—No queríamos hacerle daño —repitió Steve.
Era la posición a la cual retrocedía cada vez que se sentía siquiera levemente confuso.
—Por eso te conviene estar a buenas con nosotros —dijo Avarino, con gravedad—. Si dices toda la verdad ahora, a lo mejor esto no pasa de una meadita en la nieve. ¿Verdad, Barney?
—Muy cierto —concordó Morrison.
—Y bien, ¿qué me dices? —insistió Avarino.
—Bueno…
Y Steve, lentamente, empezó a hablar.
7
Cuando Elmer Curtie inauguró el «Falcon», en 1973, pensaba que su clientela estaría compuesta, principalmente, por los pasajeros del autobús; la terminal vecina recibía a tres líneas diferentes. Pero lo que no se le ocurrió fue que muchos de los pasajeros eran mujeres o familias remolcando niños pequeños. Entre los otros, muchos llevaban sus propias botellas y no bajaban nunca del autobús. Quienes lo hacían eran, habitualmente, soldados o marineros que sólo querían uno o dos vasos de cerveza; después de todo, nadie suele emborracharse en una parada de diez minutos.
Curtie empezó a descubrir alguna de esas grandes verdades hacia 1977, pero por entonces ya era demasiado tarde; estaba endeudado hasta las cejas y no podía salir del saldo en rojo. Se le ocurrió incendiar el negocio para cobrar el seguro, pero probablemente lo atraparían, a menos que contratara a un profesional para que le prendiera fuego… y no tenía ni idea de dónde podría contratarse un incendiario profesional.
En febrero de ese año decidió esperar hasta el 4 de julio; si por entonces las cosas no pintaban mejor, iría a la estación vecina para coger un autobús y ver qué se podía hacer en Florida.
Pero en los cinco meses siguientes llegó una asombrosa y tranquila prosperidad al bar, que estaba pintado en negro y oro, con decoración de pájaros embalsamados (el hermano de Elmer Curtie había sido un aficionado a la taxidermia, especializado en aves, y él había heredado sus cosas después de su muerte). De pronto, en vez de servir sesenta cervezas y veinte copas por noche, Elmer se encontró sirviendo ochenta cervezas y cien copas… ciento veinte… A veces, hasta ciento sesenta.
Su clientela era joven, cortés y casi exclusivamente masculina. Muchos de sus parroquianos vestían de modo extravagante, pero en esos años la vestimenta extravagante era casi reglamentaria. Elmer Curtie no se dio cuenta de que sus clientes eran casi exclusivamente homosexuales hasta 1981, poco más o menos. Si los habitantes de Derry le hubieran oído decir eso, habrían pensado que Elmer Curtie los tomaba por tontos… pero era la absoluta verdad. Como en el caso del marido engañado, fue prácticamente el último en enterarse. Y por entonces ya no le importaba. El bar estaba dando dinero, y aunque había otros cuatro en Derry que daban ganancia, sólo en el «Falcon» no había parroquianos revoltosos que demolieran periódicamente el local. Para empezar, no había mujeres por las que pelearse. Y esos hombres, maricas o no, parecían haber descubierto algún secreto para llevarse bien que sus equivalentes heterosexuales desconocían.
Una vez consciente de las preferencias sexuales de sus parroquianos, Elmer comenzó a oír relatos escalofriantes sobre el «Falcon» por todas partes; circulaban desde hacía años, pero hasta entonces, Curtie no había tenido noticia de ello. Los narradores más entusiastas de esas anécdotas, según llegó a notar, eran hombres que no se habrían dejado llevar al «Falcon» ni a punta de pistola por miedo a perder todos los músculos de sus muñecas o algo parecido. Sin embargo, parecían sumamente enterados.
Según esos relatos, en una noche cualquiera se veía allí a hombres que bailaban abrazados, frotándose las pollas allí mismo, en la pista de baile; a hombres que se besaban en la boca, sentados a la barra; a hombres que hacían porquerías en los aseos. Supuestamente, en la trastienda se podía pasar un rato en la Torre del Poder: allí había un tipo grandote, con uniforme nazi, que tenía el brazo engrasado casi hasta el hombro y que se ocupaba de uno con mucho gusto.
En realidad, ninguna de esas cosas era cierta. Si alguien iba allí para aplacar la sed con una cerveza o una copa, no veía nada fuera de lo común. Había muchos hombres, eso sí, pero lo mismo pasaba en miles de bares de obreros de todo el país. La clientela podía ser gay, pero gay no quiere decir estúpido. Si querían hacer algunas locuras, iban a Portland. Y si querían hacer locuras gordas, como en las películas, iban a Nueva York o a Boston. Derry era una ciudad pequeña y provinciana; su pequeña comunidad homosexual conocía bien la sombra bajo la cual existía.
