El pájaro se paseaba allá arriba. Tac-tac-tac-tac.
Mike retrocedió un poco, juntó más trozos de azulejos y los amontonó ante la boca de la chimenea, tan cerca como se atrevió a ponerlos. Si aquello volvía, él quería estar en condiciones de disparar a quemarropa. La luz, afuera, aún era intensa. Corría mayo y aún tardaría en oscurecer, pero ¿qué pasaría si el ave decidía esperar?
Mike tragó saliva. Por un instante, los flancos secos de su garganta se frotaron entre sí.
Arriba: tactactac.
Ya tenía un buen montón de municiones. En la penumbra que reinaba allí, más allá de donde el ángulo del sol creaba una espiral de sombras dentro del tubo, parecía un puñado de vajilla rota barrida por un ama de casa. Mike se frotó las palmas sucias contra las perneras de los vaqueros y esperó.
Transcurrió cierto tiempo antes de que algo pasara; no habría podido decir si fueron cinco minutos o veinticinco. Sólo tenía conciencia de que el pájaro seguía paseándose allá arriba como un insomne a las tres de la mañana.
Por fin, sus alas volvieron a agitarse. Aterrizó frente a la boca de la chimenea. Mike, de rodillas tras su montón de azulejos, comenzó a arrojarle proyectiles antes de que pudiera inclinar la cabeza. Uno de ellos se clavó en la pata amarilla arrancando un hilo de sangre tan oscura que parecía casi negra. Mike aulló, triunfal, aunque su voz casi se perdió bajo el chillido furioso del ave:
—¡Sal de aquí! ¡Te seguiré acribillando hasta que te largues, lo juro por Dios!
El pájaro voló hasta la parte superior de la chimenea y reanudó sus paseos.
Mike esperaba.
Por fin, las alas volvieron a agitarse levantando vuelo. Mike aguardó, esperando que esas patas de gallina gigantesca volvieran a aparecer. No fue así. Esperó un rato más, seguro de que era una treta. Por fin comprendió que, si seguía allí, no era por eso. Esperaba porque sentía miedo de salir, de abandonar la protección del agujero.
¡Nada de eso! ¡No me gusta eso! ¡No soy un gallina!
Se llenó las manos de fragmentos de azulejo y guardó otros dentro de su camisa. Así armado, salió de la chimenea tratando de mirar a todos los lados al mismo tiempo, lamentando no tener ojos en la nuca. Sólo se veía, en derredor, el terreno sembrado de restos destrozados y mohosos dejados por el estallido de la Fundición Kitchener. Giró en redondo, seguro de ver al pájaro subido en el borde de la chimenea como un cuervo, un cuervo ya tuerto; sólo querría que el niño lo viera antes de atacar por última vez usando ese pico afilado para clavar, desgarrar, arrancar.
Pero el ave no estaba allí.
En verdad, se había ido.
Los nervios de Mike cedieron.
Dejó escapar un entrecortado alarido de miedo y corrió hacia la cerca, maltratada por el clima, que separaba el solar de la carretera. Mientras corría dejó caer los últimos trozos de azulejos. Los que llevaba bajo la camisa cayeron también, al salírsele de los pantalones. Franqueó la cerca con una sola mano, como Roy Rogers cuando se exhibe ante Dale Evans. Se aferró al manillar de su bicicleta y corrió junto a ella diez o doce metros, por la carretera, antes de subir. Después pedaleó como un loco, sin atreverse a mirar atrás ni a disminuir la marcha, hasta llegar a la intersección de Pasture Road y Main Street, donde había mucho tráfico.
Cuando llegó a su casa, el padre estaba cambiando las bujías al tractor. Observó que el chico estaba polvoriento y desarrapado. Mike vaciló un segundo antes de explicar que se había caído de la bicicleta al esquivar un bache.
—¿No te rompiste ningún hueso, Mike? —preguntó Will, observando a su hijo con más atención.
—No, papá.
—¿Ninguna torcedura?
—Tampoco.
—¿Seguro?
Mike asintió.
—¿Has recogido algún recuerdo?
Mike metió la mano en el bolsillo y sacó la rueda dentada para mostrársela al padre. Will le echó una breve mirada antes de extraer un diminuto fragmento de azulejo que Mike tenía clavado en la parte carnosa del pulgar. Eso pareció interesarle mucho más.
—¿Es de la vieja chimenea?
Mike asintió.
—¿Te metiste allí?
Mike volvió a asentir.
—¿No has visto nada allí dentro? —De inmediato, como para trocar la pregunta en chiste, aunque no había sonado nada chistosa, Will agregó—: ¿Algún tesoro enterrado?
