Dos noches antes, le había arrojado a Eddie una silla cuando el chico se levantó para ver qué ponían en el otro canal. No hizo más que levantar una de las sillas de aluminio de la cocina, alzarla por encima de su cabeza, hacia atrás y arrojarla. Pegó a Eddie en el trasero y lo hizo caer. Todavía le dolía la retaguardia, pero la cosa habría sido peor si le hubiera dado en la cabeza.
Y después, aquella noche en que el viejo se había levantado, súbitamente, para frotarle el pelo con un puñado de puré de patatas, sin el menor motivo. Un día, a finales de septiembre, Eddie, al volver de la escuela, cometió la estupidez de dejar que la puerta trasera se cerrara ruidosamente mientras el padrastro dormía la siesta. Macklin salió del dormitorio en calzoncillos, con el pelo levantado en tirabuzones, las mejillas erizadas con la barba del fin de semana y el aliento hediendo a la cerveza del fin de semana. «A ver, Eddie —dijo—, tengo que dártela por haber golpeado esa maldita puerta». En el léxico de Rich Macklin, «dártela» era el eufemismo que significaba «reventarte a golpes». Y fue lo que hizo con Eddie, aquel día. Eddie ya estaba inconsciente cuando el viejo lo arrojó al vestíbulo de entrada. La madre había puesto allí un par de percheros bajos, especialmente para que los chicos colgaran sus chaquetas. Esos ganchos le clavaron duros dedos acerados en la parte baja de la espalda, y entonces se desmayó. Cuando volvió en sí, diez minutos después, su madre estaba gritando que iba a llevar a Eddie al hospital y que él no podría impedírselo.
—¿Después de lo que le pasó a Dorsey? —había observado el padrastro—. ¿Quieres ir a la cárcel, mujer?
No se volvió a hablar de hospitales. Ella ayudó a Eddie a meterse en la cama, donde quedó temblando con la frente bañada de sudor. En los tres días siguientes sólo salió de su habitación cuando estaba solo en la casa. Entonces bajaba lenta y trabajosamente a la cocina, entre suaves gruñidos, para sacar el whisky que el padrastro guardaba bajo el fregadero. Unos pocos tragos atenuaban el dolor. Hacia el quinto día, el dolor había desaparecido casi por completo, pero orinó sangre por dos semanas, o poco menos.
Y el martillo ya no estaba en el garaje.
¿Que se podía decir de eso, parientes y amigos?
Oh, claro que el martillo común, el Craftsman, estaba todavía allí. El que faltaba era el Scotti, el que no rebotaba, el martillo especial del padrastro, que ni él ni Dorsey podían tocar. «Si alguien toca esto —les había dicho él, después de comprarlo—, le voy a poner las tripas de bufanda». Dorsey había preguntado, tímidamente, si era muy caro. El viejo le dijo que no fuera preguntón, joder. Dijo que estaba llena de cojinetes y que no se lo podía hacer rebotar, por fuerte que fuese el golpe.
Y ya no estaba.
Si las calificaciones de Eddie eran bajas, se debía a que había perdido muchos días de clase desde el nuevo casamiento de su madre, pero el chico no tenía nada de tonto. Y creía saber lo que había sido del martillo Scotti. Tal vez su padrastro lo había usado para golpear a Dorsey y después lo había enterrado en el jardín; quizá lo tirase al canal. Esa clase de cosas ocurría con frecuencia en las historietas de terror que Eddie leía, las que guardaba en el último estante de su armario.
Se acercó un poco más al canal, que ondulaba entre sus flancos de cemento como seda aceitada. Una brazada de rayos de luna reverberaba en su superficie oscura, tomando forma de boomerang. Eddie se sentó, balanceando ociosamente las zapatillas contra el cemento, en un ritmo irregular. Como las seis últimas semanas habían sido bastante secas, el agua pasaba a unos tres metros de sus suelas gastadas. Pero si uno miraba con atención los muros del canal, se podían ver los diversos niveles a los que subía de vez en cuando. Un poco por encima del nivel actual, el cemento estaba manchado de color pardo oscuro. Esa mancha parduzca se decoloraba poco a poco hasta el amarillo; después, hasta un color casi blanco, allí donde los talones de Eddie tocaban la pared.