Don Hagarty llevaba dos o tres años concurriendo al «Falcon» cuando, aquella noche de marzo de 1984, apareció por primera vez con Adrian Mellon. Hasta entonces había sido de los que gustan variar; rara vez se presentaba con el mismo acompañante más de cinco o seis veces. Pero hacia fines de abril, hasta el propio Elmer Curtie, a quien le importaban muy poco esas cosas, notó que Hagarty y Mellon se estaban tomando la relación en serio.
Hagarty trabajaba como dibujante para una empresa de ingenieros, en Bangor. Adrian Mellon era escritor independiente; publicaba cuando y donde podía: en revistas de compañías aéreas, en publicaciones íntimas, en diarios provincianos, suplementos dominicales o revistas de sexo. Estaba escribiendo una novela, pero tal vez no era algo serio, porque llevaba trabajando desde su tercer año de universidad, hacía ya doce.
Había ido a Derry para escribir un artículo sobre el canal por comisión del New England Byways, una lustrosa publicación quincenal que aparecía en Concord. Adrian Mellon había aceptado el encargo porque así podía sacarle al Byways dinero para tres semanas de gastos, incluyendo una bonita habitación en el «Derry “Town House”», y reunir todo el material necesario en cinco días, como mucho. Dedicaría las otras dos semanas a reunir material suficiente para tres o cuatro artículos regionales más.
Pero en ese período de tres semanas conoció a Don Hagarty y en vez de volver a Portland al terminar sus tres semanas, buscó un pequeño apartamento en una calle discreta. Sólo vivió allí seis semanas antes de irse a vivir con Don Hagarty.
8
Ese verano, según dijo Hagarty a Harold Gardener y a Jeff Reeves, fue para Adrian el más feliz de su vida. Habría debido saberlo, dijo; habría debido saber que, si Dios tiende una alfombra a los tíos como él, es sólo para arrancársela de bajo los pies.
La única sombra, dijo, era el extravagante fanatismo con que Adrian se había apegado a Derry. Tenía una camiseta con la leyenda MAINE ES BONITO – DERRY, ¡GENIAL! Y una chaqueta del equipo los Tigres de Derry, del instituto local. Y el sombrero, por supuesto. Hagarty aseguraba que esa atmósfera le resultaba vital y vigorizantemente creativa. Tal vez había algo de cierto en eso, pues Adrian había sacado la novela, que languidecía en un baúl, por primera vez en casi un año.
—Entonces, ¿era cierto que estaba trabajando en ella? —preguntó Gardener a Hagarty; en realidad no le importaba pero quería mantenerlo hablando.
—Sí. Sacaba página tras página. Decía que tal vez fuera una novela horrible, pero al menos no sería horrible y además inconclusa. Esperaba terminarla para su cumpleaños, en octubre. No sabía, por supuesto, cómo es Derry, en realidad. Creía saberlo, pero no había vivido aquí el tiempo suficiente para verle la verdadera cara. Yo trataba de advertirle, pero él no me prestaba atención.
—¿Y cuál es la verdadera cara de Derry, Don? —preguntó Reeves.
—Se parece mucho a una ramera muerta con el culo lleno de gusanos —dijo Don Hagarty.
Los dos policías lo miraron fijamente, llenos de silencioso asombro.
—Es un lugar malo —prosiguió Hagarty—. Es una cloaca. ¡No van a decirme que ustedes dos no lo saben! ¿Se han pasado aquí la vida entera y no lo saben?
Ninguno de ellos respondió. Al cabo de un rato, Hagarty siguió hablando.
9
Hasta la llegada de Adrian Mellon a su vida, Don había estado pensado en salir de Derry. Llevaba tres años allí, sobre todo porque había alquilado a largo plazo, un apartamento con una estupenda vista al río. Pero el contrato estaba por vencer y Don se alegraba. Se acabarían los largos viajes de ida y vuelta a Bangor. Y las vibraciones extrañas. Una vez le dijo a Adrian que en Derry siempre se sentía como si fueran las veinticinco horas. A Adrian podía parecerle una ciudad estupenda, pero a Don le daba miedo. No sólo por la cerrada fobia contra los homosexuales, actitud claramente expresada tanto en los sermones del predicador como en las leyendas pintarrajeadas en Bassey Park, pero éste era un detalle que había podido señalar con toda claridad. Adrian se había echado a reír.