El chico sacudió la cabeza, con una sonrisita.
—Bueno, no le cuentes a tu madre que estuviste curioseando por allí. Nos mataría, primero a mí y después a ti. —Miró a su hijo más de cerca— . Mike, ¿seguro que estás bien?
—Claro.
—Pareces algo ojeroso.
—A lo mejor estoy un poco cansado —explicó Mike—. No te olvides de que hay doce, quince kilómetros hasta allá, ida y vuelta. ¿Quieres que te ayude con el tractor, papá?
—No, creo que, por esta semana, he terminado de acondicionarlo. Entra a lavarte.
Cuando Mike iba a cumplir la orden, el padre lo llamó otra vez.
—No quiero que vuelvas a ese lugar —dijo—, al menos, mientras no se aclare ese asunto y atrapen al bastardo que está haciendo eso. Tú no has visto a nadie por allí, ¿verdad? ¿No te persiguió nadie, no trataron de detenerte a gritos?
—No había ninguna persona, papi —dijo Mike.
Will encendió un cigarrillo, moviendo la cabeza.
—Creo que hice mal en mandarte ir allá. Esos lugares viejos… a veces son peligrosos.
Sus ojos se encontraron por un instante.
—Está bien, papá —dijo Mike—. De cualquier modo, no quiero volver. Me dio un poco de miedo.
El padre volvió a menear la cabeza.
—Cuanto menos se diga, mejor, supongo. Ahora ve a lavarte. Y di a tu madre que ponga tres o cuatro salchichas más.
Así lo hizo Mike.
6
Eso ya no importa —pensó Mike Hanlon, mirando los surcos que llegaban hasta el parapeto del canal—. Eso ya no importa, y de cualquier modo pudo haber sido un sueño, y además…
En el borde del canal había manchas de sangre reseca.
Mike las observó. Después bajó la vista al canal. El agua negra pasaba suavemente. A los lados de cemento se adherían cintas de sucia espuma amarillenta, que a veces se liberaban para flotar corriente abajo, en perezosas curvas. Por un momento, sólo por un momento, dos manojos de esa espuma se unieron para formar una cara, una cara de niño, con los ojos vueltos hacia arriba, en un rictus de terror y agonía.
Mike perdió el aliento, como si se lo hubiera dejado enganchado en una esquina.
La espuma se separó, perdiendo otra vez significado. En ese momento Mike oyó un fuerte chapoteo a su derecha. Giró bruscamente la cabeza, encogiéndose un poco, y por un instante creyó ver algo en las sombras del túnel de salida, donde el canal volvía a la superficie, tras su paso por debajo de la ciudad.
De inmediato desapareció.
De pronto, helado y temblando, el chico buscó en el bolsillo la navaja que había encontrado en el césped y la arrojó al canal. Se oyó un pequeño chapoteo, que provocó un oleaje; se inició en un círculo, pero la corriente le dio forma de punta de flecha. Después, nada.
Nada, salvo el miedo que lo estaba sofocando y la mortífera certidumbre de que algo, muy cerca, lo estaba observando, calculando sus posibilidades, tomándose tiempo.
Giró, con intención de caminar hacia su bicicleta (correr habría sido dignificar esos miedos y perder la propia dignidad), pero entonces volvió a sonar ese chapoteo; esta vez, mucho más potente. Al cuerno con la dignidad. Mike echó a correr a toda velocidad, en busca del portón y de su bicicleta; subió el soporte con un talón y salió pedaleando, a toda prisa. El olor a mar fue, de inmediato, muy denso…, demasiado denso. Estaba en todas partes. Y el agua que goteaba de las ramas mojadas hacía demasiado ruido.
Algo venía hacia él. Oyó pasos acechantes, arrastrados, en el césped.
Se irguió sobre los pedales, poniendo toda su fuerza, y voló por Maine Street sin mirar atrás. Se dirigió hacia su casa a toda velocidad preguntándose qué demonios le había hecho salir, para empezar, qué lo había atraído.
Después trató de pensar en sus tareas, en todas sus tareas y en nada más que en sus tareas. Al cabo de un rato tuvo éxito.
Y cuando vio los titulares en el periódico, al día siguiente (NUEVOS TEMORES POR LA DESAPARICIÓN DE UN NIÑO), pensó en la navaja de bolsillo que había arrojado al canal, en aquellas iniciales E. C. raspadas en el mango. Pensó en la sangre que había visto en el césped.
Y pensó en aquellos surcos que se interrumpían a la vera del canal.
