Trotó corriente abajo, volviéndose una sola vez para mirar atrás. Vio a Ben Hanscom recolectando ceñudamente piedras a orillas del agua. Por un momento no se le ocurrió para qué estaba haciendo eso, pero enseguida comprendió: era una reserva de municiones. Por si ellos volvían.
4
Los Barrens no tenían misterios para Bill. Esa primavera había jugado mucho allí, a veces con Richie, mucho más con Eddie, a veces completamente solo. No tenía toda la zona explorada, ciertamente, pero sabía cómo volver a Kansas Street desde el Kenduskeag sin dificultad alguna, y así lo hizo aquella tarde. Salió ante un puente de madera en donde Kansas Street cruzaba uno de los arroyuelos innominados que brotaban del sistema de drenaje hacia el Kenduskeag. Bajo ese puente estaba atada Silver, con su manubrio sujeto a uno de los soportes del puente mediante un trozo de cuerda para que sus ruedas no tocaran el agua.
Bill desató la cuerda, se la guardó en la camisa y sacó a Silver a la acera a viva fuerza, jadeando y sudando; un par de veces perdió el equilibrio y cayó sentado.
Pero al fin llegó arriba. Pasó la pierna sobre el alto cuadro.
Y, como siempre, en cuanto estuvo montado en Silver se convirtió en otra persona.
5
—¡Hai-oh, Silver! ¡ARREEE!
Las palabras sonaron más graves que de costumbre —era casi la voz del hombre en que se convertiría—. Silver fue cobrando velocidad lentamente; el acelerado clicti-clac de los naipes prendidos con alfileres a los radios iban marcando el aumento. Bill, de pie sobre los pedales, aferraba el manubrio con las muñecas hacia arriba. Parecía un hombre que tratara de levantar una pesa especialmente pesada. En el cuello le sobresalían los tendones. Las venas le palpitaban en las sienes. Su boca se estiraba en una temblorosa mueca de esfuerzo, mientras libraba la familiar batalla contra el peso y la inercia, exprimiéndose para poner a Silver en movimiento.
Como siempre, el esfuerzo valió la pena.
Silver empezó a rodar con más velocidad. Las casas pasaban deslizándose en vez de asomarse a los tumbos. A la izquierda, donde Kansas se cruzaba con Jackson, el Kenduskeag se convirtió en el Canal. Más allá de la intersección, Kansas se encaminaba velozmente colina abajo, hacia Center y Main, el distrito comercial de Derry.
Allí las calles se cruzaban con frecuencia, pero todas tenían señales de STOP a favor de Bill y la posibilidad de que algún conductor las pasara un día por alto y lo convirtiera en una mancha sanguinolenta contra el pavimento, nunca se le había pasado por la cabeza. De cualquier modo, no es probable que hubiese cambiado sus hábitos. Podía haberlo hecho, tal vez, antes o después en su vida; pero esta primavera y comienzo de verano habían sido un tiempo extrañamente tormentoso para él. Ben habría quedado atónito si alguien le hubiera sugerido que se sentía solo; Bill habría quedado igualmente atónito si alguien le hubiera sugerido que estaba cortejando a la muerte ¡P-p-p-por sup-p-puesto que n-no!, habría contestado inmediata e indignadamente. Pero eso no cambiaba el hecho de que sus paseos en bicicleta por Kansas Street hacia el centro, se habían convertido progresivamente en ataques banzai al entibiarse el clima.
Ese sector de Kansas recibía el nombre de Up-Mile Hill. Bill lo enfiló a toda velocidad, inclinado sobre el manillar de Silver para reducir la resistencia del viento, con una mano puesta sobre el pomo resquebrajado de la bocina para advertir a los desprevenidos, el pelo rojo ondeando hacia atrás como una ola. El repiqueteo de los naipes se había convertido en un rugido constante. La mueca de esfuerzo se convirtió en una gran sonrisa. A la derecha, las casas de familia dieron paso a los locales de negocios (casi todos depósitos y envasadores de carne), que pasaban, borrosos, en un zumbido aterrador pero satisfactorio. A su izquierda, el Canal era un guiño de fuego con el rabillo del ojo.
—¡HAI-OH SILVER, ARREEE! —vociferó triunfante.