—En toda ciudad norteamericana, Don, hay personas que odian a los gays —dijo—. No me digas que lo ignoras. Después de todo, estamos en la era de Ronnie Haron y Phyllis Housefly.
—Acompáñame a Bassey Park —respondió Don, al ver que Adrian hablaba en serio, convencido de que Derry era como cualquier otra ciudad del país—. Quiero mostrarte algo, mi amor.
Fueron en el coche a Bassey Park. Eso habían sido en los últimos días de la primavera, más o menos un mes antes de que asesinaran a Adrian, dijo Hagarty a los policías. Llevó a su amigo hasta las sombras oscuras y de un olor vagamente desagradable del Puente de los Besos. Señaló una de las pintadas. Adrian tuvo que encender una cerilla y arrimarse para poder leerla.
ENSÉÑAME LA POLLA, MARICA Y TE LA CORTARÉ
—Sé lo que piensa la gente de los homosexuales —dijo Don, en voz baja—. En Dayton, cuando era adolescente, me dieron una paliza en una parada de camioneros. En Portland, unos tipos prendieron fuego a mis zapatos, ante una cafetería, mientras un policía gordo y culón se reía sentado en el coche patrulla. He visto muchas cosas, pero nunca algo como esto. Mira aquí, fíjate.
Otro fósforo puso al descubierto: CLAVOS EN LOS OJOS A TODOS LOS MARICAS (EN EL NOMBRE DE DIOS).
—Quien sea el que escribe estas pequeñas homilías es un caso grave de demencia profunda. No me sentiría tan mal si supiera que se trata de una sola persona, de un enfermo aislado, pero… —Don señaló toda la longitud del puente con un vago ademán del brazo—. Hay muchas cosas como éstas… y no creo que las haya escrito una sola persona. Por eso quiero marcharme de Derry, Adri. Hay demasiados lugares y demasiada gente aquí que parecen afectados de demencia profunda.
—Bueno, espera a que termine mi novela, ¿quieres? Por favor. Hasta octubre, nada más, te lo prometo. Aquí el aire es mejor.
—No sabía que el peligro estaba en el agua —diría después Don Hagarty, amargamente, a los policías.
10
Tom Boutillier y el jefe Rademacher se inclinaron hacia adelante y aguzaron el oído. Chris Unwin, sentado con la cabeza gacha, hablaba monótonamente con el suelo. Esa era la parte que les interesaba oír, la parte que enviaría a la cárcel a dos de esos salvajes, cuando menos.
—La feria era una porquería —dijo Unwin—. Ya estaban cerrando todas las atracciones: la montaña rusa, la batidora. En los coches locos habían puesto el cartel de cerrado. Los únicos abiertos eran los juegos para niños. Así que seguimos caminando hasta que Webby vio el tiro al blanco y pagó cincuenta centavos y entonces vio un sombrero como el del marica y trató de tirar ese, pero fallaba y fallaba y cada vez que fallaba se ponía peor, ¿sabe? Y Steve es el que se pasa diciendo tranquilo y por qué coño no te tranquilizas, ¿sabe? Pero esa noche estaba que se comía las paredes, porque tomó esa píldora, ¿sabe? No sé qué píldora. Una roja; a lo mejor hasta legal. Pero la tenía tomada con Webby. Yo pensé que Webby le iba a pegar, ¿sabe? Y le decía: No sirves ni para ganar ese sombrero de marica. Tienes que estar reventado para no ganar ni ese sombrero de marica. Al final, la señora le dio un premio, aunque no había acertado, creo que para perdernos de vista. No sé. A lo mejor no. Pero creo que sí. Era una de esas cosas que hacen ruido, ¿sabe? Uno sopla y eso se infla y se desenrolla y hace un ruido como de pedo, ¿sabe? Yo tenía uno que me regalaron por Navidad o por Reyes o algo así y me gustaba mucho, pero lo perdí. O a lo mejor alguien me lo birló en esa mierda de escuela, ¿sabe? Bueno, cuando la feria estaba por cerrar, ya salíamos y Steve seguía con el rollo de que Webby no podía ni ganar ese sombrero de marica, ¿sabe? Y Webby no decía nada y me di cuenta de que era mala señal, pero no sabía qué hacer, ¿sabe? Quería cambiar de conversación, pero no se me ocurría nada, ¿sabe? Así que cuando fuimos al aparcamiento, Steve dice: «¿Adónde queréis ir, a casa?». Y Webby: «Vamos a pasar primero por el “Falcon”, a ver si ese marica está por ahí».