VII. EL DIQUE EN LOS BARRENS
1
Boston, vista desde la autopista a las cinco menos cuarto de madrugada, parece una ciudad de muertos cavilando tristemente sobre alguna tragedia de su pasado; una plaga, tal vez una maldición. Del océano viene el olor de la sal, pesado y sofocante. Largas cintas de niebla matutina oscurecen, en su mayor parte, lo que podría estar a la vista.
Mientras conduce hacia el norte, por Storrow Drive, el Cadillac 84 que ha retirado de Limusinas Cape Cod, Eddie Kaspbrak piensa que puede sentirse la edad de ese lugar, tal vez como en ninguna otra ciudad de Norteamérica. Comparada con Londres, Boston es un niño; comparada con Roma, un bebé de pecho; pero para Norteamérica, al menos, es vieja, viejísima. Ya estaba en esas lomas hace trescientos años, cuando nadie había pensado en impuestos al té y a los sellos, cuando los grandes próceres aún no habían nacido.
Su vetustez, su silencio y el olor neblinoso del mar: todo eso pone nervioso a Eddie. Cuando Eddie está nervioso necesita de su inhalador. Se lo mete en la boca y dispara una nube de rocío revitalizante a su garganta.
Hay pocas personas en las calles por las que pasa, y sólo uno o dos peatones en los puentes para cruce; ellos desmienten la impresión de haber caído en un relato lovecraftiano, de ciudades condenadas, demonios ancestrales y monstruos de nombres impronunciables. Allí, amontonados en torno de las señales que indican paradas de autobús, hay camareras, enfermeras, empleados públicos, rostros desnudos y abotagados por el sueño.
Así me gusta —piensa Eddie, pasando bajo un cartel que reza: PUENTE TOBIN—. Así me gusta: limítense a los autobuses. Olvídense del subterráneo. Los subterráneos son mala idea; yo no bajaría a ellos, si estuviera en su lugar. Abajo no. En los túneles no.
Es una mala idea para tenerla en la cabeza; si no se deshace pronto de ella, necesitará otra vez de su inhalador. Cabe agradecer que en el puente Tobin el tránsito sea más denso. Pasa junto a un monumento en construcción; a un lado, se lee una advertencia algo intranquilizante: ¡NO CORRAS! ¡TE ESPERAMOS!
Allí un letrero verde indica: I-95 A MAINE — A TODA NUEVA INGLATERRA. Le echa un vistazo y, de pronto, un escalofrío lo sacude hasta los huesos. Sus manos se sueldan momentáneamente al volante del Cadillac. Le gustaría creer que son los primeros síntomas de alguna enfermedad, un virus, tal vez una de las «fiebres intermitentes» de su madre, pero sabe que no es así. Es la ciudad erguida tras él, silenciosamente detenida en el filo que separa el día de la noche, y lo que ese cartel le promete. Está enfermo, sí, de eso no cabe duda, pero no se trata de un virus ni de una fiebre intermitente. Ha sido envenenado por sus propios recuerdos.
Tengo miedo —piensa Eddie—. Era eso lo que estaba siempre en el fondo. El miedo. Eso era todo. Pero al final, creo que, de algún modo, lo invertimos. Lo usamos. ¿Cómo?
No lo recuerda. Se pregunta si alguno de los otros lo recordará. Por el bien de todos, espera que así sea.
Un camión pasa zumbando a su izquierda. Eddie, que aún lleva las luces encendidas, hace un guiño con los faros en cuanto el camión se adelanta a distancia prudencial. Lo hace sin pensar. Se ha convertido en algo automático, como parte de su trabajo de conducir. El invisible conductor del camión, a su vez, hace dos rápidos guiños con sus intermitentes, agradeciéndole la cortesía. Si todo fuera tan fácil y sencillo, piensa Eddie.
Sigue los carteles hasta la I-95. El tránsito hacia el norte es escaso, aunque las vías hacia el sur, a la ciudad, comienzan a llenarse a pesar de la hora temprana. Eddie conduce el gran coche como flotando, previendo casi todas las señales de tráfico y ubicándose en el carril correcto mucho antes de lo necesario. Hace años, literalmente, que no pasa de largo ante la salida buscada. Elige sus carriles tan automáticamente como ha indicado al camionero que podía adelantar sin problemas, tan automáticamente como, en otros tiempos, encontró el camino en el laberinto de senderos de Los Barrens, allá en Derry. El hecho de que nunca antes había conducido por los alrededores de Boston, una de las ciudades más confusas de Norteamérica para el automovilista, no parece importar mucho.