Silver voló por encima del primer bordillo y, como casi siempre ocurría en esos casos, sus pies perdieron contacto con los pedales. Iba a rueda libre, ya completamente en manos del dios designado para proteger a los niños, quienquiera que fuese. Giró hacia la calle superando quizás en veinte kilómetros la máxima indicada de cuarenta.
Ya todo había quedado atrás: el tartamudeo; los ojos vacuos y doloridos de su padre cuando trajinaba en su taller; el terrible polvo acumulado sobre el piano sin usar, allá arriba, porque su madre no había vuelto a tocar —la última vez había sido en el funeral de George, tres himnos metodistas—; George, saliendo a la lluvia con su impermeable amarillo y el barquito de papel parafinado; el señor Gardener subiendo la calle veinte minutos después, con su cadáver envuelto en un edredón lleno de sangre; el alarido agónico de su madre. Todo quedaba atrás. Él era el Llanero Solitario, era John Wayne, era Bo Diddley, era cualquiera que deseara ser, nadie que llorara, se asustara y quisiera ir con su m-m-mamá.
Silver volaba y Bill Denbrough, el Tartaja, volaba con ella. La sombra de ambos, con forma de caballete, volaba tras ellos. Bajaron juntos por Up-Mile Hill, entre el bramar de los naipes. Los pies de Bill volvieron a los pedales y empezó a pedalear buscando más velocidad aún, buscando llegar a una velocidad hipotética, no la del sonido, sino la de la memoria, y cruzar la barrera del dolor.
Volaba, inclinado sobre el manillar, volaba como si se lo llevara el diablo.
La triple intersección de Kansas, Center y Main se aproximaba vertiginosamente. Era un espanto de tránsito en un solo sentido, señales contradictorias y semáforos que habrían debido estar sincronizados, pero no lo estaban. Como proclamara un editorial del Derry News, el resultado era un flujo de tráfico concebido en el infierno.
Como siempre, Bill echó rápidos vistazos a derecha e izquierda, calculando el tráfico y buscando huecos. Si fallaba en sus cálculos —si tartamudeaba, podría decirse—, le esperaba la muerte o heridas graves.
Salió como una flecha hacia el tránsito lento que atascaba la intersección, pasó un semáforo en rojo y se desvió a la derecha para esquivar un viejo Buick. Lanzó una mirada como una bala por encima del hombro para asegurarse de que el carril de en medio estuviera desierto. Volvió la vista hacia adelante y vio que, en cinco segundos, iba a estrellarse contra la parte trasera de una camioneta completamente detenida en medio de la intersección, mientras el gordo rubicundo que la conducía estiraba el cuello para leer todas las señales y asegurarse de que, por algún viraje equivocado, no había terminado en las playas de Miami.
A la derecha de Bill, el carril estaba colmado con un autobús que cubría el trayecto entre Derry y Bangor. Se deslizó en esa dirección, disparado entre la camioneta y el autobús, siempre a sesenta kilómetros por hora. En el último momento giró la cabeza a un lado, como un entusiasta soldado obedeciendo la orden: ¡Vista drech!, para evitar que el espejo lateral de la camioneta le reorganizase los dientes. El humo caliente del escape del autobús le dio un latigazo en la garganta como un trago de licor fuerte. Oyó un chillido fijo, jadeante, cuando la punta de su manillar rozó el aluminio de la carrocería. Vio por un instante la cara del conductor, blanca como un papel bajo la gorra de su uniforme. Esgrimía el puño y gritaba algo. Seguramente, no era para desearle feliz cumpleaños.
Un terceto de ancianas iban cruzando Main, desde el Banco de Nueva Inglaterra hacia El Shre-Boat. Al oír el áspero zumbido de los naipes, las tres levantaron la mirada y quedaron boquiabiertas: un niño, subido en una bicicleta enorme, pasó a quince centímetros de ellas como un espejismo.
Ya lo peor —y lo mejor— del viaje había quedado atrás. Una vez más, había mirado a la posibilidad muy real de su propia muerte; una vez más, se había encontrado capaz de desviar la mirada. El autobús no lo había aplastado; sanos y salvos estaban él y las tres ancianas, con sus bolsas de compras y sus cheques de la jubilación; tampoco se había estampado contra la parte trasera de la camioneta. Ahora iba otra vez colina arriba, perdiendo velocidad. Algo se perdía con ella —oh, bien podía llamarlo deseo, ¿no? Todos los recuerdos y los pensamientos estaban alcanzándolo—. Hola, Bill, vaya, casi te perdimos de vista por un rato, pero aquí estamos; reuniéndose con él, trepándole por la camisa para saltarle al oído, precipitándose al interior de su cerebro como chiquillos por un tobogán. Sintió que se acomodaban en sus sitios habituales, empujándose mutuamente con sus cuerpos febriles. ¡Vaya! ¡Qué bien! ¡Ya estamos otra vez en la cabeza de Bill! ¡Pensemos en George! Bueno, ¿quién empieza?
