Se levantó otra vez. Quería correr, pero cuando lo intentó, hubo otra carga de dinamita que estalló en su hombro. Tuvo que detenerse. Sabía que a esa altura debería estar superando el susto, calificándose de estúpido por aterrorizarse ante un reflejo o tal vez por quedarse dormido sin darse cuenta y tener una pesadilla. Pero no era así, al contrario. El corazón ya le palpitaba tan deprisa que no era posible distinguir un latido de otro; tuvo la certeza de que pronto le estallaría de miedo. No podía correr, pero cuando salió de entre los sauces logró alcanzar un paso de trote renqueante.
Fijó la vista en la farola que marcaba el portón principal del parque. Se encaminó hacia allí, algo más rápido, pensando: Llegaré hasta la luz, y pasará el susto, llegaré hasta la luz, y pasará el susto. Luz plena, no más pena, noche buena…
Algo lo seguía.
Eddie lo sintió avanzar pesadamente por el bosquecillo de sauces. Si volvía la cabeza lo vería. Lo estaba alcanzando. Ya oía sus pasos, una especie de marcha arrastrada, chapoteante. Pero no quiso mirar atrás; no, miraría hacia la luz y continuaría su carrera hacia ella, y ya estaba casi llegando, casi…
Fue el hedor lo que le hizo mirar atrás. Un hedor mareante, como si una montaña de pescado se hubiera convertido en carroña bajo el calor del verano. Era el olor de un océano muerto.
Ya no era Dorsey quien lo seguía. Era el Monstruo de la Laguna Negra. Tenía el hocico largo y blindado. Un fluido verde goteaba desde dos aberturas negras en sus mejillas, como bocas verticales. Sus ojos eran blancos y parecían de gelatina. Sus dedos palmeados tenían uñas que parecían hojas de afeitar. Respiraba con un ruido burbujeante y grave, como el de un buzo con el regulador defectuoso. Cuando vio que Eddie lo miraba, sus labios verdinegros se arrugaron hacia atrás, descubriendo los colmillos enormes en una sonrisa muerta y vacua.
Iba tras él, chorreando, y Eddie lo comprendió súbitamente: quería llevárselo otra vez al canal, llevarlo a la húmeda negrura del pasaje subterráneo del canal. Para devorarlo.
Eddie echó a correr. La farola del portón estaba más cerca. Ya podía ver su halo de insectos y polillas. Un camión pasó a poca distancia, hacia la Ruta 2. El conductor estaba cambiando las marchas y la mente desesperada, aterrorizada de Eddie se dijo que quizás iba bebiendo café en un vaso de papel mientras escuchaba música por la radio sin saber que, a menos de doscientos metros, había un niño que, en veinte segundos más, podía morir.
El hedor. El abrumador hedor que se acercaba. Lo rodeaba por completo.
Fue un banco del parque lo que le hizo tropezar. Algunos chicos lo habían empujado sin darse cuenta, algo más temprano, al correr para llegar a casa antes del toque de queda. Su asiento asomaba a cuatro o cinco centímetros desde el pasto, verde sobre verde, casi invisible en la oscuridad. El borde se clavó contra la espinilla de Eddie, causando un estallido de vidrioso, exquisito dolor. Cayó al césped.
Al mirar atrás vio que el monstruo se acercaba, centelleantes sus ojos de huevo pasado por agua, con las escamas chorreando lodo del color de las algas; las agallas subían y bajaban en el cuello abultado, abriendo y cerrando las mejillas.
—¡Aggg! —graznó Eddie. Al parecer, no podía decir otra cosa—. ¡Aggg! ¡Aggg! ¡Aggg!
Ahora se arrastraba, clavando los dedos en el césped, con la lengua fuera.
Un segundo antes de que las manos callosas del monstruo, apestando a pescado, se le cerraran alrededor del cuello, se le ocurrió una idea consoladora: Esto es un sueño; no puede ser de otra manera. No hay ningún monstruo, no hay ninguna Laguna Negra. Y aunque la hubiera, eso era en Sudamérica o en los pantanos de Florida, algo así. Esto es sólo un sueño. Voy a despertar en mi cama, o tal vez entre la hojarasca bajo el estrado de la orquesta, y…
Aquellas manos de batracio atenazaron su cuello. Los gritos ásperos de Eddie quedaron borrados. Cuando el monstruo le hizo girar, los ganchos que brotaban de esos dedos garabatearon marcas sangrantes, como caligrafía, en su cuello. El chico miró aquellos ojos blancos, relucientes. Sintió que las membranas entre los dedos le apretaban el cuello como ceñidas bandas de algas vivas. Su vista, aumentada por el terror, reparó en la aleta, algo así como una cresta de gallo, pero también la aleta caudal del bagre venenoso, en la cabeza encorvada del monstruo. Mientras las manos se cerraban cortándole el aire, pudo ver que la luz blanca de la farola tomaba un tono verde ahumado al trasluz de esa membrana.
