¡Oh, basta, por el amor de Dios!
Pero un escalofrío le recorrió la espalda. Decidió que era hora de coger cualquier cosa y salir pitando de allí. Levantó algo, casi al azar, y resultó una rueda dentada de unos diecisiete o dieciocho centímetros de diámetro. Usó el lápiz que llevaba en el bolsillo para quitar apresuradamente la tierra de entre los dientes. Luego se guardó el recuerdo en el bolsillo. Ahora se iría de allí enseguida, si…
Pero sus pies se movieron lentamente en la dirección incorrecta, hacia el sótano; se dio cuenta, con horror, de que necesitaba mirar hacia dentro. Necesitaba ver.
Se sujetó de una viga esponjosa que brotaba de la tierra y se balanceó hacia adelante tratando de mirar hacia abajo. No podía. Estaba a cuatro o cinco metros del borde, pero aún no llegaba a ver el fondo del sótano.
No me importa si veo el sótano o no. Ahora mismo me voy. Ya tengo mi recuerdo. No tengo por qué mirar ese agujero feo. Y la nota de papá decía que no me acercara.
Pero esa curiosidad entristecida, casi febril, no lo dejó en paz. Se acercó al sótano, paso a paso, trémulo, consciente de que, en cuanto la viga de madera estuviera fuera de su alcance, ya no tendría de dónde sujetarse, consciente también de que el suelo, allí, estaba embarrado y poco firme. A lo largo del borde se veían depresiones como tumbas donde el suelo había cedido y comprendió que en esos lugares se habían producido derrumbes.
Con el corazón palpitando en su pecho, con el paso duro y medido de un soldado, llegó al borde y miró hacia abajo.
Anidado en el sótano, el pájaro levantó la mirada.
En un principio, Mike no estuvo seguro de lo que veía. Todos los nervios de su cuerpo parecían congelados, incluyendo los que transportaban el pensamiento. No era sólo por el espanto de ver a un pájaro monstruoso con el pecho naranja como el de un petirrojo y el plumaje descoloridamente gris, como el de un gorrión. Era, sobre todo, por el espanto de lo completamente inesperado. Había ido preparado para ver restos de maquinaria medio sumergidos en charcos de agua estancada y en lodo negro. En cambio, estaba viendo un nido gigantesco que llenaba todo el sótano de punta a punta. Con las pajas que lo componían hubieran podido hacerse varias parvas de heno, pero eran briznas plateadas, viejas. El pájaro estaba posado en el medio, con los ojos de bordes brillantes negros como alquitrán caliente; por un momento de locura, antes de que se rompiera su parálisis, Mike se vio reflejado en cada uno de ellos.
Entonces la tierra comenzó súbitamente a moverse y a correr bajo sus pies. Mike oyó el sonido desgarrado de las raíces que cedían y notó que estaba resbalando.
Con un chillido, se arrojó hacia atrás, manoteando en busca de equilibrio. Lo perdió y cayó pesadamente al suelo sembrado de escombros. Un trozo de metal, duro y romo, se le hincó dolorosamente en la espalda. Tuvo tiempo de pensar en la silla para vagabundos antes de oír el susurro explosivo de las alas.
Trepó de rodillas, arrastrándose, sin dejar de mirar por encima del hombro. El pájaro se elevó desde el sótano. Sus garras escamosas eran color naranja opaco. Las alas que batía, cada una de tres metros o más, agitaron el pasto crecido al azar como lo haría la hélice de un helicóptero. El ave emitió un graznido zumbante, gorjeante. Unas cuantas plumas sueltas le cayeron de las alas y descendieron en espiral hacia el sótano.
Mike se puso de pie y echó a correr.
Corrió a toda velocidad por el terreno ya sin mirar atrás, temeroso de mirar atrás. Ese pájaro no se parecía a Rodan, pero él percibía que era su espíritu el que se elevaba desde el sótano de la Fundición Kitchener como de una horrible caja de sorpresas. Tropezó y cayó sobre una rodilla, pero se levantó para volver a correr.
Ese graznido extraño, entre zumbante y gorjeante, volvió a dejarse oír. Una sombra lo cubrió y al levantar la mirada vio que el ave había pasado a metro y medio por encima de su cabeza, por arriba. Abría y cerraba su pico amarillento descubriendo la rosada superficie interior. Giró otra vez en dirección a Mike. El viento que generaba le barrió la cara trayendo consigo un olor seco y desagradable: polvo de buhardillas, antigüedades muertas, almohadones podridos.