Piensas demasiado, Bill.
No, ése no era el problema. El problema era que imaginaba demasiado.
Giró hacia el callejón de Richard y salió, pocos segundos después, en Center Street, pedaleando lentamente, sintiendo el sudor que le corría por el pelo y la espalda. Desmontó de Silver frente a la Farmacia Center y entró.
6
Antes de la muerte de George, Bill le habría planteado los puntos principales del asunto a Mr. Keene, hablando con él. Aunque el farmacéutico no era exactamente amable (al menos, eso pensaba Bill), tenía paciencia y no se burlaba. Pero en esa época, el tartamudeo de Bill estaba mucho peor y él temía que, si no se daba prisa, algo le pasara a Eddie.
Por eso, cuando el señor Keene dijo:
—Hola, Billy Denbrough, ¿en qué puedo servirte?
Bill tomó un folleto de vitaminas y escribió en el dorso: Eddie Kaspbrak y yo estábamos jugando en Los Barrens. Tiene un grave ataque de asma, casi no puede respirar. ¿No puede darme un recambio para su inhalador?
Empujó la nota hacia el señor Keene que la leyó, echó un vistazo a los afligidos ojos azules de Billy y dijo:
—Por supuesto. Espérame aquí y no toques lo que no debas.
Bill cambiaba el peso del cuerpo de un pie a otro, impaciente, mientras el señor Keene buscaba en el mostrador trasero. Aunque no tardó más de cinco minutos, el chico tuvo la sensación de que había tardado un siglo en volver con una de esas botellas de plástico flexible que usaba Eddie. Se lo entregó a Bill, diciendo:
—Esto debería solucionar el problema.
—G-g-gracias —dijo Bill—. No tttengo d-d-d…
—No importa, hijo. La señora Kaspbrak tiene cuenta. Se lo anotaré. Ella te estará agradecida por lo que has hecho.
Bill, muy aliviado, dio las gracias al señor Keene y se marchó a toda prisa. El farmacéutico abandonó el mostrador para observarlo. Vio que Bill arrojaba el inhalador en el cestillo y subía torpemente a la bicicleta. ¿Es posible que domine semejante bicicleta? —se preguntó—. Lo dudo. Lo dudo mucho. Pero el chico Denbrough se las compuso para ponerla en marcha sin caer de cabeza y se alejó pedaleando lentamente. La bicicleta, que a los ojos del señor Keene era un mal chiste, se balanceaba descabelladamente mientras el inhalador rodaba de un lado a otro en el cestillo.
El señor Keene sonrió un poquito. Si Bill hubiera visto esa sonrisa, habría confirmado su opinión de que el señor Keene no era, exactamente, el campeón de la simpatía. Era una sonrisa agria, la del hombre que ha encontrado mucho que cuestionarse pero muy poco que enaltecer en el género humano. Sí, agregaría la medicación para el asma a la cuenta de Sonia Kaspbrak y ella, como siempre, se sorprendería (con más suspicacia que gratitud) de su bajo precio. Otros medicamentos eran tan caros, decía. La señora Kaspbrak, como el señor Keene sabía muy bien, era de las que no confían en las cosas baratas para curarse. Él habría podido esquilmarla en cada compra de Hydrox para su hijo y a veces sentía la tentación de hacerlo, pero ¿a qué participar en la estupidez de esa mujer? Después de todo, él no pasaba hambre.
¿Barato? Claro que sí. Hydrox Vaporizador (Tómese a discreción, decía claramente la etiqueta que él pegaba a cada frasco) era maravillosamente barato, pero hasta la señora Kaspbrak admitía que mitigaba bastante bien las crisis de asma de su hijo, a pesar de eso. Era barato porque no era otra cosa que una combinación de hidrógeno y oxígeno, con un toque de alcanfor para dar al rocío un leve gusto a medicina.