—No… eres… de verdad —jadeó.
Pero las nubes grises se estaban cerrando sobre él. Comprendió, vagamente, que ese monstruo era bastante real. Después de todo, lo estaba matando.
Sin embargo, algo de raciocinio perduró hasta el mismo final. Mientras el monstruo le clavaba las garras en la carne blanda del cuello, mientras su arteria carótida cedía, en un chorro caliente e indoloro que manchó el blindaje de reptil de aquella cosa, las manos de Eddie tantearon el lomo de la bestia, buscando un hipotético cierre de cremallera. Sólo cayeron cuando el monstruo le arrancó la cabeza de los hombros, con un gruñido grave y satisfecho.
En tanto la imagen que Eddie tenía de Eso comenzaba a desvanecerse, Eso se transformó prontamente en otra cosa.
4
Sin poder dormir, acosado por las pesadillas, un niño llamado Michael Hanlon se levantó poco después de la primera luz en el primer día de vacaciones. Era una luz pálida, arropada en una niebla densa y baja que se levantaría a eso de las ocho, quitando la envoltura a un perfecto día de verano.
Pero eso sería más tarde. De momento, el mundo era todo gris y rosa, silencioso como un gato en la alfombra.
Mike, vestido con pantalones de pana, camiseta y zapatillas de deporte negras, bajó la escalera, desayunó un bol de cereales Wheaties (en realidad no le gustaba esa marca, pero la había pedido por el regalo que traía la caja) y luego subió de un salto a su bicicleta para pedalear hacia la ciudad, circulando por las aceras debido a la niebla. La niebla lo cambiaba todo convirtiendo los objetos comunes, como las bocas de incendio y las señales de tráfico, en cosas misteriosas, extrañas y algo siniestras. Los coches se dejaban oír, pero no ver; gracias a la extraña cualidad acústica de la niebla, uno no sabía si estaban lejos o cerca hasta que los veía aparecer, con fantasmales halos de humedad alrededor de los faros.
Giró a la derecha por Jackson Street dejando el centro a un lado y luego cruzó hacia Main por Palmer Lane; mientras pedaleaba por el callejón, de una sola manzana, pasó ante la casa donde viviría cuando fuera adulto. No la miró. Era sólo una vivienda pequeña, de dos plantas, con un garaje y un jardín pequeño. No emitía vibraciones especiales para el niño que pasaría allí la mayor parte de su vida adulta como propietario y único habitante.
En la calle Main giró a la derecha y siguió hasta el parque Bassey, aún sin rumbo, paseando, simplemente, para disfrutar la tranquilidad de la hora temprana. Una vez dentro del portón principal, desmontó de la bicicleta, bajó el soporte y caminó hacia el canal. Hasta donde él hubiera podido decirlo, no le impelía sino el más puro capricho. No se le ocurrió, por cierto, que sus sueños de la noche anterior tuvieran algo que ver con la dirección de sus pasos. Ni siquiera recordaba qué había soñado, sólo que un sueño había seguido a otro hasta que despertó, a las cinco de la madrugada, sudoroso, pero temblando y con la idea de que debía desayunar rápidamente para ir en bicicleta a la ciudad.
Allí, en Bassey, la niebla tenía un olor que no le gustó: olor marino, salado y viejo. No era la primera vez que lo percibía, por supuesto. En las nieblas del amanecer, muchas veces se olfateaba, en Derry, la presencia del océano, aunque la costa estaba a sesenta kilómetros de allí. Pero el olor de esa mañana parecía más denso, más vital. Casi peligroso.
Algo atrajo su mirada. Se agachó para recoger una navaja barata, de dos hojas. Alguien había grabado en el flanco las iniciales E. C. Mike la contempló por un momento, pensativo, antes de guardársela en el bolsillo. El que pierde llora, el que encuentra atesora.