Mike se desvió hacia la izquierda. Entonces volvió a ver la chimenea caída. Corrió en esa dirección, todo lo que podían sus piernas, con los brazos aleteando con golpes cortos al costado. El ave graznó dejando oír el aleteo de sus alas. Parecían velámenes. Algo golpeó a Mike en la nuca y un fuego ardoroso le corrió hasta el cuello. Sintió que se esparcía como sangre comenzando a gotear por el cuello de su camisa.
El ave volvió a girar con intención de cogerlo con sus garras y llevárselo como si fuera un ratón. Quería llevárselo a su nido. Quería comérselo.
Mientras volaba hacia él, en picado, con esos ojos negros, horriblemente vivos, fijos en él, Mike giró bruscamente hacia la derecha. El ave no lo alcanzó… pero por muy poco. El hedor polvoriento de sus alas era sobrecogedor, insoportable.
Ahora corría en dirección paralela a la chimenea caída; sus azulejos pasaban como un borrón. Ya tenía el extremo a la vista. Si llegaba hasta allí y lograba girar a la izquierda para meterse dentro, tal vez se salvase. El pájaro parecía demasiado grande como para entrar allí. Estuvo a punto de no llegar. El ave voló nuevamente contra él apuntando hacia arriba al llegar, levantando un huracán con las alas. Sus garras escamosas descendían ya hacia Mike. Chilló otra vez y en esa oportunidad el niño creyó oír una nota de triunfo en su grito.
Bajó la cabeza, levantó el brazo y se lanzó hacia adelante. Las garras se cerraron. Por un momento, su antebrazo quedó en poder del ave. Era como estar apresado por unos dedos increíblemente fuertes coronados por duras uñas. Mordían como dientes. Los aleteos del ave sonaban como truenos. Mike tuvo apenas conciencia de las plumas que caían a su alrededor, algunas rozándole la mejilla como besos fantasmales. Luego, el pájaro volvió a elevarse. Por un momento, Mike se sintió tironeado hacia arriba hasta quedar de puntillas… y por un segundo petrificante las punteras de sus zapatillas perdieron contacto con la tierra.
—¡Suéltame! —vociferó, torciendo el brazo.
Por un momento, las garras siguieron sujetándolo, pero de pronto se desgarró la manga de la camisa. Mike cayó al suelo con un golpe seco, y el pájaro chilló. Mike volvió a correr rozando las plumas de la cola, haciendo arcadas ante aquel hedor seco. Era como correr por entre una cortina de plumas.
Tosiendo aún, con los ojos irritados por las lágrimas y ese polvo asqueroso que cubría las plumas del ave, cayó dentro de la chimenea derrumbada. Ya no pensaba en lo que podía estar acechando allí dentro. Corrió hacia la oscuridad donde sus sollozos jadeantes cobraban un eco oscuro. Retrocedió unos seis metros antes de girar hacia el brillante círculo de luz. El pecho le subía y le bajaba espasmódicamente. De pronto comprendió que, si había calculado mal el tamaño del ave o el diámetro de la chimenea, se habría matado tal como si hubiera puesto la pistola de su padre contra su frente antes de apretar el gatillo. No había salida. Eso no era un tubo, sino un callejón cerrado. El otro extremo de la chimenea estaba oculto en la tierra.
El ave volvió a graznar. De pronto se oscureció la luz del extremo libre. Aquel pájaro se había posado en tierra. Mike vio sus patas amarillas, escamosas, tan gruesas como un muslo de hombre. Luego, el animal agachó la cabeza para mirar hacia dentro. Mike se encontró mirando fijamente aquellos ojos, horriblemente vivos, negros como alquitrán fresco y con aros de oro a modo de iris. Su pico se abría y se cerraba una y otra vez, siempre con un chasquido audible, como el que uno oye al cerrar los dientes con fuerza.
Afilado —pensó Mike—. Es un pico afilado. Yo sabía, claro, que los pájaros tienen el pico afilado, pero hasta ahora no había pensado en eso.
Otro chillido. Sonaba tan potente en aquella garganta de azulejos que Mike se cubrió las orejas con las manos.
El ave comenzó a entrar, trabajosamente, por la boca de la chimenea.
—¡No! —gritó el chico—. ¡No, no puedes!
