche, y repasó el día con la vista perdida en el techo. Poder. Eso había sido su sensación. Poder. Aquello daría resultado, por Dios, y daría un resultado aún mejor de lo que él y Bill (tal vez el mismo Ben) habían soñado.
Notó que también Bill se estaba entusiasmando; al principio, sólo un poco, aún mascullando lo que tenía en mente, fuera lo que fuese; después, poco a poco, se fue entregando a la tarea. Una o dos veces descargó una palmada en el carnoso hombro de Ben diciéndole que era un tipo increíble. En cada oportunidad, Ben enrojeció de satisfacción.
Ben hizo que Eddie y Bill pusieran una tabla cruzando el arroyo, mientras él usaba la maza para asentarla en el lecho de la corriente.
—Listo; está clavada, pero tú tendrás que sostenerla para que la corriente no se la lleve —dijo a Eddie.
Y Eddie quedó de pie en medio del arroyo, sujetando la tabla, mientras el agua, al pasar por arriba, convertía sus manos en ondulantes estrellas de mar.