Miró a su alrededor. Allí, cerca de donde había encontrado la navaja, había un banco tumbado. Lo puso en posición acomodando los pies de hierro en los agujeros que habían hecho a lo largo de meses o años. Más allá del banco, vio un sitio donde el césped estaba aplastado… y a partir de allí, dos surcos. El césped ya comenzaba a levantarse, pero los surcos aún estaban muy nítidos. Se alejaban en dirección al canal.
Y había sangre.
(el pájaro acuérdate del pájaro acuérdate del)
Pero no quería acordarse del pájaro; por eso apartó la idea. «Una pelea de perros, eso es todo. Uno de ellos debe de haber malherido al otro». Era una idea convincente, pero por algún motivo no lo convenció. Los recuerdos del pájaro insistían en volver: el que había visto en la fundición Kitchener, un ejemplar que Stan Uris nunca habría hallado en su libro sobre aves.
Basta. Vete de aquí.
Pero en vez de irse, siguió los surcos. Mientras los seguía; concibió en su mente una pequeña historia. Era un caso de asesinato. Veamos: un chico que no ha vuelto a su casa está en la calle después del toque de queda. El asesino lo atrapa. ¿Y cómo se deshace del cadáver? Lo arrastra hasta el canal y lo arroja allí, por supuesto. ¡Igual que en Alfred Hitchcock presenta!
Las marcas que estaba siguiendo podían, sí, haber sido dejadas por un par de zapatos y zapatillas llevados a rastras.
Mike se estremeció y miró a su alrededor, intranquilo. La historia parecía excesivamente real.
Y supongamos que no lo hizo un hombre, sino un monstruo. Como en las historietas de terror o en los libros de terror o en las películas de terror o en un mal sueño en un cuento de hadas o algo así.
Decidió que la historia no le gustaba. Era estúpida. Trató de quitársela de la cabeza, pero no pudo. ¿Entonces? Se la dejaba estar. Era una idiotez. Había sido una idiotez ir a la ciudad esa mañana. Y otra idiotez seguir esos dos surcos en el césped. Su padre le tendría preparadas un montón de tareas para hacer en casa. Tenía que volver y poner manos a la obra si no quería que la hora más calurosa de la tarde lo encontrara en el granero, apilando heno. Sí, tenía que volver. Y eso era lo que iba a hacer.
Por supuesto —pensó—: ¿Qué quieres apostar?
En vez de volver a su bicicleta y regresar a casa para comenzar con sus tareas, siguió los surcos por el césped. Aquí y allá había más gotas de sangre, ya medio seca. Pero no mucha. No tanta como allá atrás, junto al banco que él había enderezado.
Ahora se oía el canal, que corría serenamente. Un momento después, vio el borde de cemento materializado en la niebla.
Allí, en el césped, había algo más. Vaya, hoy es mi día de suerte, dijo su mente con dudoso ingenio. En eso, una gaviota graznó en alguna parte y Mike se encogió de miedo, pensando otra vez en el pájaro que había visto aquel día, justo en la primavera.
No sé qué hay en el césped y no quiero mirar. Eso era muy cierto, oh, sí, pero allí estaba ya, inclinándose para ver qué era, con las manos apoyadas por encima de las rodillas.
Un trocito de tela desgarrada con una gota de sangre.
La gaviota volvió a graznar. Mike miró fijamente el jirón ensangrentado y recordó lo que le había pasado en la primavera.
5
Todos los años, durante abril y mayo, la granja de los Hanlon despertaba de su somnolencia invernal.
Mike reconocía la llegada de la primavera, no cuando en las ventanas de la cocina aparecían los primeros azafranes ni cuando los niños empezaban a llevar sapos y canicas a la escuela, ni siquiera cuando los Senators de Washington inauguraban la temporada de béisbol, sino cuando el padre le gritaba que le ayudara a sacar el camión híbrido del granero. La mitad delantera era un viejo automóvil Ford A; la de atrás, una camioneta cuya trasera estaba hecha con los restos de la puerta del gallinero viejo. Si el invierno no había sido demasiado frío, entre los dos solían ponerlo en marcha simplemente empujándolo camino abajo. La cabina no tenía puertas, ni parabrisas. El asiento era la mitad de un viejo sofá que Will Hanlon había recogido en el vertedero de Derry. La palanca de cambio terminaba en un picaporte redondo, de vidrio.