La luz se iba borrando mientras el pájaro metía su cuerpo por el tubo de la chimenea. Oh, Dios mío, ¿cómo no pensé que era casi todo plumas, que podía estrecharse? La luz se borraba, se borraba… Desapareció por completo. Sólo quedaban la negrura total, el sofocante olor del pájaro y el sonido susurrante de sus plumas.
Mike cayó de rodillas y comenzó a tantear el suelo curvo de la chimenea con las manos bien abiertas. Encontró un trozo de azulejo roto cuyos bordes afilados estaban forrados por algo que parecía musgo. Echó el brazo hacia atrás y lo arrojó. Se oyó un ruido seco. El ave repitió su gorgojeo zumbante.
—¡Sal de aquí! —aulló Mike.
Reinó el silencio… y luego se inició otra vez aquel sonido susurrante, como de papel de seda, al reanudar el pájaro su forcejeo por avanzar en el tubo. Mike palpó el suelo, encontró otros fragmentos de azulejo y comenzó a arrojarlos, uno tras otro. Rebotaban sordamente en el ave y tintineaban contra la curva de la chimenea.
Por favor, Dios mío —pensó Mike, incoherente—. Por favor, por favor, Dios mío…
Entonces se le ocurrió que debía retroceder por el tubo. Había entrado por la base de la chimenea; lo lógico era que se estrechara hacia arriba. Podría retroceder escuchando ese susurro que lo seguía; si tenía suerte, tal vez llegara a un punto donde el ave no pudiera seguir avanzando.
Pero, ¿y si el pájaro se atascaba?
En ese caso, él y el pájaro morirían juntos allí. Morirían juntos y juntos se pudrirían. En la oscuridad.
—¡Por favor, Dios mío! —vociferó, sin saber que había hablado en voz alta.
Arrojó otro fragmento de azulejo y esa vez su impulso fue más poderoso. Sintió, diría a los otros mucho después, como si alguien estuviera detrás de él en ese momento y ese alguien hubiera dado a su brazo un impulso tremendo. Esa vez no se oyó el rebote entre las plumas, sino un ruido chapoteante, como el que podría hacer una palmada en la superficie de gelatina semisolidificada. El pájaro chilló, pero no de furia, sino de auténtico dolor. El tenebroso tremolar de sus alas llenó la chimenea; un aire maloliente pasó junto a Mike como un huracán agitándole la ropa. Entre toses y arcadas, retrocedió entre el polvo y el musgo que se arremolinaban.
Volvió la luz, gris y débil al principio, pero cada vez más potente, mientras el ave se retiraba de la boca. Mike rompió en lágrimas y, dejándose caer de rodillas, comenzó a buscar trozos de azulejos como enloquecido. Sin noción consciente, se adelantó con las manos llenas de proyectiles (la luz le permitía ver que estaban manchados de musgo y líquenes azul grisáceo, como lápidas de pizarra) hasta que llegó casi a la boca de la chimenea. No dejaría, en lo posible, que el ave volviera a entrar.
Estaba allí, inclinado, con la cabeza torcida, tal como suelen ponerla en su percha los pájaros adiestrados y Mike vio dónde le había dado con su último proyectil. El ojo derecho había desaparecido casi por completo; en vez de esa centelleante burbuja de alquitrán fresco, había un cráter lleno de sangre. Un engrudo de color gris blancuzco goteaba desde la comisura corriendo hasta el pico. En ese chorro mórbido se retorcían diminutos parásitos.
Lo vio y se lanzó hacia adelante. Mike comenzó a arrojarle trozos de azulejo que le golpearon en la cabeza y el pico. El ave se retiró por un momento y volvió a atacar con el pico abierto, descubriendo otra vez aquel interior rosa… y revelando algo que dejó a Mike momentáneamente petrificado, con la boca abierta: la lengua del ave era plateada, con una superficie tan resquebrajada como lava volcánica ya enfriada. Y sobre esa lengua, como extrañas pelotas de pasto seco que hubieran arraigado allí, había varios pompones color naranja.
Mike arrojó los últimos fragmentos directamente al interior de aquellas fauces abiertas. El pájaro volvió a retirarse aullando de rabia, frustración y dolor. Por un momento, Mike vio sus garras de reptil. Después, sus alas batieron el aire y la monstruosa figura desapareció.
Un momento después, el chico levantó la cara, casi gris bajo el polvo y los trozos de musgo que los ventiladores de esas alas habían arrojado contra él, hacia el repiqueteo de las uñas contra el azulejo. Lo único limpio en su rostro eran los surcos lavados por las lágrimas.