El agua fluía suave y silenciosamente de una arcada de cemento, adoquinada por dentro, más allá del sitio en donde Eddie estaba sentado: después seguía viaje hacia el puente de madera cubierto que unía el parque Bassey con el instituto de secundaria. Los lados y el suelo del puente, hasta las vigas del techo, estaban cubiertos con un jeroglífico de iniciales, números telefónicos y declaraciones. Declaraciones de amor, declaraciones de que Fulano la chupaba, declaraciones de que a quienes se les descubriera chupando se les llenaría el culo de alquitrán caliente. De vez en cuando declaraciones excéntricas que parecían imposibles de definir. La que había intrigado a Eddie a lo largo de toda la primavera decía: SALVE A LOS RUSOS JUDÍOS. GANE VALIOSOS PREMIOS.
¿Qué significaba eso exactamente? ¿Tenía algún significado? ¿Tenía alguna importancia?
Eddie no fue, esa noche, al Puente de los Besos; no tenía ninguna prisa por cruzar al lado del instituto de secundaria. Probablemente dormiría en el parque, quizá sobre las hojas secas que se acumulaban bajo el estrado de la orquesta; pero por el momento prefería estar sentado allí. Le gustaba estar en el parque; iba allí con frecuencia cuando necesitaba pensar. A veces había gente acomodándose para pasar la noche allí, en los bosquecillos que sembraban el parque, pero Eddie no se metía con ellos y ellos no se metían con él. En los recreos escolares había oído horribles historias sobre los invertidos que paseaban por el parque Bassey después del oscurecer; aunque las aceptaba sin cuestionamientos, a él nunca lo habían molestado. El parque era un sitio apacible, y la mejor parte era, para él, exactamente aquella en que se encontraba.
Le gustaba sentarse allí en el verano, cuando el agua, de tan baja, gorgoteaba entre las piedras y hasta se separaba en arroyuelos aislados, que giraban y se retorcían, y a veces volvían a unirse. Le gustaba al iniciarse la primavera, justo después del deshielo; entonces había que quedarse de pie junto al canal, porque estaba tan frío que congelaba el trasero; él pasaba allí una hora o más, encapuchado en su viejo chaquetón, que le quedaba pequeño desde hacía dos años, con las manos hundidas en los bolsillos, sin darse cuenta de que su flaco cuerpo temblaba y se sacudía. En la semana siguiente al deshielo, el canal tenía un poder terrible, irresistible. A él le fascinaba el modo en que el agua hervía de espuma, blanca, al salir del arco adoquinado, y rugía al pasar junto a él, llevando palos, ramas y toda clase de desechos. Más de una vez se había imaginado junto al canal, a principios de primavera, en compañía de su padrastro; se imaginaba dando un buen empujón a ese hijo de puta. El caería con un grito, revoloteando los brazos en busca de equilibrio, y Eddie treparía al parapeto de cemento para ver cómo lo arrastraba la corriente; su cabeza sería un bulto negro y bamboleante en medio de esas pequeñas olas rebeldes, coronadas de blanco. Erguiría bien la espalda, sí, y se haría bocina con las manos para aullar:
—¡Eso fue por Dorsey, maldito bastardo! Cuando llegues al infierno, cuéntale al diablo que, como despedida, te mandé meterte con gente de tu propio tamaño.
Eso no ocurriría nunca, por supuesto, pero era una fantasía grandiosa. Un sueño grandioso para soñarlo allí, sentado junto al canal; en su…
Una mano ciñó el pie de Eddie.
El chico estaba mirando más allá del canal, hacia la escuela, con una sonrisa adormilada y complacida, mientras imaginaba a su padrastro arrastrado por la correntada de primavera, fuera de su vida para siempre. Aquella mano suave, pero fuerte, lo sobresaltó a tal punto que estuvo a punto de perder el equilibrio y caer al canal.
«Es uno de los invertidos de los que hablan siempre los muchachos», pensó, y miró hacia abajo. Quedó boquiabierto. La orina le corrió por las piernas, caliente, manchándole los vaqueros de negro a la luz de la luna. No era un invertido.
Era Dorsey.
Era Dorsey, tal como lo habían enterrado. Dorsey, con su chaqueta azul y sus pantalones grises; sólo que ahora la chaqueta estaba hecha jirones enlodados, y la camisa era un harapo amarillo y sus pantalones se adherían húmedamente a las piernas, flacas como palos de escoba. Y la cabeza de Dorsey estaba horriblemente deformada, como si se la hubieran hundido por atrás y, por lo tanto, se hubiera abultado hacia delante.
