Lo empujaban camino abajo, uno de cada lado. Cuando empezaba a rodar con facilidad, Will subía de un salto, hacia girar la llave, retardaba la chispa, pisaba el embrague y ponía la primera con la manaza cerrada sobre el pomo de la puerta. Después gritaba: «¡Empújame hasta que pase lo difícil!».
Soltaba el embrague y el viejo motor Ford tosía, se ahogaba, lanzaba escupitajos… y a veces arrancaba, con trabajo al principio, suavizándose después. Will rugía colina abajo, hacia las Granjas Rhulin, y usaba ese camino de entrada para dar la vuelta (si hubiera ido en dirección contraria, Butch, el loco, el padre de Henry Bowers, probablemente le habría volado la cabeza con un rifle). Después volvía, haciendo bramar el motor sin silenciador, mientras Mike brincaba de entusiasmo, lanzando vítores. La madre, a la puerta de la cocina, se secaba las manos con un repasador y fingía un desagrado que, en verdad, no sentía.
Otras veces el camión no arrancaba. Entonces Mike tenía que esperar a que su padre volviera del granero llevando la manivela y murmurando por lo bajo. Mike estaba muy seguro de que algunas de esas palabras murmuradas eran palabrotas; en esos momentos su padre le daba un poco de miedo. (Sólo mucho más tarde, durante una de esas interminables visitas al hospital en donde Will Hanlon agonizaba, descubrió que su padre murmuraba porque la manivela le inspiraba temor: una vez lo había golpeado cruelmente al escapar de su sitio, abriéndole un lado de la boca).
—Apártate, Mickey —decía, encajando la manivela en la base del radiador. Y cuando el Ford A estaba, por fin, en marcha, decía que al año siguiente lo cambiaría por un Chevrolet. Pero nunca lo hacía. Ese viejo híbrido Ford A aún estaba tras la casa, hundido en la hierba hasta los ejes.
Cuando funcionaba, con Mike ya sentado junto a su padre olfateando el aceite caliente y los humos de escape, entusiasmado por la brisa que entraba por el agujero sin vidrios, pensaba: Ya está aquí la primavera. Todos estamos despertando. Y en su alma se elevaba un hurra silencioso que sacudía los muros de ese jubiloso cubículo. Sentía amor hacia todo lo que le rodeaba y, sobre todo, hacia su padre, que le sonreía, gritando:
—¡Sujétate, Mickey! ¡Vamos a darle con todo! ¡Ya verás como corren los pájaros a esconderse!
Y volaba por la carretera, con las ruedas traseras escupiendo tierra negra y arcilla gris. Los dos se bamboleaban dentro de la cabina, sobre el asiento-sofá, riendo como tontos. Will hacía pasar el Ford A por la hierba alta del sembrado trasero que se reservaba para el heno, ya hacia el sembrado del sur (patatas), el del oeste (maíz y habas) o el del este (guisantes, calabazas y calabacines). A su paso, los pájaros salían volando desde la hierba al paso del camión, chillando de terror. Una vez fue una codorniz la que alzó el vuelo, ave magnífica, tan parda como los robles al avanzar el otoño. El explosivo zumbar de sus alas se escuchó aun por encima del rugido del motor.
Esos paseos eran la puerta de Mike Hanlon hacia la primavera.
El trabajo del año se iniciaba con la cosecha de rocas. Durante una semana, todos los días, sacaban el Ford A y cargaban la parte trasera de piedras que hubieran podido romper una hoja de arado cuando llegara el momento de abrir la tierra y plantar. A veces, el camión se atascaba en el barro de primavera y Will mascullaba por lo bajo… más palabrotas, suponía Mike. Él conocía algunas de esas palabras y expresiones, pero otras, como «hijo de una gran ramera», lo intrigaban. Había encontrado esa palabra en la Biblia y, hasta donde captaba la situación, una ramera era una mujer que venía de un sitio llamado Babilonia. Una vez decidió preguntárselo al padre, pero el Ford A estaba hundido en el barro hasta los amortiguadores, de modo que decidió esperar mejor oportunidad pues había nubes de tormenta en el ceño de su padre. Acabó consultándolo con Richie Tozier, y Richie le dijo lo que su propio padre le había explicado: que una ramera era una mujer a la que se pagaba para que tuviera relaciones sexuales con los hombres.