Dorsey sonreía de oreja a oreja.
—Eddieeee —graznó su hermano muerto, tal como uno de los muertos que siempre salían de la tumba en las historietas de terror. La sonrisa de Dorsey se acentuó. Sus dientes amarillos relucieron.
En aquella oscuridad, en alguna parte, había cosas que parecían retorcerse.
—Eddieeee… He venido a verte, Eddieeee…
Eddie trató de gritar. Lo sacudían oleadas de gris horror, y tuvo la sensación de estar flotando. Pero no era un sueño; estaba despierto. La mano ceñida a su zapatilla era blanca como panza de trucha. Los pies descalzos de su hermano se adherían al cemento, de algún modo. Uno de sus talones había sido arrancado de un mordisco.
—Baja, Eddieeee…
Eddie no pudo gritar. Sus pulmones no tenían aire suficiente como para un grito. Extrajo un sonido gemebundo, curiosamente agudo. Cualquier voz más potente parecía estar fuera de sus posibilidades. Pero todo estaba bien. En uno o dos segundos, su mente estallaría, y después nada tendría importancia. La mano de Dorsey era pequeña, pero implacable. Las nalgas de Eddie iban deslizándose desde el cemento hacia la orilla del canal.
Siempre emitiendo ese ruido gemebundo y agudo, echó una mano atrás y se aferró al borde de cemento, para tirar de sí hacia atrás. Sintió que la mano perdía asidero momentáneamente y oyó un siseo furtivo. Tuvo tiempo para pensar: «Ese no es Dorsey. No sé qué es, pero no es Dorsey». Entonces la adrenalina inundó su cuerpo y lo hizo reptar hacia atrás, tratando de correr aun antes de estar de pie con el aliento brotando en silbidos breves y chillones.
Sobre el borde de cemento del canal aparecieron dos manos blancas. Hubo un ruido mojado, como de un lambetazo. Gotas de agua volaron hacia arriba, en el claro de luna, desde la piel pálida y muerta. La cara de Dorsey apareció sobre el borde. En sus ojos hundidos, relucieron sordas chispas rojas. Su pelo mojado se adhería al cráneo y el lodo le rayaba las mejillas como pintura de guerra.
Por fin, el pecho de Eddie se desatascó. Aspiró profundamente y convirtió el aire en un alarido. Se puso de pie y echó a correr. Corría mirando por encima del hombro porque necesitaba saber dónde estaba Dorsey y, como resultado, se estrelló contra un viejo olmo.
Sintió como si alguien (su padrastro por ejemplo), le hubiera hecho estallar una carga de dinamita en el hombro izquierdo. Muchas estrellas salieron disparadas o girando en tirabuzón por su cabeza. Cayó al pie del árbol como herido por un hacha de guerra, con la sangre goteándole por la sien izquierda. Pasó noventa segundos, tal vez, nadando en las aguas de la semiinconsciencia. Luego se las arregló para levantarse otra vez. Se le escapó un quejido cuando trató de mover el brazo izquierdo. No quería subir. Estaba entumecido, como lejano. Levantó la mano derecha y se frotó la cabeza, que le dolía ferozmente.
Entonces recordó por qué se había estrellado contra el olmo. Miró en derredor.
Allí estaba el muro del canal, blanco como hueso y recto como una flecha bajo el claro de luna. No había rastros de la cosa que había salido del canal…, si acaso había existido esa cosa. Siguió girando, lentamente, hasta completar trescientos sesenta grados. El parque Bassey estaba silencioso e inmóvil como una fotografía en blanco y negro. Los sauces llorones balanceaban sus brazos finos, tenebrosos, al abrigo de los cuales podía acechar cualquier cosa, encorvada y demente.
Eddie echó a andar, tratando de mirar a todas partes al mismo tiempo. El hombro dislocado le palpitaba en dolorosa sincronización con el ritmo cardíaco.
Eddieee, gemía la brisa entre los árboles, ¿no quieres verme, Eddieee? Sintió que unos fláccidos dedos de cadáver le acariciaban a un lado del cuello. Giró en redondo, levantando las manos. Se le enredaron los pies y cayó, pero mientras tanto vio que habían sido sólo las hojas de sauce movidas por la brisa.