—¿Qué quiere decir tener relaciones sexuales? —preguntó Mike.
Y Richie se había alejado, apretándose la cabeza con las manos.
En cierta ocasión, Mike preguntó a su padre por qué, si todos los años pasaban el mes de abril cosechando piedras, siempre había más piedras al abril siguiente.
Estaban de pie ante el vertedero, al atardecer del último día de la cosecha de piedras de ese año. Un camino de tierra apisonada que no se merecía el nombre de carretera iba desde el fondo del sembrado oeste hasta ese barranco, próximo a la ribera del Kenduskeag. El barranco era un confuso montón de rocas extraídas de año en año de los terrenos de Will.
Will había contemplado esas malas tierras, que él había cultivado sólo al principio, con ayuda de su hijo después (bajo esas rocas, él lo sabía, estaban los restos podridos de los tocones que él mismo había arrancado, de uno en uno, antes de poder arar). Encendió un cigarrillo y dijo:
—Según solía decir mi padre, Dios ama las piedras, las moscas, las hierbas y a la gente pobre por encima del resto de sus creaciones. Por eso hizo tantas de esas cosas.
—Pero es como si cada año regresaran.
—Sí, eso pienso yo —respondió Will—. No cabe otra explicación.
Una gaviota graznó en el otro lado del Kenduskeag en un crepúsculo oscuro que había dado al agua un color rojo naranja intenso. Era un graznido solitario, tan solitario que puso carne de gallina en los brazos cansados de Mike.
—Te quiero, papá —dijo súbitamente, sintiendo ese cariño con tanta intensidad que los ojos le ardieron de lágrimas.
—Bueno, yo también te quiero, Mickey —repuso su padre y lo abrazó con fuerza.
Mike sintió la tela áspera de su camisa contra la mejilla.
—Y ahora, ¿qué te parece si volvemos a casa? Tenemos el tiempo justo para darnos un buen baño antes de que esa buena mujer sirva la cena.
—Ayuh —asintió Mike.
—Ayuh tu abuela —replicó Will Hanlon.
Y los dos rieron, cansados, pero felices, brazos y piernas trabajados, pero no en exceso, raspadas las manos por las piedras, pero no demasiado doloridas.
Ya está aquí la primavera —pensó Mike esa noche, al adormilarse en su cuarto, mientras sus padres miraban la tele en el cuarto vecino—. Ha vuelto la primavera. Gracias, Dios mío, muchas gracias. Y al volverse para dormir, dejándose caer en el sueño, oyó otra vez el graznido de la gaviota. La primavera daba mucho trabajo, pero era hermosa.
Terminada la cosecha de piedras, Will dejaba el Ford A entre el pasto crecido, detrás de la casa, y sacaba del granero el tractor. Había llegado el momento de gradar; el padre conducía el tractor mientras Mike iba en la parte trasera, sujeto al asiento de hierro, o caminaba a un lado recogiendo cualquier piedra que se les hubiera pasado por alto para arrojarlas a un lado. Después se plantaba y finalmente venía el trabajo del verano: azada y más azada. La madre reparaba a Larry, Moe y Curly,[17] los tres espantajos, mientras Mike ayudaba a su padre a hacer bramaderas para poner sobre cada una de las cabezas rellenas de paja. Una bramadera era una lata con ambos extremos cortados. Se ataba un trozo de cordel, bien encerado y tenso, atravesando el centro de la lata, y cuando el viento soplaba por allí, provocaba un sonido escalofriante, una especie de graznido. Las aves no tardaban en descubrir que Larry, Moe y Curly no representaban amenaza alguna, pero las bramaderas siempre las asustaban.
A partir de julio había que cosechar, además de azadonar: primero los guisantes y los rábanos; después la lechuga y los tomates sembrados bajo cobertizo; en agosto el maíz y las habas; en septiembre más maíz y más habas, para terminar con las calabazas y los calabacines. En algún momento, entre todo eso, venían las patatas. Después, cuando los días se acortaban y el aire se afilaba, él y su padre guardaban las bramaderas (que desaparecerían durante el invierno, invariablemente; al parecer, siempre había que hacer nuevas al llegar la primavera). Al día siguiente, Will llamaba a Norman Sadler (tan tonto como su hijo Moose, pero infinitamente más bueno) y Norman aparecía con su máquina de cosechar patatas.
Durante las tres semanas siguientes, todos ellos trabajaban en la recolección de patatas. Además de la familia, Will contrataba a tres o cuatro chicos de la secundaria para que ayudaran a cambio de veinticinco centavos por saco. El Ford A recorría lentamente los surcos del sembrado sur, el más grande, siempre a escasa velocidad y con el portón trasero abierto; iba lleno de sacos, cada uno con el nombre de la persona que lo había llenado. Al terminar la jornada, Will abría su vieja billetera y pagaba a cada recolector en efectivo. También Mike y su madre recibían su paga; ese dinero era de ellos, y Will Hanlon nunca preguntaba qué hacían con él. Mike había recibido una participación del 5 por ciento en la granja al cumplir los cinco años (edad suficiente, decía Will, para manejar una azada y distinguir entre la hierba y las plantas de guisantes). Cada año se le asignaba otro uno por ciento; pasado el día de Acción de Gracias, Will computaba los beneficios de la granja y deducía la parte de Mike… Pero el chico nunca veía un centavo de ese dinero. Se lo depositaba en su cuenta de ahorros para la Universidad, y no se tocaría bajo ninguna circunstancia.
Al fin llegaba el día en que Normie Sadler volvía a su casa con su cosecha de patatas. Por entonces, el aire habría tomado un tono gris y habría escarcha en las calabazas anaranjadas, apiladas a un lado del granero. Mike, de pie en el patio, con la nariz roja y las manos sucias escondidas en los bolsillos del vaquero, contemplaba a su padre, que llevaba al granero el Ford A y después el tractor. Pensaba: Nos estamos preparando para dormir otra vez. La primavera… desapareció. El verano… se fue. La cosecha… terminó. Sólo quedaba en ese momento el extremo abotargado del otoño: árboles desnudos, tierra congelada, un encaje de hielo en las orillas del Kenduskeag. En los sembrados, los cuervos se posaban a veces en los hombros de Moe, Larry y Curly, y se quedaban todo el tiempo que desearan: los espantajos estaban mudos, desprovistos de amenaza.
El final de un año más no horrorizaba a Mike (a los nueve, a los diez años, era aún demasiado joven como para hacer metáforas mortales), porque había muchas cosas interesantes que hacer: andar en trineo por el parque McCarron o en la colina Rhulin, allí, en Derry, si uno era valiente (aunque eso era, generalmente, para los más grandes), patinar en el hielo y organizar batallas con bolas de nieve o construcciones de castillos de nieve. Había tiempo para pensar en salir con su padre en busca de un pino navideño. Había tiempo para pensar en los esquís «Nordica» que podrían regalarle o no en Navidad. El invierno era hermoso… pero cuando veía a su padre llevar el Ford A al granero…
(la primavera desapareció, el verano se fue, la cosecha terminó)
siempre se sentía triste, así como se sentía triste cuando veía las bandadas emigrando hacia el sur y así como sentía a veces ganas de llorar sin motivo, ante cierta inclinación de la luz. Nos estamos preparando otra vez para dormir…
No todo era escuela y tareas, tareas y escuela. Will Hanlon había dicho a su mujer, más de una vez, que los chicos necesitan tiempo para ir de pesca, aunque no era pescar lo que hacían. Cuando Mike llegaba a casa desde la escuela, lo primero que hacía era poner sus libros sobre el televisor de la sala; lo segundo, prepararse alguna merienda (era especialmente adepto a los sándwiches de cebolla y mantequilla de cacahuete, gusto que desataba en su madre gestos de indefenso espanto); lo tercero, leer la nota que su padre le hubiera dejado diciéndole dónde estaría él y cuáles eran sus tareas a ejecutar: ciertos surcos a los que arrancar las hierbas o dónde iniciar la cosecha, cestos a llevar, siembras a rotar, lugares a barrer, cualquier cosa. Pero un día laboral a la semana (a veces, dos) no había nota alguna. En esas ocasiones, Mike iba de pesca, aunque no era pescar lo que hacía. Esos días eran grandiosos. Como no tenía un sitio determinado al que ir, no sentía prisa alguna por llegar allí.